24 julio 2015

AMANE, el sonido de la lluvia (2)



En esa duermevela en que se hallaba, pudo recrear todos los instantes de aquella relación que había marcado su vida, mucho más de lo que nunca llegó a imaginar. Habiendo decidido concentrarse en sus recuerdos, prosiguió dejando volar la imaginación y refrescando su memoria mientras disfrutaba del paisaje por el que transitaba el tren. ¿Qué hubiese ocurrido si, en vez de.....?



Tras reponerme de la impresión causada por Amane, abrí la hoja de papel que me había entregado. Con una fina y cuidada caligrafía, aparecía un apartado de correos. Curiosamente, de una localidad distinta a la que me encontraba. Mi imaginación se disparó elucubrando al respecto y llegando a pensar, incluso, en algún tipo de peregrinación de mi enigmática amiga para acudir a encontrarse con mis letras y, obviamente, conmigo en persona. Si me había dejado sus señas, aunque vagas, era por algo. Al quedarme bloqueado, lo confieso, no fui lo suficientemente hábil como para pedirle algún dato más explícito. Qué se yo, un teléfono, una dirección, un nombre completo... Pagué las consumiciones y me dispuse, cansinamente, a regresar al hotel. Aquella noche, lo recuerdo bien, no conseguí conciliar el sueño. La cama no era especialmente mala. Los motivos eran otros. La huella que me había dejado impregnó cada una de mis neuronas. Atractiva y sensual, pero no provocadora. Inteligente y hábil, pero no pedante. Humilde y sencilla. Su voz, sensual y clara, se me había alojado en los oídos. Tenía un timbre aterciopelado y medianamente grave; cargado de matices que evocaban una sensualidad antigua y pegada a la tierra. Bonita por fuera pero aún más bonita por dentro. Había algo, o muchas cosas, dentro de esa mujer que me había marcado en aquellas escasas horas que tuve la dicha de coincidir. Intenté dormitar algo ya que debía madrugar para proseguir mi periplo literario.


Durante el resto de las jornadas de promoción disfruté mucho, no puedo engañarme a ese respecto. Fueron encuentros muy gratificantes en los que conocí a personas muy interesantes. Almorcé en varios sitios con lectores y amigos. Tomé incontables cafés para seguir promocionando mi obra. Rellené mi agenda de contactos. Finalmente, me tocó volver a la rutina diaria. Su recuerdo, que suponía se difuminaría con el tiempo y la distancia, se encaramó a mi memoria y la evocaba con más frecuencia de la que hubiese imaginado.

Me había obsesionado con su mirada color miel y el recuerdo de su voz, sensual y plagada de matices especiados, incluso podría atribuirle un sabor. Sin especial esfuerzo, con sólo cerrar los ojos, era capaz de evocar aquellas dos horas que pasamos juntos esa lluviosa tarde. Siendo recurrente tal evocación, la vorágine de mis días fue diluyendo esa imagen y alojándola en algún recoveco de mi memoria. Aún así, me acompañaba especialmente las tardes desapacibles de otoño e invierno. No podía dejar de recordarla cuando algún elemento del ambiente me hacía rememorar su presencia. 

Un día, cuando estaba revisando el ejemplar de mi última novela donde guardé aquella hoja que me entregó, decidí hacer algo. Allí reposaba, en la página número sesenta y cuatro, la dirección del apartado de correos que me ofreció. Movido más por un impulso sobrevenido que por un acto de naturaleza racional, decidí escribirle unas líneas. Habían pasado más desde dos años desde aquel día. Me sentía ridículo al intuir lo que aquella mujer podría pensar de mí en el supuesto improbable de que llegase a leer lo que me disponía a escribirle. Sin duda, ella tendría su vida, de la que yo no sabía prácticamente nada. Por mi parte, seguía dedicándome a lo mismo y la relativa popularidad que me había procurado la publicación de mis últimos libros me había permitido desarrollar una interesante y activa vida social, repleta de encuentros que paliaban la sensación atenazante de soledad que siempre, como si de un apósito pegajoso se tratase, me había acompañado desde tiempos inmemoriales. 

Hilvané en ese período varias relaciones cortas que no llegaron a fructificar, fundamentalmente por mi inconstancia e incapacidad para consolidar ningún vínculo estable. Debido a mi carácter indómito e hiperactivo, una vez aplacada la sed inicial, necesitaba nuevos estímulos para domeñar las exigencias que mi naturaleza depredadora me exigía de manera constante. Por tanto, sobrevivía al marasmo, que era la tónica habitual, saltando continuamente entre las hermosas y sensuales flores que tenía ocasión de conocer a lo largo del tránsito de mis días. Libaba en sus delicados y exuberantes jugos y disfrutaba de los placeres efímeros que natura me ofrecía sin tasa ni especiales requerimientos. ¿Para qué cambiar de modus operandi cuando, en mi particular concepción del mundo, el paraíso se parecía más a una senda escarpada invadida de floresta salvaje que a un apacible y evocador valle fluvial?

