"Ruin arquitecto es la soberbia; los cimientos pone en lo alto y las tejas en los cimientos"
Francisco de Quevedo.
Constituye la soberbia uno de los "pecados" más habituales que pueden desarrollarse cuando se ejerce el poder durante mucho tiempo. Podría ser debido, entre otras circunstancias, al hecho de perder la perspectiva y de considerar al resto de las personas como útiles instrumentos, en el mejor de los casos, para perpetuarse en el cargo o seguir ascendiendo a lo largo de la carrera profesional, sea ésta política, administrativa o empresarial. Como punto de partida quisiera traer a colación un caso real que un buen amigo tuvo a bien trasladarme durante algunas de las muchas ocasiones en que tenemos ocasión de charlar de manera distendida. Comencemos.
Este buen amigo me trasladaba no hace mucho tiempo el retrato de una jefa ignorante y soberbia, insoportable hasta la extenuación y muy pagada de sí misma. No sólo despreciaba la humildad entre sus colaboradores, mofándose de ellos cada vez que tenía oportunidad, sino que hacía sangre de cualquier situación en la que, a su limitado y pacato entender, su razón prevaleciese sobre las opiniones y experiencia de los que la rodeaban. Esta "jefecilla" se tenía en tan alta estima que su única preocupación residía en quedar por encima de los demás, limitando así de manera patosa las decenas de posibilidades de aprender que se le ofrecían en bandeja cada día. Simple y llanamente, no podía conceder a otras personas el crédito de saber un poco más de algo o tener mayor experiencia y autoridad en ningún aspecto o cuestión que se estuviese considerando. Cualquier opinión que se le plantease, por sensata y prudente que fuera, tenía el futuro absolutamente negro si no se ajustaba a su visión previa del asunto en cuestión. Ni que decir tiene que dicha opinión personalísima, demasiadas veces, no tenía fundamento alguno y había sido insertada en su cortex cerebral por algún acólito menesteroso que no paraba de hacerle la pelota y enredar continuamente en su antesala. Este personaje acumulaba una violencia, posiblemente como fruto de la frustración crónica que corría por sus venas, que estallaba salvajemente en los supuestos en lo que algo saliese mal. Su proverbial soberbia le impedía reconocer sus propios errores o la ausencia de indicaciones acertadas y concretas para ese particular y siempre, sin fallar en ninguna ocasión, imputaba la responsabilidad del fallo -del tipo que fuese- a cualquier otro que estuviese cerca; daba igual, lo importante era no cargar ella misma con la responsabilidad del error cometido. Su ego, aparentemente superdotado, podría ser tan frágil y ligero como una pluma. La altivez, altanería y arrogancia que traspiraba por todos sus poros pretendía lanzarle un mensaje muy simple al mundo: "Estoy profundamente satisfecha cuando me contemplo a mí misma, sin que me importe lo más mínimo el menosprecio que le dirijo a los demás".
Este buen amigo me trasladaba no hace mucho tiempo el retrato de una jefa ignorante y soberbia, insoportable hasta la extenuación y muy pagada de sí misma. No sólo despreciaba la humildad entre sus colaboradores, mofándose de ellos cada vez que tenía oportunidad, sino que hacía sangre de cualquier situación en la que, a su limitado y pacato entender, su razón prevaleciese sobre las opiniones y experiencia de los que la rodeaban. Esta "jefecilla" se tenía en tan alta estima que su única preocupación residía en quedar por encima de los demás, limitando así de manera patosa las decenas de posibilidades de aprender que se le ofrecían en bandeja cada día. Simple y llanamente, no podía conceder a otras personas el crédito de saber un poco más de algo o tener mayor experiencia y autoridad en ningún aspecto o cuestión que se estuviese considerando. Cualquier opinión que se le plantease, por sensata y prudente que fuera, tenía el futuro absolutamente negro si no se ajustaba a su visión previa del asunto en cuestión. Ni que decir tiene que dicha opinión personalísima, demasiadas veces, no tenía fundamento alguno y había sido insertada en su cortex cerebral por algún acólito menesteroso que no paraba de hacerle la pelota y enredar continuamente en su antesala. Este personaje acumulaba una violencia, posiblemente como fruto de la frustración crónica que corría por sus venas, que estallaba salvajemente en los supuestos en lo que algo saliese mal. Su proverbial soberbia le impedía reconocer sus propios errores o la ausencia de indicaciones acertadas y concretas para ese particular y siempre, sin fallar en ninguna ocasión, imputaba la responsabilidad del fallo -del tipo que fuese- a cualquier otro que estuviese cerca; daba igual, lo importante era no cargar ella misma con la responsabilidad del error cometido. Su ego, aparentemente superdotado, podría ser tan frágil y ligero como una pluma. La altivez, altanería y arrogancia que traspiraba por todos sus poros pretendía lanzarle un mensaje muy simple al mundo: "Estoy profundamente satisfecha cuando me contemplo a mí misma, sin que me importe lo más mínimo el menosprecio que le dirijo a los demás".
