Ustedes me van a perdonar, en primer lugar, por lo irreverente del título. He intentado reflejar de manera resumida, ni más ni menos, lo que consigo abstraer a partir de lo que estoy escribiendo en el diario. En efecto, mi terapeuta me ha pedido expresamente que ponga título a cada una de las entradas. Justifica tal mandato imperativo basándose en el hecho indubitable, al menos para ella, de que la reestructuración cognitiva que se está produciendo dentro de mi mente como resultado de la terapia que estamos llevando a cabo se nutre, consolida y beneficia de mi descollante capacidad para sintetizar en breves frases o expresiones el pensamiento más complejo y desarrollado que produzco en cada momento. Por tanto, aunque me salga una burrada infumable, tengo licencia terapéutica para trasladarles sucintamente, en titulares, la sarta de pensamientos dispersos que me asaltan cuando me siento a escribir. ¡Cuanto daño ha hecho Twitter y su artificial, forzado y tiránico corsé de los ciento cuarenta caracteres a la florida expresión de las ensoñaciones y desvelos de los vates amateurs como el que se expresa de esta guisa! (Creo que me he "colao" en esta última frase y he metido más caracteres de la cuenta). Bueno, prosigamos...
El caso es que pretendo hablarles de la CALIDAD, así con mayúsculas, y les voy a explicar a continuación el motivo de tal disertación. Me dedicaba yo en nuestra empresa a los menesteres propios del control fitosanitario de los productos que adquiríamos a nuestros proveedores, los agricultores de la comarca. Como bien sabrán, de no ser así les hago un somero y didáctico resumen, en la producción agrícola es ciertamente necesario utilizar determinada cantidad de algunas sustancias, plaguicidas, con objeto de evitar el daño que insectos, ácaros, roedores, hongos, malas hierbas, bacterias y otros "bichos" diversos pueden hacerles a los maravillosos productos que pasan por nuestras manos y, en última instancia, exportamos. Por tanto, dedicaba gran parte de mi tiempo en la empresa al control inicial del género cuando entraba por nuestras puertas y, posteriormente, a supervisar los niveles adecuados de estos productos -venénos útiles, les llamábamos- durante el almacenamiento, transporte y distribución de la mercancía. No me sobraban demasiadas horas a la semana ya que compartía esta labor supervisora con el adiestramiento laboral de dos becarias que me había endilgado mi jefe en las últimas semanas. Se trataba de dos chicas majísimas, aunque poco habituadas a las labores industriales, por lo que no podía despistarme demasiado tiempo ni dejar de echarles un ojo en cada faena que les encomendaba, so pena de tener que rehacer muchas de las cosas que les había encargado. En cualquier caso, he de trasladarles que su disposición para aprender cosas nuevas era inmejorable.
El caso es que pretendo hablarles de la CALIDAD, así con mayúsculas, y les voy a explicar a continuación el motivo de tal disertación. Me dedicaba yo en nuestra empresa a los menesteres propios del control fitosanitario de los productos que adquiríamos a nuestros proveedores, los agricultores de la comarca. Como bien sabrán, de no ser así les hago un somero y didáctico resumen, en la producción agrícola es ciertamente necesario utilizar determinada cantidad de algunas sustancias, plaguicidas, con objeto de evitar el daño que insectos, ácaros, roedores, hongos, malas hierbas, bacterias y otros "bichos" diversos pueden hacerles a los maravillosos productos que pasan por nuestras manos y, en última instancia, exportamos. Por tanto, dedicaba gran parte de mi tiempo en la empresa al control inicial del género cuando entraba por nuestras puertas y, posteriormente, a supervisar los niveles adecuados de estos productos -venénos útiles, les llamábamos- durante el almacenamiento, transporte y distribución de la mercancía. No me sobraban demasiadas horas a la semana ya que compartía esta labor supervisora con el adiestramiento laboral de dos becarias que me había endilgado mi jefe en las últimas semanas. Se trataba de dos chicas majísimas, aunque poco habituadas a las labores industriales, por lo que no podía despistarme demasiado tiempo ni dejar de echarles un ojo en cada faena que les encomendaba, so pena de tener que rehacer muchas de las cosas que les había encargado. En cualquier caso, he de trasladarles que su disposición para aprender cosas nuevas era inmejorable.
