Partiendo de la premisa de que la vida, la nuestra y la de las organizaciones, no responde a un patrón dicotómico simple e inocente sino, antes bien, a una gama difusa de claroscuros que se difuminan o intensifican dependenciendo de muchos parámetros, es cierto que todos conocemos a buenos y malos jefes. Ni los buenos son perfectos ni los malos son "pa matarlos", pero podríamos ubicar sin especial dificultad en una escala el buen y mal ejercicio del liderazgo. No hay que realizar, como tantas veces hemos comentado, un máster o curso especializado para intuir y visualizar las cualidades de los mejores y, cómo no, peores en el ejercicio del mando. Por tanto, recojo aquí -empecemos por el lado más grato, que lo hay- el perfil de una persona con la que he tenido la suerte de compartir experiencias laborales durante una buena temporada. Su modestia y mi prudencia me impiden, como es la línea editorial de este blog, hacer mención expresa a su nombre. Le llamaremos Jaime; lo que importa es el contenido.
Mi amigo Jaime ha desarrollado una larga experiencia de trabajo en la administración. Ha tenido la suerte, eso dice él y yo le creo, de pasar por diversos puestos donde ha podido adquirir la experiencia necesaria para mejorar su intervención y desempeño en ulteriores destinos. Ese afán de superación personal no es, lamentablemente, demasiado común ya que he conocido a otros tantos cuya capacidad vegetativa rivaliza con la de una palmera e, incluso, le gana en cuanto a parálisis e inmobilidad. Persona discreta y prudente, evitaba siempre que le comparasen con otros. No lo hacía porque le tuviese miedo a las comparaciones, estoy seguro que hubiese salido ganando por goleada en muchos casos, sino porque partía del convencimiento íntimo de que no lo necesitaba. A todos nos gusta que nos comparen con otros siempre y cuando, claro está, salgamos ganando en el cotejo. Eso es algo consustancial a la vida de los seres humanos. Hasta ahí, todo normal. El problema surge cuando nuestra autoestima es deficiente y necesitamos de manera reiterada buscar referentes externos que nos marquen los resultados alcanzados y dimensionen la magnitud de nuestro ego. Nos importa en exceso la opinión que los demás tengan de nosotros hasta el punto que cualquier crítica, por nimia e insignificante que pueda ser una vez contextualizada, adquiere unas dimensiones bíblicas y provoca un tsunami devastador en nuestra persona. A veces, aunque no siempre, la reacción del "agraviado" por la crítica resulta extremadamente cruenta y desproporcionada; pero ese es otro cantar y no quiero desviarme del tema que nos ocupa en estos momentos.
Jaime comentaba con relación a las críticas, porque las tenía como cualquier persona con responsabilidades, que no debías tomártelas como un tema personal, como algo que te rechazara a ti como sujeto. Aclaraba que había siempre varias explicaciones posibles para interpretar esas apreciaciones críticas. No había que descartar, por ejemplo, que el demandante lanzara sus dardos porque estaba dañado y dolido con algo que, vete tú a saber cómo, representabas. Era su propio dolor y combate interior el que te agredían. Por tanto, había que saber contextualizar y ponderar todas las explicaciones posibles. Como podrán ver, Jaime era un tipo "grande". A cualquier hijo de vecino los ataques que aguantaba estoicamente mi amigo le habrían provocado una reacción agresiva en justa reciprocidad al impacto producido por el emisor de la crítica. Era un verdadero artista en la gestión de la queja y del conflicto, consiguiendo que la energía negativa que le proyectaban nunca impactase frontalmente, ya que era reconducida y difuminada con objeto de poder manejarla y extraer el núcleo objetivo y tangible de la misma.
Relacionado con lo que hemos comentado hasta el momento, pero con ciertos matices que quisiera resaltar, era su capacidad para no asumir el papel de doliente, de víctima. Decía Jaime que cada persona ha de ser capaz tanto de controlar sus pensamientos como las emociones que generan. Uno decide, en cada momento, qué hacer o atender, qué decir, qué pensar, qué juzgar... Si, en vez de asumir lo que él decía, hacemos todo lo contrario, esto es, que siempre actuamos reactivamente a demandas del exterior, nos volvemos absolutamente frágiles, como marionetas que carecen de vida propia y para que puedan mover sus anquilosados miembros tienen que depender de la fuerza externa de terceros que nos provocan y manipulan para que dancemos como esclavos, obedeciendo ciegamente su voluntad o capricho. Consecuentemente, decía, supone un craso error entregar la llave de tus sentimientos a los demás ya que podrán manipularte y, a veces, lo harán sin misericordia alguna, por espurios e ilegítimos intereses. No podemos convertirnos en títeres de auténticos desalmados y hay que evitar a toda costa que nos lastimen a menos que, llegado el caso, cedamos esa parte de nuestra soberaría y le otorguemos permiso para poder hacerlo. Para complementar esto que se ha dicho y siempre con el máximo respeto, Jaime comentaba que sería un error esperar algo de los demás, en el sentido de estar pendientes de que nos tengan que dar u ofrecer algo. Por tanto, él no esperaba nada de nadie. Pero lo trasladaba sin agresividad y explicándolo debidamente. Su tesis a este respecto venía a ser que si esperamos y confiamos todas nuestras expectativas -sobre el tema o asunto que fuere- en manos de otras personas, es altamente probable que el fruto que nos devuelva esa operación sea frustrante. Y será así porque un día nos responderán o atenderán mejor y otro día, sin que esté en el ámbito de nuestra voluntad o círculo de influencia la posibilidad de cambiarlo, lo harán peor; y eso nos podría generar zozobra interior y, eventualmente, hacernos mucho daño. La voluntad del ser humano, sus emociones y la esfera de los afectos es algo sumamente mutable donde no siempre las respuesta y acciones obedecen a la lógica de la reciprocidad ni del sentido común.
Tenía también muy claro mi amigo que las personas no cambian porque tengamos intención de hacerlas cambiar. Por tanto, malgastar energía, fuerza e ilusión en provocar cambios en la manera de ser de terceros es algo que, a buen seguro, nos generará muchísima frustración. Sólo cambia, sentenciaba, aquel que quiere cambiar; aquel que ha decidido que es el momento de adoptar otra línea de acción, ni más ni menos. Paradógicamente, cuando nuestra intención no es cambiar a los demás se producen, en muchos casos, mutaciones significativas en su manera de ser y relacionarse. Por tanto, no debemos caer en la trampa de ceder con la esperanza de que otros cambien al ver nuestra actitud. Por eso mismo, decir "sí" a todo lo que se nos pida puede ser tan malo como lo contrario. Nuestros legítimos intereses deberían de ser preservados en cualquier interacción y cuando tengamos que decir "no" a cualquier cosa que atenta contra los mismos, debemos hacerlo. Lógicamente, habrá que cuidar las formas cuando uno responda negativamente a cualquier petición o invitación desmedida y, lo más importante, no hay que decir "sí", por miedo, búsqueda de aceptación u otra razón, cuando nuestro corazón y cerebro tengan claro que lo mejor es pronunciar la palabra "no".
Como habrán podido apreciar si han llegado hasta aquí, he trazado varias pinceladas del caracter de un maestro en el ámbito de las relaciones humanas. Afortunadamente, aún sigue trabajando y sus colaboradores pueden disfrutar de su buen talante y de su sentido de la justicia.
"Algunos aspectos esenciales que caracterizan a las personas que triunfan cuando ejercen la dirección o el liderazgo."
@WilliamBasker
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