Vengarse de alguien es algo que todos hemos podido anhelar en algún momento de nuestras vidas. Es un sentimiento natural que, a mi modo de ver, no debería de atormentarnos. No es esta una reflexión que zahiera ni maltrate a nadie por mostrar su humanidad.
Ahora bien, la naturaleza de la venganza exige que permanezcamos en tensión para que no perezca el impulso que la generó. Si llegase a cicatrizar la herida, careceríamos de la fuerza necesaria para intentar infligir el daño que nos causó alguien. Esta es, a mi modo de ver, la esencia de la cuestión. No permitimos que cicatrice algo porque anhelamos, más que nada en el mundo, devolver con la misma moneda el daño recibido.
Toda tensión no resuelta, física o psicológica, termina por hacernos daño. No es esta reflexión una invocación a la venganza, sino todo lo contrario. La venganza es primaria, telúrica, animal y absolutamente comprensible. Pero... no es una buena compañera de viaje. Nos mata lentamente y exige un alto precio. Cuando nos acostumbramos a recurrir a ella como remedio para aliviar tensiones, dejamos abiertas heridas que terminarán por hacernos perecer. Como unos vasos comunicantes, nos convertiremos en seres vengativos, pueriles y simplones y no podremos evolucionar. Además, ofreceremos un blanco fácil, una receta de cocina, para aquellos que realmente quieran hacernos daño, ya que la reacción vengativa es primaria y altamente previsible.
Dicen que "no hay mayor desprecio que no hacer aprecio". Elaboremos ese sentimiento que puede terminar por machacarnos y permitamos que la tensión que nos acongoja se libere de manera razonable, aliviándonos y cerrando la herida. Así, evolucionaremos y podremos tener la claridad de mente necesaria para evitar en el futuro situaciones como las que propiciaron o provocaron ese daño.
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