Releyó
por última vez aquellos trazos irregulares de tinta desvaída que
había transcrito en las
primeras páginas de su cuaderno, ajado por el uso. Hacía
ya demasiados años, no
recordaba exactamente
cuándo.
Sus anotaciones, a lo largo de su vida, habían
devorado
paulatinamente aquel bonito ejemplar, adquirido una lluviosa
tarde otoñal en
París. La
recordaba como si le hubiese pasado hace unos días. Para protegerse
del feroz aguacero, se introdujo en el primer establecimiento que
encontró a su paso en la búsqueda desesperada de cobijo. Aquella
vieja librería mostraba en un pequeño estante una rica variedad de
cuadernos y plumas de los que se enamoró al instante. A pesar de que
llevaba empapado el traje, se dirigió al dependiente que lo
observaba perspicaz tras unas pequeñas gafas de concha. Sacó un
arrugado billete del bolsillo e hizo que le preparase un paquete con
varios de aquellos cuadernos. Le habían acompañado desde entonces.
Volviendo al presente, deslizó
suavemente su sarmentoso dedo sobre aquellos caracteres al tiempo que
susurraba lentamente uno de los mantras que habían guiado su
procelosa existencia.
“Para todos los males, hay dos remedios: el tiempo y el silencio.”
Paladeó el exánime sonido que sus labios pronunciaron.
El
silencio, pauta obligada en su delicado oficio, se había convertido
en su fiel aliado. Lejos de aquellos remordimientos de juventud, que
le impelían a contarle a cualquier colega los desmanes que hubo de
cometer para sobrevivir, hacía mucho tiempo que se había
reconciliado con la prudencia. Por otra parte, el tiempo había
terminado por soterrar muchas de las cicatrices de su espíritu,
incluso aquéllas que estuvieron a punto de hacerle cometer alguna
tropelía. Dumas tenía razón cuando escribió esa frase y, sin
saberlo, había sido su secreto confidente y leal compañero de
viaje.
Cerró
el cuaderno y se deleitó contemplando la fotografía una vez más,
posiblemente la última. Aquel recuerdo, inmortalizado en la imagen
sepia que le había acompañado, muda y cómplice, durante las
últimas décadas, sería lo último que sus gastadas pupilas
contemplarían. Era su homenaje postrero a un tiempo que prefiguraba
todo lo que había llegado a ser en su vida. No representaba un
final rastrero para lo que había sido su azarosa biografía. Algunos
colegas suyos no habían disfrutado de una despedida tan apacible y
discreta. Por tanto, a fin de cuentas, se podía considerar un hombre
afortunado.
Aspiró
con delectación el áspero aroma que emanaba de la taza humeante que
cobijaba entre sus manos. Para conseguir el resultado esperado había
tenido que vaciar completamente la botella de elixir que guardaba
celosamente en su armario en previsión de que su uso fuese necesario
algún día. Ahora lo era. Las
infusiones, desde su temprana juventud, fueron su perdición.
Paradógicamente, esta última sería su salvación. Todo menos
aguantar la molesta e indecorosa agonía que le aguardaba sin
remisión alguna. Las olía y saboreaba con esmero y cariño. No
había viaje del que volviese con las manos vacías. Siempre había
un hueco en su pequeña bolsa para un paquete que contenía la más
rara de las hierbas del lugar; algunas fragantes y con propiedades
balsámicas, otras con sabores imposibles e inexplicables.
Amante
de la escenografía hasta el final, se recostó plácidamente sobre
la deslucida alfombra oriental que presidía su pequeño salón,
recuerdo de uno de sus primeros viajes al continente asiático. Lenta
y ceremoniosamente, se acercó la taza a sus labios y sorbió sin
premura el tibio elixir aromatizado que le permitiría alcanzar la
liberación. La imagen de la foto le devolvió una mirada cómplice
mientras que, mansa y apaciblemente, se fue quedando dormido.
11 comentarios:
Interesante y conciso relato que se circunscribe al recuerdo de algo inmortal, que todos llevamos muy dentro. Gracias por compartir tan bien elaborado escrito.
Hoy estoy algo melancólica y este relato me ha sacado de mi sopor. Después de una vida llena de recuerdos, aromas y sabores, ¡quién pudiera llevárselos consigo!
Gracias por compartir esta joya. Un abrazo.
Gracias a ti, Eva, por la paciencia para leer lo que publico, jeje. Un abrazo y que pases una buena tarde. ;-)
Hola. Me encanta este mirco y me preguntaba si te gustaría que lo publicáramos en nuestra asociación. vendría con un enlace a tu blog. La hemos creado para extender ramas hacia otros autores, compartir escritos y enriquecernos juntos. http://asociacionelarteerestu.blogspot.com.es/ ¿Te apetece?
Gracias, Gema. Hablamos. Te he mandado mensaje. Saludos.
Un relato que he vuelto a leer con gran placer Juantobe, me ha gustado mucho.
Una muerte que muchos desearían para ellos, me apunto, muy bien escrito y fácil de leer.
Un gran trabajo.
Un saludo cordial.
Amigo Bénjamin J.Green, gracias por tus reflexiones. Me alegra muchísimo saber que el micro te ha evocado todas esas cosas y que te ha gustado. Saludos cordiales y buen domingo. Juan Antonio.
Me encanta: el texto tan cuidado, la elegancia con la que escribes, la riqueza de tu vocabulario y la historia que cuentas. Siempre me quedo con las ganas de saber más, de seguir con la lectura.Como siempre te felicito y te agradezco estas perlas que me gustan tanto.
Un abrazo.
Muchísimas gracias, Mamen, por tan bonitas palabras. Aunque me abruman, no dejan de congratularme. Me alegro que te haya gustado esta historia. Un fuerte abrazo.
Amigo Juan pensé que te había comentado ya aquí, pero debió ser en alguna comunidad.
El sepia un color especial en el que a través de una película antigua nos muestras perfectamente el deambular en el recorrido de una vida.. Nuestros eternos recuerdos y nuestras vivencias que sin duda nos marcan continuamente.
Me gusto mucho tu relato..
Muchísimas gracias, Maríjose. El sepia es un color muy evocador. Me alegra saber que mis letras han podido transpirar el alma del personaje. Gracias por tus palabras. Abrazos.
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