12 mayo 2015

Lejos de cualquier lugar y cerca de ninguna parte (4).

Lejos de cualquier lugar y cerca de ninguna parte. Reflexiones canallas y desesperadas.
Relato (4ª y última parte)


El susurro de las olas le acompañaba mientras permanecía tumbado sobre la arena, encima de su pequeña toalla. Había apagado el móvil para disfrutar apaciblemente de ese rato al que se estaba acostumbrando, dos o tres veces por semana, y no pensaba renunciar a ese espacio de tiempo por nada del mundo. Decididamente, había cambiado de manera radical su relación con el dichoso artefacto sin necesidad de adoptar posturas maximalistas, como quemarlo, tirarlo desde la azotea del edificio o meterlo en una olla hirviendo. Por el contrario, poco a poco, consiguió reconstruir su "modus vivendi" a este respecto y podía decir que el teléfono había llegado a ser una valiosa herramienta que él utilizaba, que estaba a su servicio, y no a la inversa. Recuperar la soberanía en esa engorrosa parcela, como en muchas otras de su vida, le costó un denodado esfuerzo, ya que erradicar determinados hábitos sepultados en los oscuros recovecos de su atormentada psique no fue cosa fácil ni inmediata. Aún así, el relativo éxito obtenido a las pocas semanas de tomar esa determinación le animó para seguir avanzando en la recuperación del territorio que había perdido o le habían arrebatado, que para el caso es lo mismo. Ese pequeño logro, una nueva muesca en su revólver, abrió definitivamente la espita para poder alcanzar otros más importantes.


Poder disfrutar del mar y la playa en pleno mes de mayo se le antojaba lo más cercano al paraíso que había estado nunca. Antes de aquel cambio radical en su vida, no recordaba un solo año en el que pudiese descansar o irse de vacaciones más de una semana seguida. No es que se lo impidiese su trabajo en la empresa, que también, se trataba de algo más. Había llegado a interiorizar un desagradable sentimiento de culpa las contadas veces en que era consciente que no estaba produciendo, que alguna de sus actividades o pensamientos no estaban directamente relacionados con su objetivo prioritario y vital: ascender y lograr el reconocimiento que merecía por su esfuerzo y valía. Eso le generaba, como mínimo, una potente descarga de adrenalina y podía llegar a sentir la benéfica droga circulando velozmente por sus venas y arterias. Era un líder nato y había conseguido conciliar su potente carga genética, eso pensaba, con un duro adiestramiento que le había permitido escalar sin ninguna dificultad todos los peldaños de la empinada escalera que había comenzado a subir hacía más de dos décadas.

Día apacible, con una ligera brisa de poniente y el sol radiante en lo alto. ¿Qué más se podía pedir? Sin lugar a dudas, casi nada más. Perezosamente, se dio la vuelta para sentir el calor del sol en sus párpados. Enseguida se tornaron tibios y se deleitó, sin prisas, en sentirlos. Escuchaba periódicamente el áspero graznido de algunas gaviotas que revoloteaban por la orilla. Una vez, incluso, recuerda divertido que una de ellas, intrépida, le arrebató de las manos el bocadillo que comía distraídamente mientras contemplaba el eterno devenir de las olas. Aunque se llevó un buen susto, seguidamente comenzó a reír a carcajadas ante tal ocurrencia etológica. Definitivamente, la desvergüenza había llegado incluso a las aves, descendiendo muchos peldaños en la escala zoológica. Se sorprendió a sí mismo ante tal ataque de risa que le salió de las vísceras. Hacía mucho tiempo que no reía con tantas ganas. Incluso, llegó a llorar mientras lo hacía. A partir de ese día, recordaba, cuando se escapaba un rato a la playa, no olvidaba meter en su bolsa de mano unos trozos de pan duro que eran atrapados al vuelo por las asilvestradas gaviotas cuando se percataban de su presencia. Parecía un adiestrador y eso le divertía sobremanera.


