25 mayo 2015

Estación de término.

Microrrelato.


Curiosamente, el traqueteo del camión me relajaba. A pesar de lo accidentado de la marcha por aquella pista forestal, nunca habría imaginado que mis nervios estarían tan templados cuando llegase la hora. Por mi trabajo en el hospital, como enfermero, había visto a mucha gente despedirse de sus familiares cuando eran desauciados y un atisbo de consciencia brillaba todavía en sus ojos. La tónica general, en casi todos los casos, era la serenidad. Una aceptación estoica y prudente del hecho inaplazable que su tren estaba a punto de llegar a la estación de término. Por eso, pensaba, no me sorprendía en absoluto comprobar las maneras tan diversas y particulares que tenía cada cual de pasar por ese obligado trance. 

A mi lado, un joven barbilampiño, que no tendría más de dieciocho años, gimoteaba con la cabeza agarrada entre las manos. Justo detrás, un mocetón de constitución bastante fornida tarareaba desde que nos montamos en esta pocilga ambulante un bonito fandango cortijero que, según me aclaró al preguntarle, era habitual en las fiestas campesinas que frecuentaba en la comarca. Por mi parte, sabiendo el final cercano, me había invadido una sensación de calma extraña en mí, de natural inquieto y bastante nervioso. Afortunadamente, puedo decir, no tenía familia ni mujer de la que despedirme. Eso me ahorraba. Me descubrí contemplando el cielo a través de un aparatoso descosido de la lona que cubría aquel destartalado y apestoso vehículo. Las nubes conformaban un caprichoso tapiz multicolor a medida que el sol naciente, al desperezarse, las iba atravesando lentamente. Sería, sin lugar a dudas, un bonito día para pasear.


Llegamos a nuestro destino, según pude colegir por la brusca parada y los gritos aguardientosos de aquellos infelices que nos conminaban, fusil en mano, a descender del camión. Tuve que ayudar al muchacho que había a mi lado ya que se había quedado rígido como un gato muerto. A empujones, nos indicaron que teníamos que acercarnos a un muro prácticamente destrozado, en el que se veían múltiples impactos de proyectiles y, en su base, abundantes casquillos de balas. Pude ver de reojo, mientras avanzaba en fila, un trapo sucio y cochambroso que ondeaba atado a un improvisado mástil, encima del muro de aquel convento abandonado. Con un poco de imaginación, podríamos deducir que representaba la bandera y los ideales de aquellos que, sin el menor remordimiento y con menor conocimiento aún de los estúpidos dogmas que supuestamente representaba aquel trapo deshilachado, nos iban a despachar en unos minutos.
En un susurro, seguía sonando el fandango en aquella voz rota y desgarrada. Tenía arrestos, sí señor, mi compañero de fatigas. El desastrado que, con un fusil colgado del hombro, se acercó a nosotros, nos entregó una venda para taparnos los ojos. En en sus orígenes debió ser blanca; ahora incorporaba la mugre y el sudor de aquellos que nos habían precedido en esta estúpida ceremonia. La mayoría accedieron, atemorizados, llorosos y confundidos. Mi compañero, al cante, y yo, sin guitarra, decidimos afrontar a cara descubierta el final de la película, apañado por el ridículo coro de acólitos desarrapados que constituían el improvisado pelotón de fusilamiento. Miré al cielo y pude ver, más allá de las nubes, que la única bandera por la que había vivido, soñado y amado no podrían arrebatármela aquellos pobres diablos, aunque me matasen diez veces. Suspiré...
¡Fuego!


2 comentarios:

Unknown dijo...

Que buen relato,Imaginé esa escena y percibí el término.

JUANTOBE dijo...

Hola. Me alegra saber que te gustó el relato. Que tengas un buen día. Saludos.

El tigre herido...