05 mayo 2015

Lejos de cualquier lugar y cerca de ninguna parte (3).

Lejos de cualquier lugar y cerca de ninguna parte. Reflexiones canallas y desesperadas.
Relato (3ª parte)

Mientras miraba embobado las persianas de mi habitación, me di cuenta de que aún no había amanecido. Quizás no era tan tarde como había imaginado. Definitivamente, había perdido la noción del tiempo. Me encontraba desarbolado y confuso; lo mismo pasaban cinco minutos que media hora y mi percepción no era capaz de diferenciar esos intervalos con nitidez. Tal era mi estado nebuloso, flotando todo el día. Mis sentidos no se encontraban, ni muchísimo menos, tan afinados como siempre. En otro momento de mi vida me hubiese preocupado sobremanera este aturdimiento; ahora, me daba igual. Total, ¿se podía estar peor? Por más que buscaba algún indicio que me permitiese interpretar y descifrar las señales que percibía no lo hallaba. ¿Dónde estaba yo?


Desde que me volví a sentar en la cama para ponerme los pantalones, rumiaba una de las frases que Javier me había comentado ayer: "¿Puede una persona plenamente adaptada e integrada en una sociedad o corporación enferma ser considerada sana?". La respuesta era, obviamente, no. En este caso particular, el criterio de adaptación determinaba, por su propia naturaleza, la aceptación de la infección; la transmisión de la toxicidad desde el entorno organizativo o social hacia esa persona. Como si de unos vasos comunicantes se tratase, su proceso de mimetización con el ambiente le forzaba a tragarse toda la porquería, metabolizarla y seguir viviendo como si nada ocurriese. Era algo que hacíamos todos los días. Era algo que, nos decían, demostraba nuestra portentosa capacidad de adaptación. Éramos los más fuertes, en una jungla corporativa en la que los débiles e inútiles perecían. Nosotros, los supervivientes, éramos los mejores. No sólo nos habíamos adaptado sino que habíamos salido exitosos de todas las batallas. ¡Éramos invencibles...! Eso, forzosamente, no podía ser bueno; pero no te dabas cuenta mientras corrías desaforadamente hacia ninguna parte. Lo importante era correr. La noria giraba a tal velocidad que la ilusión del éxito nos acompañaba en nuestro tránsito y no había ni un segundo que perder. ¿Pararse a reflexionar? ¿Para qué? Eso era cosa de pusilánimes y cobardes. A la luz de todo esto que me está pasando me doy cuenta de que esta dinámica se podría tolerar a corto plazo, pero en el largo recorrido, me apostaba algo, podría haber consecuencias. La vorágine diaria en la que andábamos siempre liados actuaba como un potente anestésico que nos impedía valorar, por ejemplo, estos detalles. Esta reflexión tan simple no había pasado nunca por mi cabeza. Tuvo que ser un compañero, y en un contexto informal, el que me hiciera ver la luz en este sentido. 


Me comentaba Javier el caso de Marcelo, un colega de la empresa. Éste, de la misma categoría que nosotros pero perteneciente a otro departamento, era un empleado ejemplar. Y digo era porque ya no lo es. Ha quedado para el arrastre y puede dar gracias al cielo de que sigue entre los vivos. Permanece clavado a una cama en el hospital mientras que espera sedado, acompañado de su esposa, a que la situación crítica en la que se encuentra evolucione. Los médicos le han dado ciertas esperanzas de supervivencia, pero desconfían que vuelva a recuperarse plenamente. Empleado del año, algo más joven que yo, casado y dos niños pequeños, casa con jardín, coche espectacular, chalet en la playa... Vamos, el sueño de todo currante que se precie. La semana pasada tuvo un grave accidente de vuelta a casa. El coche, un sedán negro nuevo, quedó para la chatarra; él también. Parece ser que un ictus, según han dicho los médicos, le pudo provocar un desvanecimiento que tuvo como consecuencia la pérdida del control del vehículo en el que viajaba. Podía haber sido peor.  El accidente cerebrovascular podría haber ocurrido en otro área del cerebro más crítica, le dijeron a Marga, su mujer. Supongo que pretendían consolarla. Ella, en cualquier caso, se encontraba desolada. Al perder el control, el vehículo colisionó contra la mediana de la autovía y dió varias vueltas de campana. Afortunadamente, no atropelló a nadie. Quedó absolutamente destrozado y los bomberos tardaron más de una hora en liberarlo de la jaula en la que se había convertido el habitáculo del coche. Enseguida llegaron los servicios de emergencia, que pudieron realizar su evacuación tras estabilizarlo. 


Marcelo, como todos nosotros, se creía imprescindible y único. Nada más lejos de la realidad. Al día siguiente, de manera provisional y sin mayores complejos, nombraron a otro empleado para desempeñar sus funciones. Lógicamente, le costó un poco adaptarse, pero a la semana ya se había hecho con el control del negocio. Era lo previsible y lo normal, a nadie se le escapa. No obstante, tienen que ocurrir este tipo de cosas para que nos demos cuenta que somos elementos absolutamente prescindibles dentro de un engranaje que nos engulle y metaboliza nuestros restos como si de cualquier desecho orgánico se tratase. Es algo que está fuera de toda duda. Replicantes clónicos polivalentes que sirven para todo. Lo peor es lo que nos hacen creer, que somos únicos, singulares e irrepetibles. ¡Mentira! Dejamos el sudor y todo el esfuerzo del que somos capaces para nada. Acometemos el desarrollo de tareas que asumimos como si asuntos de vida o muerte se tratase y al final,... ¿qué? Nadie es imprescindible.

