Apuraba
el segundo café cuando, una vez más, volví a coger en mis manos
aquel pequeño colgante de plata que había adquirido para ella. En
el reverso de una delicada medalla de inspiración oriental había
encargado grabar los pequeños caracteres kanji. Eran, cómo no, los
que dibujaban su nombre, Amane. Sintiendo que la melancolía, más
que la sensación del ridículo, se abría a paso a marchas forzadas en lo más hondo de mi pecho, lo guardé en la caja labrada de madera que custodiaba tan curioso presente. A decir verdad, no sé por qué tuve esa idea con el colgante. En cualquier caso, hacerle ese regalo fue un impulso del que no quise arrepentirme.
Miré de nuevo el reloj, que marcaba las siete y media de la tarde, y me dispuse a ejecutar la más triste de las hipótesis que había barajado durante el último mes. En el supuesto que ella no se presentara a la cita que le había sugerido con mi carta, esperaría un tiempo prudencial -ya superado con creces tras dos horas sentado en aquella mesa, frente al cristal- para seguir mi camino. En aquel discreto hostal donde pasaría la noche, en las afueras de la ciudad, podría ahogar en alcohol ese sentimiento de cierto desgarro que empezaba a colarse en mi ánimo y despedirme para siempre de aquel evocador recuerdo que se había alojado muy hondo dentro de mi mente.
Cerré la novela que había intentado leer durante mi espera. Vano e infructuoso intento; no pasé de la cuarta página. El local estaba animado, aunque el ambiente era apacible y tranquilo. Con independencia de los recuerdos que me evocaba esa sugerente atmósfera, grabé en mi mente esas imágenes que contemplaba desde mi mesa. Parejas amarteladas, solitarios en busca de compañía, dulces matronas que hacían tiempo esperando el porvenir... retazos de vidas anónimas que, en ese momento, me sugerían mil historias. Quizás me inspirase un relato que me ayudara a exorcizar, de una vez por todas, el recuerdo de esa mujer. Aún desconociendo los oscuros mecanismos con los que trabajaba la mente humana, había descubierto que la mía, en particular, necesitaba vomitar y volcar las pulsiones internas hacia el exterior. Proyectarlas, en forma de narrativa, me sumía en una apacible bruma que generaba un potente efecto terapéutico. Sumido en esa nube narcotizante, se aliviaban de manera sorprendente mis cuitas más diversas y perseverantes. El hecho de que éstas adquiriesen una forma definitiva, cristalizando en un texto cerrado, evitaba que siguiese rumiando de manera reiterativa y exasperante esos elementos. Sabia, por tanto, que fuera el que fuese el resultado de aquella historia, mi atormentado espíritu no alcanzaría la paz con relación a este particular asunto hasta que fuese capaz de plasmar por escrito aquellos pensamientos convulsos que bailaban de manera endiablada dentro de mí, sin que pudiera domeñarlos.
Saqué mi cuaderno y me dispuse a ocupar los últimos minutos, no más de veinte, que decidí permanecer allí sentado. Mi mano, que desplegó un acelerado y vertiginoso impulso tras coger la pluma, me ayudaría a transitar esos últimos instantes sin que, de cara a posibles observadores inoportunos, la incomodidad que comenzaba a inundarme se convirtiese en una patética escenografía de gestos ansiosos. Cuando había terminado de bosquejar aquel escenario, tomando rápidos apuntes que posteriormente elaboraría con mayor ponderación y criterio, noté la sutil presencia del camarero. Se había parado enfrente de mi mesa. Esbocé una sonrisa cortés. Respondió con idéntico gesto y depositó, tras solicitar permiso para recoger mi anterior consumición, dos humeantes tazas que no recordaba haber pedido. Me disponía a sacarle de su error cuando me percaté del aroma familiar que emanaba de aquellos dos recipientes que había depositado en la mesa. Té rojo con una corteza de limón. No siendo capaz de articular palabra alguna, debí poner una cara de imbécil redomado porque sonrió y me dejó allí plantado. Me quité las gafas de lectura y, acomodando la vista a la penumbra del local, oteé el horizonte que se extendía a pocos metros de mi improvisado observatorio. Sentada en la barra, de espaldas a mí, mis ojos quedaron clavados en una delicada figura de mujer que, poco a poco, volvió la cabeza y me sonrió con la sonrisa más bonita que recordaba haber visto en mucho tiempo.