Todas estas reflexiones acudían a mi mente de manera reiterada cada vez que intentaba bosquejar unas líneas dirigidas a ella. Con el tiempo me fui convenciendo de que me obsesionaba tanto porque la había idealizado. Posiblemente, si hubiese iniciado algún tipo de relación estable, me hubiera pasado como en el resto de los casos en los que esporádicos interludios de pavorosa intensidad erótica y sensual se veían sucesidos por amplias mesetas de calma, reposo y, por qué no decirlo, desinterés. Era una hipótesis, la idealización de su persona, que debía contrastar. Mi espíritu, o lo que fuese, tenía una deuda pendiente con un recuerdo brumoso que amenazaba con transmutarse en un incómodo ectoplasma que pululaba a su antojo, sin el más mínimo control por parte de mi voluntad, por la corriente de mis sueños y pensamientos.

Finalmente, decidí hacerlo. El mes siguiente tenía previsto realizar otra pequeña gira promocional por el norte de la península. Si bien es cierto que no discurría exactamente por los mismos lugares que la anterior, conseguí convencer a mi agente literario para que incluyese un trazado que me permitiera, eso no se lo dije, pasar cerca de aquella ciudad. Un pequeño rodeo, unas horas de tránsito, me permitirían confrontar aquel recuerdo indomable y exorcizar de una vez por todas la fábula que, sin lugar a dudas, me había montado. Había construido un universo paralelo a partir de un efímero y minúsculo grano de arena. Sabía que tenía que hacerlo y, dicho y hecho, me dispuse a evacuar el ritual personalísimo que debía oficiar para recuperar la serenidad perdida. Sin estar seguro de nada, ni tan siquiera del hecho que me hubiese ofrecido su nombre real, le escribí aquella carta que eché al correo al día siguiente. Me embargaba la vaga esperanza del náufrago que hubiese lanzado su desesperado mensaje escondido dentro de una botella de vidrio al proceloso mar que le envolvía. La dirigí al apartado de correos que tenía y la emplacé a que nos encontrásemos en el mismo sitio, aquella pequeña cafetería, una tarde concreta.


"Amane, supongo que me recordarás, aunque han pasado más de dos años desde nuestro primer y último encuentro. El próximo veintisiete de noviembre tengo que pasar, casualmente, por la misma ciudad donde tuve la suerte de compartir contigo una tarde muy agradable. Hablamos de letras e historias diversas envueltos en una atmósfera apacible y tranquila, mientras fuera diluviaba. Evoco muchas veces esos recuerdos con cierta añoranza y melancolía, no me ruboriza confesarlo. Imagino que podrá extrañarte esta carta y entiendo, vaya por delante, que pudiera ser imposible encajar un encuentro entre ambos. Durante este tiempo no he contactado contigo y quizás debería haberlo hecho; es más, me acecha la duda más que razonable de que esta carta pueda llegar a tus manos, por múltiples motivos que sería largo desarrollar o exponer en este escrito, que pretendía ser breve. Si quieres tomarte un café y charlar un rato con un viejo amigo, estaré encantado de invitarte. Te espero en nuestra cafetería a las seis de la tarde del día que te he comentado. Si no apareces, lo entenderé. No tienes que explicarme nada, ni tan siquiera responder a estas líneas. Sólo puedo decirte, y termino ya, que me apetecería mucho volverte a ver. Recibe un fuerte y afectuoso abrazo."

Tras escribir estas líneas y con objeto de evitar la sensación de ridículo que comenzaba a invadirme y amenazaba con inundar la escasa cordura que me asistía en estos momentos, me dispuse a echarla al correo, cosa que hice esa misma tarde. Quería quitarme de la cabeza la obsesión que se había instalado en lo más hondo de mi ser con relación a esta enigmática mujer y que, me conocía bien, hubiera persistido si hubiese demorado varios días el pequeño gesto de depositarla en el buzón.

Continuará...



2 comentarios:

Mila Gomez dijo...

La distancia se estrecha cuando hay verdaderos sentimientos, puede que Amane quiera verlo de nuevo. Abrazos y hasta la próxima.

Marisa Doménech Castillo dijo...

El texto descriptivo evoca la nostalgia de un encuentro que puede blindar la posibilidad de uno nuevo. Amane, pienso, quizá tenga un interés especial...promete la esperanza del reencuentro, en el siguiente lo veremos...Crecen mis espectativas, espero que así sea.
Excelente literatura.
Un abrazo

El tigre herido...