Un buen amigo, experto en las tareas de atención al cliente de una importante empresa del sector de las telecomunicaciones tuvo la amabilidad de compartir conmigo una serie de reflexiones sobre el trato adecuado a las personas que se dirigían a su empresa para plantear quejas o reclamaciones. Dado que me pareció de gran interés la charla, transcribo libérrimamente las ideas principales en lo que pudieran tener de valor para todos aquellos interesados en este área de gestión o, simplemente, cualquier ciudadano "sufridor" de los sinsabores múltiples que conlleva tener que dirigirse a cualquier empresa u organización para reclamar sus derechos o quejarse por las características de un servicio o producto. Por tanto, lejos de ser un diálogo, las siguientes líneas me las apropio para volcar aquí todo lo que pude aprender de esta persona.
Cuando un empleado tiene que atender las quejas, reclamaciones o denuncias de cualquier ciudadano, tenga éste razon o no, suele sentirse con cierta frecuencia atacado ya que es, no lo olvidemos, la persona que da la cara y que representa a la corporación que abona su salario a final de mes. Son pocas las personas que, motu propio, gestionan adecuadamente sus quejas con elegancia, diplomacia y cierto estilo. No obstante, como clientes que se han sentido perjudicados por el trato de la empresa o corporación tienen derecho a trasladar su denuncia para que sea tenida en consideración y pueda ser atendida por quien corresponda. Un porcentaje nada despreciable de las personas que trasladan su pesar hacia la empresa lo hacen bajo condiciones de estrés peligrosamente altas. A partir de ahí, la aparición de la cólera, como reacción automática a esa sensación de estrés, es algo prácticamente automático. A todos nos ha pasado alguna vez, y lo reconoceremos si somos honestos, que cuando hemos estado sometidos a ciertas condiciones de tensión o presión, raro es el que no manifestado cabreo, ira o, lo anteriormente dicho, furia colérica. Es absolutamente normal, y así hay que entenderlo, que la frustración personal que siente una persona cuando algo va mal le incite a proyectarla sobre alguien y, en este contexto, tanto da que sea el receptor de la queja culpable o mero transmisor de la misma. El caso es que alguien tendrá que pagar por lo que le ha pasado. Este es el marco que explica, aunque no justifica, que las personas que están en la primera línea de atención a los clientes -frente de guerra o primera línea de fuego- reciban con mayor frecuencia de la que sería deseable las increpaciones, insultos o malos modos verbales de muchos clientes insatisfechos y frustrados.
Llegados a este punto, la cuestión deviene de gran interés para poder aplicar una serie de principios que tienen su origen en la filosofía oriental, en general, y en algunas artes marciales, en particular. Como hablamos de gestionar la cólera ajena, lo realmente complicado, y donde reside la profesionalidad del receptor de la queja, es en el hecho de evitar la confrontación "bélica" -valga el término- con el denunciante. Parece difícil al principio, pero acoger la energía negativa de la otra persona sin permitir que nos avasalle o atropelle y canalizarla en la dirección productiva que, en primer lugar, evite el conflicto innecesario y, en segundo extremo, posibilite la búsqueda de soluciones, es lo más productivo que se puede hacer en estos casos. Los Maestros de Jiu Jitsu y Aikido no asisten a una confrontación rígida que obstaculice y bloquee la fuerza física de sus oponentes. De ser así, podrían perecer en el intento cuando dicha fuerza superase la suya propia. El arte, porque de eso se trata, no reside tanto en oponerse a ella sino en canalizarla adecuadamente. No se oponen frontalmente a dicha energía, sino que "bailan", giran y evolucionan con ella, dejándola pasar para, de este modo, neutralizar dicha cólera evitando el daño propio y ajeno, al tiempo que neutralizan al contrario con el menor gasto posible de energía y evitando daños colaterales innecesarios; todo un ejemplo paradigmático en lo que concierne a la optimización de recursos propios y ajenos.