En este atareado contexto, no imaginan qué pamplina se le ocurrió a nuestro querido amigo el administrador. Pues bien, consiguió convencer al jefe supremo -Cándido- de que nuestra empresa, a tenor de las conclusiones de un pormenorizado y minucioso estudio que había encargado a un consultor externo, mostraba alarmantes niveles de obsolescencia en el ámbito de gestión de la calidad. Habiéndose formado nuestro querido amigo en una lejana e innombrable universidad (Melbourne -Australia-, explicitaba el ostentoso título que colgaba en su despacho), se había nutrido en las antípodas de las excelencias más actuales y rumbosas que arrasaban en el ámbito de la gestión de la calidad; "calidad total", la llamaba. Por tanto, se empecinó obsesivamente en la tarea de modificar nuestra manera de gestionar los procesos, en general, y en la de meterme su cochambroso dedo en el ojo, en particular. Según su peculiar interpretación del famoso informe de la consultoría externa, mi área de gestión (de esta guisa se refería a mi humilde trabajo) evidenciaba pasmosos e intolerables niveles de indolencia y desaliño (no sabía yo que existiera esa palabra en Inglés, mire usted por donde) por lo que era preciso y urgente acometer los cambios que fuesen necesarios para optimizar los procesos y recuperar la competitividad que estábamos perdiendo con relación a otras empresas del sector. Anodadado me quedé tras escuchar tamaña verborrea que me colocaba, sin paliativos ni posibilidad de amnistía, en los siempre procelosos límites del ilícito penal, mercantil y administrativo.
Ni corto ni perezoso, tras obtener el preceptivo y protocolario visto bueno del inútil de Cándido, diseñó una estrategia de intervención absolutamente novedosa, al menos por estos lares. Preparó un breve memorandum, que distribuyó entre toda la plantilla, donde se nos impelía a manifestar nuestra máxima receptividad a la prodigiosa y mágica receta que nos haría salir del marasmo organizativo; todo ello según su particular versión del desarrollo corporativo, claro está.
Manolo y un servidor, como podrán intuir, analizamos detalladamente el breve informe que nos remitió y llegamos a la conclusión de que nuestro particular psicópata se dedicaba, una vez más, a las labores de pirómano-bombero que tan cuantiosos réditos personales le habían reportado en el pasado ante el iluso de Cándido. Partía de un análisis parcial, chapucero y absolutamente simple que dejaba a la altura del betún nuestro trabajo hasta ese momento. Él, claro está, supremo hacedor y divinidad de la gestión empresarial postmoderna, se proponía remediar las supuestas tropelías en las que estábamos inmersos a través de la aplicación rigurosa de un programa de gestión de calidad inspirado en la figura geométrica del círculo. Por tanto, se declaraban oficialmente instaurados los afamados y efectivos "círculos de calidad" en nuestra pequeña empresa, sin anestesia ni complejos.
Manolo, del que ya les he hablado con anterioridad, me trasladó que lo mejor en estos momentos era evitar el enfrentamiento directo con el psicópata -es lo que estaba buscando, entre otras cosas- e ir viendo con el paso de los días por dónde discurrían los derroteros de esta novedosa iniciativa empresarial. A decir verdad, y valga esto en nuestro descargo, nadie creía en su propia infalibilidad y todos éramos conscientes de que nuestro trabajo podría ser mejorado. De hecho, de manera continua nos dedicábamos a ofrecer un mejor servicio tras analizar los fallos y mejorar los procedimientos a los que estábamos habituados. Lo que nuestro administrador quería era, para que nos entendamos, destrozar la credibilidad e imagen profesional de todos los que estábamos allí para que luego, cuando decidiera encargar un nuevo informe externo análogamente amañado al precedente, se pudiesen atribuir las leves mejoras que pudieran conseguirse con los cambios a su particular y maravillosa manera de gestionarlo todo. El "truco del almendruco", en versión calidad-total; o, incendiar la casa para luego lucirse apagándola y colgarse todas las medallas y méritos habidos y por haber.
No tengo nada que objetar con relación al hecho de que todos debemos intentar mejorar, con independencia de que bauticemos al niño como calidad, mejora o crecimiento. Lo que realmente me cabrea es la sarta de barbaridades que se disparan invocando la novedosa religión de la calidad. Si, continuó Manolo, te niegas a mejorar o participar cuando se implora la misma, eres un rebelde o hereje que sólo merece el ostracismo. Lo único que admiten los sacerdotes de este nuevo culto es la presencia de acólitos absolutamente acríticos que bendigan con su aquiescencia la adoración del sagrado misterio que se les ofrece. Me recuerda toda este entramado a la eterna búsqueda del Santo Grial que tanto juego prestó a la literatura medieval. En pos del mismo se retrataron los famosos caballeros artúricos, los de la mesa redonda, y se articuló toda una saga narrativa que justificaba las acciones caballerescas de tan esforzados jinetes en aras de la búsqueda del sagrado cáliz. La teología moderna de la calidad, concluyó su análisis, se parece más a una secta que a un verdadero procedimiento para mejorar lo que haya que cambiar. Pasmado me quedé ante la originalidad del análisis de mi amigo.