24/7 repetía continuamente el imbécil de mi jefe y lo había marcado en rojo en la pizarra a través de la que se comunicaba con nosotros. ¿He podido llamarle imbécil sin albergar remordimiento alguno? Seguramente lo había leído en alguno de los libros de autoayuda que tapizapan su exigua biblioteca. Bueno, a decir verdad, la mía no disponía de muchos ejemplares; ¡ni siquiera tenía tiempo para leer! Con ese estúpido término pretendía resumir simbólicamente la dedicación plena que debíamos de tener hacia el trabajo en la empresa. ¡Éramos los elegidos y para eso se nos pagaba! Estábamos abducidos como en una película clásica de extraterrestres. Nuestra voluntad, si es que existió en algún momento, se adaptaba mecánicamente al cumplimento de los objetivos marcados. Daba igual que carecieran de sentido. ¿Para qué íbamos a pensar? Ya le pagaban a otros por diseñar la misión de la empresa. Como buenos ejecutivos, hacíamos aquello por lo que nos pagaban: ¡ejecutar! Éramos ejecutores orgullosos de serlo. Mercenarios de élite que mirábamos por encima del hombro a la caterva de inútiles e impresentables que nunca podrían estar a nuestra altura. Habíamos escalado duramente los peldaños que nos separaban de la plebe. Lo seguiríamos haciendo a cualquier coste. Una de las peores cosas era el adiestramiento al que gustosamente nos habíamos sometido. Seríamos, digo yo, la envidia de cualquier domador de circo. Ante cualquier dislate emanado de la superioridad, nos limitábamos a obedecer como un ejército bien entrenado. 


El asunto de las comunicaciones internas también tenía su miga. A título de ejemplo, todos asentíamos entusiasmados y nos desnucábamos por responder a cualquier mensaje en el móvil en menos de cinco minutos, ya fuese de noche o de día. Hasta para mear o sentarme en el retrete no podía olvidarme el móvil y debía llevarlo incorporado. Me sentía orgulloso de mi capacidad de respuesta inmediata. Nos evaluaban semanalmente con puntos positivos en una pizarra enorme que había en la sala común de la empresa. Aquellos que, como infames traidores, tardaban más de diez minutos en responder a cualquier mensaje de la jefatura (llamada de teléfono, mensaje o correo electrónico) eran penalizados con un punto negativo. Sí, aunque parezca increíble, ese -1 tenía un efecto dinamizador y, al tiempo, penalizador. Como espada de Damocles colgaba sobre nuestras cabezas y era uno de los indicadores mágicos que servían para calibrar y medir nuestra productividad. No había nadie que pudiera ni quisiera evadirse de tal esclavitud postmoderna. Además, imbéciles redomados, todos competíamos contra todos y mirábamos de soslayo la pizarra el lunes por la mañana para comprobar nuestra ubicación en el patético ranking donde se medía nuestro desempeño. Creo que, en el fondo, nos sentíamos un poco avergonzados de caer rendidos ante esa dinámica pueril. Ese día se actualizaban los datos semanales y he de reconocer que sentía una aguda punzada de envidia cuando alguno de mis colegas me adelantaba en el ranking. Parecíamos cobayas descerebradas que ante el menor reforzador eran capaces de desplegar instintos asesinos hacia otros empleados. A modo de anécdota, incluso alguno llegó a esconderle el móvil a un compañero mientras éste se escapó un minuto al WC. Como resultado de esa proeza estratégica, el incontinente fue penalizado con dos puntos negativos (-2) porque tardó en encontrar el dispositivo más de una hora; el tiempo más que suficiente para que recibiera dos mensajes que, por razones obvias, no pudieron ser contestados. Nos partimos de risa como hienas desalmadas cuando vimos su cara desencajada al visualizar en la pantalla que tenía dos mensajes sin responder. Casi le da un ataque de ansiedad. Lejos de resultarme simpática, esta anécdota viene a mi mente como exponente de la toxicidad más extrema y rastrera a la que podíamos llegar por rasparle algún punto a un competidor en esa estúpida e infame carrera hacia la nada. Tenía que relajarme, me enervaban esos pensamientos y el esfuerzo añadido de ponerme los zapatos me asfixiaba. Opté por incorporarme, aunque permanecí sentado en la cama. Respiré varias veces profundamente y me recuperé un poco. El alba comenzaba a insinuarse en el horizonte. Mi habitación estaba orientada al este y ver amanecer era algo que no se contaba entre mis rutinas, ¿para qué perder el tiempo en esas chorradas improductivas?