Evidentemente, todas las actitudes descritas en el párrafo anterior generaban un rechazo brutal por parte de todos aquellos que tenían la obligación, por su relación de subordinación, de soportar a la ignorante y engreída directiva. Unos lo llevaban peor que otros ya que, no soportando los ataques continuos e injustificados hacia su persona que les dirigía de manera desalmada, terminaron por claudicar y buscarse otros destinos profesionales. Otros no podían, por diferentes circunstancias, quitarse de enmedio. En este último caso, los había pacientes que sabían que el tsunami pasaría más pronto que tarde y otros que, mimetizándose con el ambiente, evitaban a toda costa la mínima interacción y, de ese modo, sobrevivían al clima enrarecido que había instaurado el personaje del que hablamos en estas líneas. Por lo que parece, no existía modo alguno de conjurar ni neutralizar el comportamiento de esa déspota salvo, como hemos comentado, salir corriendo de donde estuviese -metafóricamente hablando, claro está- o rezar para evitar la más mínima confrontación con ella. Consecuentemente, no había ocasión de reflexionar sobre los múltiples errores que se cometen de manera habitual en cualquier organización ya que consideraba el fallo, siempre el de los demás, como un delito que exigía la pena capital. Esta circunstancia dificultaba que la organización afectada pudiese evolucionar para alcanzar cotas de mayor excelencia ya que el único objetivo a cubrir era evitar las broncas y represalias. Nadie se esforzaba por mejorar a partir de los errores sino que dedicaban su máxima diligencia a ocultarlos. Todo el mundo se limitaba a cubrir el expediente sin aportar elementos de creatividad, ilusión y novedad. ¿Para qué? ¿Para salir malherido de la confrontación con una persona que ni valoraba el esfuerzo ajeno ni sabía compensar simbólicamente el trabajo desarrollado? Se instaló el marasmo más estéril en todos los departamentos que se encontraban bajo su mando, limitándose estos a funcionar "a medio gas". Ni que decir tiene que esta persona logró deteriorar la imagen externa de la corporación a la que pertenecía en un tiempo record, alcanzando cotas inauditas de incompetencia y trato negligente hacia los ciudadanos afectados por las múltiples gestiones que se desarrollaban allí.
Cuando se incorporó al cargo donde cometió todas estas tropelías -por vía nepotista y digital, por supuesto- engañó a mucha gente ya que, en apariencia, se trataba de una persona joven, afable e ilusionada por la responsabilidad que le había sido encomendada. Todo ello, a la luz de los acontecimientos que se desarrollaron a partir de ahí, era falso como una moneda de cartón. Pudo ocultar su verdadera y descomunal soberbia bajo una máscara de pudor y afabilidad, evitando ser descubierta por aquellos con los que interactuaba anecdóticamente. La gente hablaba bien de ella al principio, adulándola, sin tener demasiada información ya que había que reconocerle su inmensa capacidad interpretativa y dotes histriónicas. No obstante, para aquellos que tuvieron la oportunidad, o el pesar, de sufrirla de manera más cercana no pasaron desapercibidos ciertos detalles despóticos que planteaban una severa y abrupta disonancia con relación a la imagen pública que este personaje se dedicaba con fruición a cultivar. Observaba mucho y, evitando ser descubierta, fingía ideas, visiones, emociones y sentimientos absolutamente distantes y muy diferentes de los que tenía en la intimidad, de lo que era en realidad. Sus más cercanos colaboradores, en los ámbitos reducidos de cierta confianza en que se podían comentar estas cosas, se mostraban incómodos por la vehemencia que exhibía con demasiada frecuencia y por su comportamiento despótico, despotricando de todos y sin tener en cuenta los derechos de los demás. Su deseo de imponerse a todo y a todos estaba, como alguno se atrevió a sugerir, cercano a lo patológico y la buena señora alternaba sesiones penosas y lastimeras ,gimiendo como una niña pequeña que ha sido castigada por su mal comportamiento, con otras en las que se imponía altanera, asumiendo un rol mesiánico de eterna poseedora de la verdad.