Mudarse hace más de un año a esta pequeña localidad había sido una espléndida decisión; cada día lo tenía más claro. No le quita mérito el hecho de que fue una resolución obligada, cuando llegó el momento adecuado, pero podía haber elegido otras opciones. Y lo hizo. A decir verdad, se planteó diversas alternativas entonces, decantándose finalmente por el mar y la luz de aquella maravillosa costa. Ciertamente, no olvidaba que iba a trabajar y a emprender una nueva vida, pero su mente comenzaba a restañar heridas sangrantes y uno de los bálsamos que fue descubriendo paulatinamente era la posibilidad de combinar su trabajo con el disfrute de otros placeres, no necesariamente más caros ni exclusivos. Estaba harto del esnobismo insustancial en el que había estado envuelto y le asqueaba, aunque no se arrepentía de todo, gran parte del marco de referencia en el que había vivido hasta hacía dos años. Desde que lo tuvo claro, pocas semanas después de aquel amanecer, comenzó a disponer adecuadamente todas las piezas del puzle que terminaron por encajar seis meses después; hace año y medio. A medida que su mente comenzaba a clarificar toda la pesada bruma que le rodeaba comenzó a experimentar un alivio gradual, no explicable en términos externos o imputables a una mayor ingesta de medicación; es más, comenzó a reducirla paulatinamente.  Podríamos decir que su restablecimiento siguió una progresión directa con respecto a liberarse de las ataduras que lo mantenían firmemente anclado a su existencia. Se desprendió paulatinamente de todo aquello que había podido definir como amenaza a su integridad, física y mental. Esas cadenas fueron rompiéndose, aunque algunas se resistieron hasta el final. A veces le cuesta explicarse cómo consiguió desatar esos gruesos nudos ya que, en un principio, ni por sí mismo ni con ayuda externa pudo trazar una carta náutica decente que le permitiese trazar la adecuada derrota para arribar a buen puerto. Más de una vez, durante aquellos fatídicos meses, el proceloso mar por el que navegaba estuvo a punto de engullirlo y arrojarlo a las simas más oscuras y profundas. 

La soledad, que hasta hace relativamente poco tiempo era un suplicio a evitar a toda costa, se había convertido en su fiel aliada, en una compañera apacible y honesta con la que compartía ratos maravillosos. En esos momentos, sin prisas y con todo el sosiego del que era capaz, repasaba mentalmente toda su biografía y analizaba con calma la vorágine en la que su vida se convirtió, hasta caer en barrena a velocidad de vértigo. Dialogaba consigo mismo y encontraba la paz que nunca había tenido. Esa sensación era nueva y absolutamente gratificante. Antes, evitaba a toda costa tener un minuto de silencio interior ya que sus fantasmas no paraban de atemorizarle y empujarle, en una carrera frenética, hacia ningún sitio; hacia adelante y sin tener un minuto para reflexionar. ¡No había tiempo! Esos fantasmas, es una forma de hablar, no habían desaparecido completamente. Aún así, se había reducido de manera considerable su magnitud e importancia, representando sólo una ínfima parte del territorio de su conciencia que dominaron durante gran parte de su vida. Sin realizar ningún esfuerzo especial y como si fuese ayer mismo, evocaba con frecuencia aquel amanecer. Habían transcurrido dos años desde aquel día, pero algo hubo de ocurrirle en su mente, en su cerebro, en sus células... para que recordase cada instante, cada segundo que vivió al disponerse a comenzar aquella nueva jornada. 

Cartografiaba mentalmente en silencio, mientras disfrutaba de ese rato de descanso, cada uno de los pasos que dio aquella lejana mañana y los días ulteriores. Aunque no lo sabía a ciencia cierta, en aquel momento todavía le quedaban muchas noches de insomnio y llanto desconsolado. Noches en vela, rodeado de un silencio desapacible que parecía cobrar aliento vital y le afeaba constantemente su miserable estado. Ni por asomo su mejoría, si en esos precisos términos podemos hablar ahora, fue producto de un efecto mágico que modificara abruptamente su química cerebral hasta el punto de poder seguir actuando y desenvolviéndose como había hecho hasta ese momento. Es más, a poco que se reflexione sobre ello, si la mejora en su estado anímico hubiese sobrevenido rápidamente, con celeridad, muy posiblemente hubiese reiniciado el eterno ciclo en el que no había dejado de moverse durante toda su vida. La noria en la que estaba montado, como cualquier adicción que se precie, ejercía un papel apasionado, fascinante y seductor. Se resistía, una vez que había cobrado su presa, a abandonarla. Bastante había invertido en lograr esa adquisición. No es tan fácil encontrar a un descerebrado, por muy inteligente que sea, por lo que una vez hallada la víctima propiciatoria, perseverará para evitar su mejoría o curación. Sé que es ridículo hablar de esta circunstancia como si tuviese vida propia, dotándola de rasgos anímicos humanos, pero es lo que siento. En esos momentos veía que algo dentro de mí había adquirido un pálpito vital. No hablo de ectoplasmas o elementos paranormales; la demencia no me había llevado, aún, por ahí. Me refiero a una entidad figurada, metafórica, a la que había alimentado inconscientemente con cada uno de los pasos que había dado hacia, supuestamente, el éxito personal. 