Mientras recuperaba el aliento, tras resollar unos instantes, sentí en la boca de mi estómago un malestar profundo. No se trataba de un dolor físico, ¿o sí? No sé decirlo con exactitud, pero era una sensación muy incómoda. Me daba cuenta de que dentro de mí no había prácticamente nada. El horror al vacío más absoluto comenzó a provocarme un sentimiento de creciente histeria que amenazaba con hacerme estallar. Las sienes comenzaron a palpitar peligrosamente. Un abismo insondable se extendía y por más que intentaba buscar algo, todo estaba vacío. No me refiero a creencias, dogmas, doctrinas... me refiero a algo más simple. No me reconocía a mí mismo, ¿Qué era yo? ¿Quién era? ¿Había algo más en mi vida que desmesuradas agendas repletas de compromisos y alienantes tareas? ¿Títulos u honores externos que adornaban un brillante curriculum? ¿Estúpidas convenciones sociales que había que cumplir para seguir elevándome? ¿Algo que representara, aunque fuese mínimamente, mi esencia más íntima? Me sentía especialmente vulnerable en estos momentos. Sabía, por experiencia, que ese vacío interior podía ser rellenado por cualquiera con la suficiente capacidad de manipulación. Lo había vivido en persona más de una vez... como ejecutor. Me daba cuenta de que no había percibido el abismo al que estaba abocado. Es ahora, al encontrarme en plena caída libre cuando percibo la magnitud de la soledad. No me imagino, curiosamente, cayendo desde un acantilado. Mis pesadillas adoptan la imagen de un astronauta vagando por la nada absoluta del espacio exterior. Un cosmonauta que ha perdido el último cable que le unía a la nave espacial y al que atormenta la ausencia del menor sonido o ruido. ¡Una locura! Por más que miraba no veía más que oscuridad. Mi vida carecía del menor sentido cuando lo tenía, aparentemente, todo. La desolación comenzó a provocarme un llanto lastimero y compungido que, brotando como como un temblor en el pecho, se extendió brutalmente hasta inundar mis ojos de lágrimas. Era un líquido amargo como la hiel que se resistía a dejar de manar de mis ojos. Lloré como nunca antes recuerdo haber llorado. Lloré con rabia, dolor, espasmos y unas intensas ganas de gritar me acompañaron en ese instante de absoluta desolación. Lloré por el pasado, por el presente y por no sé qué más. Me tumbé nuevamente en la cama, buscando el abrigo de la almohada para que mis sollozos pudiesen quedar amortiguados. Me quedaba, al parecer, ese ridículo pudor que impedía, aún estando a solas, dejar escapar sin mesura mi llanto desesperado. 



Tampoco recuerdo el tiempo que transcurrió mientras empapaba la almohada con mi llanto desconsolado. Buscaba respuestas y cada vez estaba más seguro de que no las encontraría en unas pastillas milagrosas. Busqué, como siempre hacía, soluciones rápidas y pragmáticas. Siempre me había funcionado ese sistema. Y, ahora....¿por qué no? ¡Es cuando más lo necesitaba! Terminé de llorar, más por agotamiento que por encontrar consuelo en mis cálidas lágrimas. Siempre me había fascinado la aplicación de los mecanismos adaptativos de la evolución para explicar mi supremacía, mi pertenencia al grupo de los mejores. La inteligencia como estrategia para adaptarse mejor a cualquier ambiente y proseguir la eterna danza de la vida. Poco a poco, me fui incorporando y volví a sentarme mirando al frente. ¿Y si esto que me está pasando no fuese más que un nuevo reto que algo dentro de mí me ha lanzado a la cara? Algo a lo que no consigo ponerle nombre pero que, adquiriendo voluntad propia, ha percibido la estupidez del camino sin retorno al que he estado abocado hasta este momento. La idea que empezaba a rondarme la cabeza generaba, a un tiempo, temor hacia lo desconocido y una difusa línea de luz aún demasiado tenue para que pudiera apreciarla. ¿Y si esto que me había noqueado no fuese, en el fondo, algo tan malo? ¿Pero había algo peor que el estado en el que me encontraba? Rondaba estas preguntas, aparentemente carentes de la mínima lógica y sin ningún sentido ya que no me aportaban respuestas ni soluciones rápidas, que era lo que siempre había buscado. Comencé a trazar mentalmente dibujos y líneas en torno a estas ideas nebulosas. No me encontraba mejor, era imposible, pero algo que aún no podía calificar pugnaba por salir a la superficie de la costra que me envolvía. El sol comenzaba a despuntar tímidamente. Me incorporé y abrí con los dedos dos lamas de la persiana para poder contemplar el curioso espectáculo que llevaba años sin presenciar. Poco a poco, perezosamente, el disco de luz anaranjado se fue elevando sobre el horizonte. Acompasé la respiración al pausado ritmo de su ascensión. Mis labios se estiraron levemente y simularon algo que se parecía lejanamente a un esbozo de sonrisa...

Continuará...









1 comentario:

María José Feria dijo...

Muy buena reflexión que seguramente ha pasado por la cabeza de casi todos. No olvidemos que cuando pasan las cosas, pasan por algo; quizá para que dejemos de ser esas "cobayas descelebradas".

El tigre herido...