Hicimos el amor como no recordaba haberlo hecho en toda mi vida. Tras un emotivo reencuentro que no olvidaré y que sigo evocando nítidamente sin aparente esfuerzo, a pesar de que han transcurrido muchos años, Amane despertó dentro de mí todo aquello que había acumulado desde la primera vez que la vi. No se trataba sólo de su cuerpo, ni la pasión que emanaba de cada poro de su piel, que también. Su manera de amar, su exultante y embriagadora sensualidad y el cariño que ponía en el más mínimo roce hicieron de aquella experiencia una auténtica epifanía de los sentidos.
Su piel, de una suavidad que me sorprendió, se plegó dócilmente a todas y cada una de las caricias que mis ávidos dedos tuvieron la fortuna de trasladarle. Su olor, impresionante, me impregnó hasta enajenarme e inundó mi pecho con una fragancia que nunca podré olvidar. Nos amamos hasta el amanecer. Aquella agradable habitación se convirtió en un palacio donde pude recorrer todos y cada uno de los recovecos de su cuerpo. Todo mi ser, ávido de ternura y anhelando ser amado, se rindió de manera incondicional ante el prodigio de su exuberante naturaleza. Sus pechos, pequeños pero firmes y bien proporcionados, se convirtieron en ánforas de miel en las que mi sedienta boca libaba la sed acumulada durante siglos. Sus pezones, duros como almendras, acompañaron mis suaves manipulaciones hasta el punto de convertirse en una prolongación de sus más íntimas pulsiones, que explotaban a medida que mis labios ejercían la suave presión que los hacía vibrar. Su monte de venus, elegantemente rasurado, salvo una pequeña franja que resaltaba su exotismo, me permitió recorrer durante eternos minutos los caminos para los que me había estado preparando, sin saberlo, durante años. Sus caderas, que adquirían vida propia con cada vaivén acompasado de mis suaves pero firmes acometidas, se transmutaron en el ancla al que me aferré para no sumergirme en las ignotas profundidades de la sima en la que estuve a punto de naufragar. Recuerdo especialmente, porque me llamó poderosamente la atención, su abultado y brillante clítoris. Insinuado gracias a la suave y aterciopelada luz de las velas que encendí para crear un ambiente cálido y propicio, palpitaba con latido propio, más allá del que yo le impelía mientras lo acariciaba con mi ávida y poderosa lengua. Lamerlo, besarlo y morderlo con suavidad, mientras ella gemía en silencio y se contorsionaba sobre aquellas húmedas sábanas, constituyó uno de los festines más sabrosos que mis experimentados labios habían degustado jamás. Su sexo salvaje, su gruta cálida y húmeda, me acogió como a un navegante que regresa a puerto tras una larga y dilatada travesía. Siendo la primera vez que nuestros cuerpos se unían de forma íntima, la sincronización y orquestación de nuestras vibraciones más profundas evocaba años de complicidad. El paroxismo con que su naturaleza acogió los múltiples orgasmos que acaecieron a lo largo de nuestro encuentro me dejó absolutamente anonadado. En una travesía de reminiscencias tántricas, donde a océanos embravecidos de pasión sucedían suaves arrollos que presagiaban una nueva explosión efervescente, transitamos nuestro particular camino hacia Ítaca.