No había ni una sola de mis actuaciones que no estuviese, eso creía con orgullo, encaminada a procurarme un logro, reconocimiento o premio. Mis metas y objetivos, siempre externos y tangibles, determinaban una trayectoria que no admitía variación alguna. No había tempestad, problema, circunstancia personal o de mi entorno más o menos cercano que me impidiese avanzar firmemente con objeto de lograr la consecución del camino que me había trazado. Ahora lo veo con mucha mayor claridad y nitidez; entonces ni lo apreciaba. Alimentaba al monstruo y éste me halagaba continuamente. Le daba de comer hasta que, finalmente, se rebeló contra mí y no supe enfrentarme. No sabía cómo hacerlo y no tenía agallas. No había hecho otra cosa en mi vida que cultivarlo y darle alas. Ahora tenía músculos, osamenta y envergadura suficiente para domeñarme sin apenas esfuerzo, con desprecio. Mi yo consciente, lo que muy en el fondo intuía que era, no podía hacerle frente, así que se dejó llevar animado por el éxito y los reconocimientos externos. Todo ello configuró una bonita armadura que sustituyó cada milímetro cuadrado de mi piel y se adaptó miméticamente a la misma. Nadie, ni yo mismo, era capaz de distinguirla de la verdadera y todos alababan su belleza, su complexión. Musculatura bien formada y tonificada, bronceado a tono con mi estatus social, peinado a la última moda, trajes de chaqueta lo suficientemente caros como para establecer una nítida frontera de separación con el vulgo que, ocasionalmente, pretendía camuflarse tras ellos para aparentar lo que no eran. Todo era una pantalla tras la que algo, ahora lo sé, se escondía sin poder salir. El aire viciado penetró, eso sí lo sé, en todas y cada una de mis células hasta el punto que rebosó el recipiente y, cada vez estoy más convencido de ello, llegó el fatídico día en el que se enfrentaron el monstruo que había creado con la minúscula marioneta rota en la que me había convertido. La desgarró con sus portentosas fauces y la devoró sin conmiseración ni remordimiento alguno. Eso sí, indulgente en su perversión, le permitió la desaforada ingesta de narcóticos diversos para hacer más dulce la amarga travesía por la que llevaba a rastras sus despojos, firmemente sujetos y sin posibilidad de revolverse. 

Es curioso. Soy capaz de reflexionar sobre todo esto sin que mi organismo se rebele. Sin palpitaciones, mareos o sudoración excesiva. Mi trabajo me ha costado, sin lugar a dudas. Aquella mañana, una vez que tomé conciencia del infame agujero donde me encontraba, tuve un momento de conciencia o lucidez, como queramos llamarlo. Un breve instante, un germen que empezó a crecer dentro de mí y que se parecía a un grito desgarrado desde mi interior. Un alarido sordo que pugnaba por escapar de mi apaleado y maltrecho cuerpo, pero que no tenía suficiente volumen para conseguirlo. Luché por interpretarlo, aunque no fue fácil. Había demasiadas distracciones en mi entorno y la maldita noria seguía dando vueltas a velocidad de vértigo. Ni podía detenerla ni era viable saltar en marcha. El malestar, anímico y físico, en el que me encontraba me había dejado absolutamente postrado, en un estado de absoluta devastación que no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Tuve claro que por más ayuda externa que recabara o recibiese, no conseguiría salir de allí salvo que asumiera mi propio papel en ese rescate. Mi dignidad, quizás lo único que me quedaba, me ayudó en esos oscuros y tenebrosos momentos. 