Aplicando lo referido en el párrafo anterior, surge un nuevo marco de interpretación y gestión del conflicto ya que aparece aquí una perspectiva nueva desde donde enfocar la cólera. Ésta es apartada del lado emocional que, inevitablemente, lleva aparejada y se podrá tratar a los quejosos y coléricos clientes de una manera mucho más objetiva y satisfactoria. En este caso, la aclaración puede ser necesaria y obligada; ser objetivo significa exactamente no dejarse machacar, pisotear o escarnecer, sino involucrarse activamente y sabiendo, como se dice frecuentemente, "torear". Tratar bien a las personas coléricas no incrementa su enojo con relación a su estado inicial. Si, por el contrario, se las trata con rudeza, grosería o zafiedad, lo más normal es que la espiral colérica vaya "in crescendo", llevándonos a unos páramos difíciles de gestionar con el arte de la palabra y la diplomacia.
Lo realmente difícil para el profesional encargado de este cometido es conseguir acotar y delimitar la cólera inicial para transmutarla en un encuentro positivo para todas las partes implicadas. Se trata, seguimos hablando de la cólera, de una energía emocional vigorosa y compacta que, generalmente, se orienta en una dirección opuesta a la que entendemos que deberían dirigirse los clientes. Los buenos profesionales saben cómo ayudar a éstos a controlar tan virulenta energía y canalizarla para que mejoren su estado anímico, al sentirse bien atendidos, e intentar generar soluciones eficaces al conflicto planteado.
Si analizamos con cierto detenimiento esta emoción, podemos apreciar que no se trata de un constructo simple; al contrario, podemos distinguir varias fases o momentos en el desarrollo del mismo. Al principio, el cliente podría encontrarse en un estado de shock en el que no acaba de comprender lo que ha ocurrido y apunta, como medida para salvaguardar sus intereses y autoestima, a la existencia de un error, lógicamente imputable al servicio prestado. Se trata de un momento clave que puede estar inmerso en un escenario de cierta emocionalidad o tensión. Para aliviarla, es absolutamente necesario que prevalezca la apertura y claridad en la información que se le transmite. Es una forma, entre otras cosas, de apelar a la racionalidad para evitar que el conflicto se centre sólo en aspectos emotivos que implican siempre una mayor dificultad de gestión. Por tanto, el buen profesional escuchará atentamente, aislando el contexto de tensión que pudiera existir, y transmitiendo toda aquella información que obre en su poder para "atrapar" la atención del usuario, encauzando productivamente la gestión de su queja. Debe cuidar sus palabras, eso sí, para evitar la creación de falsas expectativas de solución a la queja trasladada. Echar balones fuera o culpar a otros miembros de la corporación puede generar un efecto rebote de funestas consecuencias ya que el cliente se puede sentir, con toda la razón del mundo, maltratado, ignorado y, eventualmente, humillado. En esta fase, que podríamos denominar de imputación de culpa, el que ofrece el servicio o atiende la queja puede fácilmente convertirse en el blanco perfecto para descargar toda la ira acumulada. Consecuentemente, es preferible escuchar a interrumpir por quitarse de en medio al cliente molesto. Ello exige empatía, capacidad de ponerse en el lugar del otro y habilidad para canalizar la energía sin enfrentarse frontalmente a ella.
Si un buen profesional ha salvado esta primera fase crítica, podríamos decir que nos encontramos inmersos en un segundo escenario. Éste, de negociación del enfado o cabreo, representa una meseta donde el cliente, habiendo sido escuchado, suele volver por el sendero de la comprensión y lo que realmente persigue -en la mayoría de los casos- es resolver su queja. Suelen comenzar a calmarse y prevalece en este momento la racionalidad si la comparamos con el primer encuentro. Es ahora cuando el profesional experimentado adquiere una dimensión mucho más activa, centrándose en la búsqueda de soluciones y soslayando, aunque no olvidando, el problema y la queja en sí. Lo que importa en esta coyuntura es avanzar a través del túnel y comenzar a desbrozar el camino, buscando opciones favorables y adecuadas para la persona demandante. Si nos encontramos con un negociador hábil, puede utilizar el humor para rebajar la tensión. Si, por el contrario, no se trata de alguien especialmente diestro o es novato en esta materia, sería mejor evitar las concesiones a determinadas bromas o frivolidades que pudieran ser malinterpretadas y empeorar, aún más, la situación de partida.
