Escupió lentamente los últimos restos de aquel ectoplasma que la había poseído durante demasiado tiempo. La había acompañado, en calidad de viscoso y soterrado parásito, desde que comenzó su agónico declive.
El resto, acólitos despreciables de la peor calaña pero ínfima categoría, habían sido masticados con calma, apreciando la hiel que destilaban mientras quejosos y lloriqueantes perdían el sustento vital que les había hecho sentir como gitantes, eso sí, con pies de barro.
El amargo sabor, curiosamente, le resultó grato porque significaba desprenderse de sus más ocultos temores e inconfesables fobias y tormentos. Se enjuagó la boca despacio, con delectación. Esta vez no gritó...
Blanco y Negro.
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