Su piel, de una suavidad que me sorprendió, se plegó dócilmente a todas y cada una de las caricias que mis ávidos dedos tuvieron la fortuna de trasladarle. Su olor, impresionante, me impregnó hasta enajenarme e inundó mi pecho con una fragancia que nunca podré olvidar. Nos amamos hasta el amanecer. Aquella agradable habitación se convirtió en un palacio donde pude recorrer todos y cada uno de los recovecos de su cuerpo. Todo mi ser, ávido de ternura y anhelando ser amado, se rindió de manera incondicional ante el prodigio de su exuberante naturaleza. Sus pechos, pequeños pero firmes y bien proporcionados, se convirtieron en ánforas de miel en las que mi sedienta boca libaba la sed acumulada durante siglos. Sus pezones, duros como almendras, acompañaron mis suaves manipulaciones hasta el punto de convertirse en una prolongación de sus más íntimas pulsiones, que explotaban a medida que mis labios ejercían la suave presión que los hacía vibrar. Su monte de venus, elegantemente rasurado, salvo una pequeña franja que resaltaba su exotismo, me permitió recorrer durante eternos minutos los caminos para los que me había estado preparando, sin saberlo, durante años. Sus caderas, que adquirían vida propia con cada vaivén acompasado de mis suaves pero firmes acometidas, se transmutaron en el ancla al que me aferré para no sumergirme en las ignotas profundidades de la sima en la que estuve a punto de naufragar. Recuerdo especialmente, porque me llamó poderosamente la atención, su abultado y brillante clítoris. Insinuado gracias a la suave y aterciopelada luz de las velas que encendí para crear un ambiente cálido y propicio, palpitaba con latido propio, más allá del que yo le impelía mientras lo acariciaba con mi ávida y poderosa lengua. Lamerlo, besarlo y morderlo con suavidad, mientras ella gemía en silencio y se contorsionaba sobre aquellas húmedas sábanas, constituyó uno de los festines más sabrosos que mis experimentados labios habían degustado jamás. Su sexo salvaje, su gruta cálida y húmeda, me acogió como a un navegante que regresa a puerto tras una larga y dilatada travesía. Siendo la primera vez que nuestros cuerpos se unían de forma íntima, la sincronización y orquestación de nuestras vibraciones más profundas evocaba años de complicidad. El paroxismo con que su naturaleza acogió los múltiples orgasmos que acaecieron a lo largo de nuestro encuentro me dejó absolutamente anonadado. En una travesía de reminiscencias tántricas, donde a océanos embravecidos de pasión sucedían suaves arrollos que presagiaban una nueva explosión efervescente, transitamos nuestro particular camino hacia Ítaca.
Fue una experiencia increíble. Inusitada y orgásmica, en el más amplio sentido de la expresión. Jadeantes, sudorosos y exhaustos, tras varias horas de febril contienda en la que ninguno de los contendientes concedimos la más mínima tregua al otro, nos sorprendió el alba. Aquel rayo de sol, despuntando a través de un resquicio de la cortina, nos sorprendió entrelazados y rendidos tras la batalla. La conexión entre nuestras almas, precedidas por el feroz combate entre nuestros cuerpos, nos había fundido en un cálido y profundo abrazo que no quise romper. Sin saber cómo ni por qué, unas lágrimas se derramaron de mis ojos y Amane, que dormitaba apaciblemente a mi lado, remoloneó para acoplar suavemente su hermoso cuerpo al mío. La desapacible noche del exterior se había convertido en un exuberante y tupido vergel dentro de aquellas cuatro paredes.
Hoy, sin especial esfuerzo, puedo rememorar todos y cada uno de los minutos con ella que representaron la más intensa historia de amor que mi ser había tenido la dicha de disfrutar hasta ese día. Me concentré en ese pensamiento ya que me negaba a despertar, a volver a la realidad. No quería despertar de ese mágico sueño...
La mujer que, sentada al frente en el vagón, disfrutaba con la lectura de un voluminoso libro levantó los ojos y suspiró. La contemplación del rostro apacible del hombre con el que había realizado aquel viaje le llenó de serena satisfacción. Verle sonreír, en aquella suave duermevela en la que se encontraba, la convertía en la mujer más feliz de la tierra. Con suavidad, se incorporó lentamente y se dispuso a besar a su hombre en los párpados para susurrarle que prácticamente habían llegado a su destino.
Un suave tintineo, el de la cadena que siempre llevaba puesta en su delicado cuello desde aquella noche, me trajo de nuevo al presente. Vi que tenía ante mis ojos el mejor paisaje del que podía haber disfrutado nunca. Sus ojos, color miel, me sonrieron antes de que sus labios deslizaran un suave y amoroso beso sobre mis párpados. El sonido de la lluvia, Amane, me sonreía ahora con la misma dulzura y amor con la que tuve la dicha de despertarme en aquella habitación hace tanto tiempo que lo recuerdo como si hubiese ocurrido esa misma mañana. Suspiré...