Si analizamos con cierto detenimiento esta emoción, podemos apreciar que no se trata de un constructo simple; al contrario, podemos distinguir varias fases o momentos en el desarrollo del mismo. Al principio, el cliente podría encontrarse en un estado de shock en el que no acaba de comprender lo que ha ocurrido y apunta, como medida para salvaguardar sus intereses y autoestima, a la existencia de un error, lógicamente imputable al servicio prestado. Se trata de un momento clave que puede estar inmerso en un escenario de cierta emocionalidad o tensión. Para aliviarla, es absolutamente necesario que prevalezca la apertura y claridad en la información que se le transmite. Es una forma, entre otras cosas, de apelar a la racionalidad para evitar que el conflicto se centre sólo en aspectos emotivos que implican siempre una mayor dificultad de gestión. Por tanto, el buen profesional escuchará atentamente, aislando el contexto de tensión que pudiera existir, y transmitiendo toda aquella información que obre en su poder para "atrapar" la atención del usuario, encauzando productivamente la gestión de su queja. Debe cuidar sus palabras, eso sí, para evitar la creación de falsas expectativas de solución a la queja trasladada. Echar balones fuera o culpar a otros miembros de la corporación puede generar un efecto rebote de funestas consecuencias ya que el cliente se puede sentir, con toda la razón del mundo, maltratado, ignorado y, eventualmente, humillado. En esta fase, que podríamos denominar de imputación de culpa, el que ofrece el servicio o atiende la queja puede fácilmente convertirse en el blanco perfecto para descargar toda la ira acumulada. Consecuentemente, es preferible escuchar a interrumpir por quitarse de en medio al cliente molesto. Ello exige empatía, capacidad de ponerse en el lugar del otro y habilidad para canalizar la energía sin enfrentarse frontalmente a ella.
Si un buen profesional ha salvado esta primera fase crítica, podríamos decir que nos encontramos inmersos en un segundo escenario. Éste, de negociación del enfado o cabreo, representa una meseta donde el cliente, habiendo sido escuchado, suele volver por el sendero de la comprensión y lo que realmente persigue -en la mayoría de los casos- es resolver su queja. Suelen comenzar a calmarse y prevalece en este momento la racionalidad si la comparamos con el primer encuentro. Es ahora cuando el profesional experimentado adquiere una dimensión mucho más activa, centrándose en la búsqueda de soluciones y soslayando, aunque no olvidando, el problema y la queja en sí. Lo que importa en esta coyuntura es avanzar a través del túnel y comenzar a desbrozar el camino, buscando opciones favorables y adecuadas para la persona demandante. Si nos encontramos con un negociador hábil, puede utilizar el humor para rebajar la tensión. Si, por el contrario, no se trata de alguien especialmente diestro o es novato en esta materia, sería mejor evitar las concesiones a determinadas bromas o frivolidades que pudieran ser malinterpretadas y empeorar, aún más, la situación de partida.