Aunque no sé, a ciencia cierta, cómo lo hice. Comencé a masticar lentamente pequeños y anecdóticos cambios de actitud que me permitieron sobrellevar medianamente el trabajo e intentar procurarme cierto alivio. O lo hacía o me moría. Cara o cruz; no había posición intermedia. No podía dejar de trabajar, aunque lo hubiese hecho si hubiera tenido la oportunidad. Dicho simple y ramplonamente, tenía que seguir viviendo y necesitaba esos ingresos. Por tanto, realicé pequeños cambios en mis hábitos y rutinas diarias que me procuraron, poco a poco, cierto respiro. Apliqué a mi recuperación toda la constancia y entusiasmo que había regalado anteriormente a proyectos que me eran ajenos y con los que comprometí estúpidamente mi existencia. Regalé no sólo mi trabajo sino mi vida e ilusiones a personas sin escrúpulos que, ahora sí me daba cuenta, me habían utilizado como mero instrumento para seguir creciendo ellos mismos, sin importarles mis sueños, esperanzas o desvelos. De esa forma, abandoné las prisas por primera vez en mi vida. Transitar lentamente por lo que había sido la vorágine de mi existencia me permitió apreciar matices que habían pasado desapercibidos hasta ese momento. Regocijarme y detenerme en la contemplación de pequeñas cosas, nada especial, comenzó a procurarme un atisbo de paz interior que no era producto de la ingesta de sofisticadas sustancias o de reputadas técnicas de control psicológico. Fue todo, aunque parezca increíble, mucho más simple. Saqué lo que ya tenía dentro de mí. No necesitaba buscar fuera denodadamente, como siempre había hecho, lo que empecé a encontrar gracias al simple hábito de reducir el ritmo y escucharme tranquilamente. Describir con detalle estos meses de tránsito, donde también hubo recaídas y altibajos, sería largo y, posiblemente, tedioso. Prefiero seguir disfrutando de aquello que estoy consiguiendo ser. Sigo en la senda en la que me reencontré de nuevo y persevero cada minuto, sin ser un santo ni exageraciones histriónicas, en no abandonarla.

Lenta y pausadamente abrí los ojos y me incorporé. Tras sacudirme la arena de la ropa y recoger mi bolsa y la toalla, me despedí ese día del mar regalándome varias inspiraciones profundas. Mañana sería otro día. Comencé a caminar de nuevo...


FIN 












4 comentarios:

Alicia González.- dijo...

Enhorabuena por el colofón final a la grandísima historia de este personaje. Me ha encantado.

Sobran las palabras. Resolvió su batalla como mejor supo. Ahora combate de nuevo conociéndose un poquito más, sabiendo que en el "abismo" está la solución. Alguien que se resuelve así mismo desde su soledad, aprendiendo de ella sin miedo a sentirse sólo, es un héroe que ha encontrado el mejor regalo que recibirá jamás: él mismo.

Gracias por crearlo. Ahora es parte de la vida de todos tus lectores y cada uno sacará de él algo propio y seguramente extraordinario.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

Es real como la vida misma. me hizo pensar mucho. Eres muy bueno Juan, narrando pero especialmente transmitiendo. El final me encantó y tengo que quedarmelo para mi Ya mismo. Bs y sonrisas amigo.

JUANTOBE dijo...

Hola, amiga! Me alegra saber que te ha gustado y que el personaje ha podido escaparse del papel (o pantalla, jeje) y transmitir el infierno brutal por el que pasó y, tras cartografiarlo, pudo sobrevivir al mismo. Te regalo el final y el relato entero, jeje. Besos y sonrisas, como bien dices. ;-)) (Ya te quiero ver riéndote, jeje, es una orden).

Unknown dijo...

Me encanta el final que le has dado, cómo ha recorrido camino tu personaje (al mismo borde del abismo) para salir al fin a la luz.
Un beso enorme

El tigre herido...