Tras la disertación anterior, prosigo con el desarrollo particular del dogma en mi empresa y lo que afectó a mis labores habituales. Como ya les he dicho, el malvado psicópata me tenía en su punto de mira. Por tanto, eligió para formar el primer círculo de marras mi ámbito de gestión. Allí nos constituimos el que les habla, las dos becarias -pobrecitas mías- y Pascual, el auxiliar que me echaba una mano en la gestión de los fitosanitarios, en el círculo de calidad "FitoQuality"; manda huevos. Ni más ni menos que un grupo formado por todas aquellas personas que desarrollábamos nuestra actividad en un mismo área o segmento de la empresa. Siguiendo los mandamientos del programa de calidad, todos fuimos rebautizados como clientes internos de nuestra empresa. Aunque a mí empezaba a cabrearme tanto marear la perdiz, Pascual mostró a partir de ese momento una beatífica y sempiterna sonrisa, harto satisfecho de su inesperado ascenso en el escalafón. No conseguí, torpe de mí, convencerle de que el nuevo nominalismo laboral ni le había subido el sueldo ni le otorgaba ninguna subida profesional; lo dejé por imposible. Las dos becarias se aplicaron compulsivamente a la exultante labor de tomar apuntes de la exégesis del psicópata, la mañana en la que nos acorraló en la antesala de su despacho, sentados ante una nueva mesa circular que había encargado ex profeso para dar mayor empaque y credibilidad a sus recientes novedades laborales. El caso es que predicó el muchacho sin aparentar desgana sobre todo aquello que, hasta el momento, no había sido capaz de cumplir en el desarrollo de sus labores. Colaboración, entrega, crítica constructiva y mejora continua fueron algunas de las expresiones o vocablos de la nueva doctrina que el oficiante nos pretendía inocular en nuestras obtusas, desmañadas y desfasadas mentes corporativas. Por contra, su quehacer cotidiano en nuestro entorno de trabajo se había caracterizado por las zancadillas rastreras, navajazos riñoneros y uso sistemático de la difamación como útiles herramientas para ocupar el terreno día a día y desacreditar al resto de los mortales.
Sé que puedo parecerles un retrógrado prehomínido cuando hablo en estos términos de un proceso, al menos en teoría, beneficioso para la marcha de nuestra empresa. Nada más lejos de lo anterior; lo juro por mi madre. Ni me ubicaba en un extremismo antisistema ni era refractario a la mejora. Lo que realmente me llegaba a exasperar era el uso infame y absolutamente oportunista de unas tesis, bienintencionadas sin lugar a dudas en su origen, por parte de aquel personaje, cuyo mayor interés se afanaba más en lo personal que en lo colectivo; cuyos desvelos se encontraban más cerca de las estratagemas para el espolio y mangoneo de todos los recursos disponibles que del necesario bien común de todos los que trabajábamos en la empresa.
Siguiendo los consejos de mi buen amigo Manolo, actué con parsimonia y siguiendo una estrategia adaptada al nuevo contexto bélico. En apariencia, me convertí en un acicalado converso del nuevo dogma pero mi interior, si bien se conjuró para seguir mejorando cada día un poco más que el anterior, estuvo más pendiente de progresar en el desempeño de mis funciones que de cubrir con ridículas cruces los innumerables y aburridos estadillos que el seguimiento del nuevo orden exigía al final de cada jornada laboral. Podríamos decir que me convertí en un mercenario profesional; entregué mi cuerpo, en apariencia, pero mi alma sobrevoló libérrimamente los oscuros y amenazantes cumulo-nimbos que sobrevolaban por la empresa. Ya vendrían tiempos mejores y la inteligencia emocional, según palabras de Manolo, que comenzaba a desarrollarse en mi interior fue capaz de sobrevivir a los nuevos tiempos fortaleciendo, que no minando, mis ganas de seguir adelante y de disfrutar con mi trabajo. Seguro que mi terapeuta, cuando se lo cuente, se sentirá profundamente orgullosa de esta nueva aproximación personal a la gestión de mis conflictos interiores; sin lugar a dudas, una gestión de alta y acreditada calidad psicoemocional...
Continuará...
"Oscuros e ilegítimos personajes que se revisten de los nuevos ropajes dogmáticos con la intención de seguir haciendo lo de siempre. Mutatis mutandis."
@WilliamBasker
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