Considerado todo lo anteriormente expuesto, esto es, el camino por el que transita la cólera y la energía negativa, podríamos colegir que muchas veces fallamos en la gestión del conflicto porque pretendemos abreviar o saltarnos las fases de "duelo" o negociación por las que pasa necesariamente este constructo y la persona que lo desarrolla. Intentamos solucionar rápidamente, por el motivo que sea, cosas que requieren su tiempo y punto de maduración. Aquí, por más que corramos, no vamos a llegar incólumes a la meta. Las personas que manifiestan una queja o denuncia de manera intensa, con escasísimas excepciones, no suelen adoptar una postura racional hasta que se llega al segundo estadio que hemos expuesto, el de la negociación y aceptación. Como corolario podríamos concluir diciendo que la prisa es mala consejera para este negocio. Hay que dar, simple y llanamente, tiempo a que las personas, clientes o demandantes, expresen sus emociones y expulsen esa energía tóxica que está contaminando la totalidad del mensaje. Lógicamente, siendo válido todo lo anterior, no podemos olvidar que existen profesionales de la queja que, sin tener objetiva ni legalmente razón, son especialistas en la teatralización -valga el "palabro"- de variadas y creativas performances con objeto de timar o engañar a la corporación y sacar buenos réditos de su falsa denuncia o montaje. Habrá que hilar muy fino para detectar a estos personajes, porque haberlos,..., haylos.
"La gestión del conflicto y las quejas desde una perspectiva dinámica o energética; interesantes apreciaciones para sobrevivir."
@WilliamBasker
2 comentarios:
Ya que llevo toda la mañana sin dar palo al agua en mis quehaceres diarios, voy a confesar aquí, públicamente, que este lunes yo fui (cual animal que se os ocurra no domesticado) a comerme a un buen señor que estaba detrás de un mostrador con cara angelical. ¡Pues sí!
Mi pueblo (que no tiene de nada; bueno, unas vistas magníficas a una chorrera) está cerca de una ciudad preciosa (que tiene de todo). Tiene hasta a una amiga mía currando allí, Mónica. Yo tenía que comprar una goma para una olla de esas caras y aunque no me pillaba de paso, desayunar con Mónica era una opción tentadora, con lo cual, me atreví a acercarme al tema “goma de olla”, cosa que estaba dejando hacía ya dos meses.
Por la mañana, mi mujer (una voz en "on" que me acompaña todo el día) me había puesto la cabeza loca con la goma de la olla. ¿Cómo una marca de olla tan carísima podía vender unas gomas de olla tan carísimas y que se desintegraran sin explicación aparente? Y, ¡vamos... ¡Que una goma de olla se desintegre! ¡Es que no hay derecho!
Después del desayuno relajante con mi amiga y camino al lugar de venta en cuestión, fui calentando motores para ponerle las pilas al pobre de turno que tuviera que atenderme. Cuál fue mi sorpresa que al llegar el hombre me escuchó tranquilito, sin pestañear, estupefacto por mi argumentación, con más paciencia que un santo, etc… y me preguntó ¿Qué detergente utiliza usted de lavavajillas? Y yo dije… Pues yo soy de Villaconejo de Arriba y utilizo ese que gana a Villaconejo de Abajo, de toda la vida. He ahí mi error. Resulta que eso era el problema de todos los males de la desintegración de la goma. Es muy fuerte, me dijo. Lava el doble que otros pero tiene la capacidad de desintegrar estas gomas tan sofisticadas, ahora las vendemos de silicona, son un poco más caras pero más duraderas siempre que usted le compre a su mujer (para que no sufran sus manos) y a la goma (para evitar desintegraciones fastidiosas) un lavavajillas P.H neutro. ¿Neutro? Así me quedé yo, neutralizado ante tanto encanto.
Resultado: compré la goma de silicona al doble de p.v.p que la de plástico, el detergente no agresivo y el parking me cobró a la salida “0.35 euros de nada” con subida en ascensor (12”), llegada a la tienda, gestión del problema y vuelta al parking.
Moraleja: Caperucita con sus encantos siempre gana al lobo feroz.
Un saludo.
Hola Juan Antonio,
la verdad que es difícil no tomarse la rabia de los clientes enfadados como algo no personal. A veces no distinguen entre empleado y empresa, te faltan al respeto y hacen daño a nivel personal. Eso genera mucho estrés emocional.
Hace unos meses hice una pequeña mención a este tema en mi blog. Dejo el link y, si entras, puedes ir directamente al párrafo de "clientes enfadados":
http://anecdotasdesecretarias.blogspot.com.es/2015/01/trabajando-en-la-verduleria.html
Un beso
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