Dependiendo de la situación que le tocase desempeñar en cada momento, desplegaba un rol diferente y ajustado al público que tenía que atender. En este sentido, observadores avezados referían que ocasionalmente se ponía una máscara intelectual, cargada con rictus severos, que teñían de rigor escrupuloso todo aquello que pasaba por sus manos. En ese contexto concreto, exigía rigidez absoluta y exactitud en el cumplimiento de cualquier norma no siendo, ella misma, capaz de cumplir con los rudimentos básicos que se le exigían en función de la magistratura que estaba ocupando. Otras veces, se cambiaba la máscara y adquiría el rol paternalista, de mánager, adoptando un interés desmedido por enseñar a los demás y por regalar sus consejos -eran los mejores, no cabía la menor duda- a diestro y siniestro. Las personas que sufrían este escenario comentaban que la directiva no hacía otra cosa que mostrar continuamente su altivez, suficiencia y superioridad.
En la intimidad, sufría continuamente por sus fracasos, llegando a trasladar a los más íntimos colaboradores arrebatos iracundos que no tenían explicación razonable, más allá que la de ser interpretados como una pataleta pueril. Los errores, de los que se puede aprender, le hacían caer en un marasmo sazonado con dosis de pesimismo y desaliento que generaban un malestar innecesario, ya que no ayudaban a solucionar los problemas. Era incapaz de aceptar con naturalidad sus propias limitaciones y las de los demás, atribuyendo siempre y en todo momento una maldad innata en todos aquellos que, según su criterio, disentían con relación a sus planteamientos. En este sentido, recurría continuamente al lugar común de la deslealtad como filtro mágico que explicaba, a su limitado entender, la actitud y rechazo que su patológica conducta generaba en terceras personas.
Otra manera particularmente curiosa de escenificar su soberbia residía en mostrar su generosidad y abnegación de manera continua, haciendo saber a todos que no hacía nada para sí misma ya que sus actuaciones iban siempre encaminadas hacia la consecución del bien común. Pero no se quedaba ahí, ya que tras esa supuesta conducta abnegada no dejaba de referir que era la única persona que hacía algo para solucionar cualquier problema o atender una gestión. A su modo de ver, el resto de los trabajadores no hacían absolutamente nada. Persona vengativa como ella sola, no incluía en su limitado léxico corporativo expresiones relacionadas con la petición de disculpas o la concesión del perdón. O se estaba con ella, con sus leoninas y grotescas condiciones, o contra ella. Ésa era la limitadísima gama de colores que manejaba en sus relaciones sociales y personales.
Como hemos podido apreciar, por todo lo dicho, las consecuencias del ejercicio del liderazgo por una persona soberbia y despótica pueden ser terribles para cualquier corporación. Dado que suelen ser hábiles manipuladores, no es fácil imputarles un ejercicio "criminal" del abuso de autoridad, por lo que acostumbran a dejar cadáveres y mutilados por donde tienen la fortuna de pasar a lo largo de su carrera profesional.
En este mismo blog, hemos abordado el tema de la soberbia, combinado con otros de índole psicológica, en un artículo (post) que os recomiendo como complemento a éste que habéis leído. Su título: "La Reina de Corazones".
"La soberbia como elemento a erradicar en la práctica del buen liderazgo corporativo."
Como hemos podido apreciar, por todo lo dicho, las consecuencias del ejercicio del liderazgo por una persona soberbia y despótica pueden ser terribles para cualquier corporación. Dado que suelen ser hábiles manipuladores, no es fácil imputarles un ejercicio "criminal" del abuso de autoridad, por lo que acostumbran a dejar cadáveres y mutilados por donde tienen la fortuna de pasar a lo largo de su carrera profesional.
En este mismo blog, hemos abordado el tema de la soberbia, combinado con otros de índole psicológica, en un artículo (post) que os recomiendo como complemento a éste que habéis leído. Su título: "La Reina de Corazones".
"La soberbia como elemento a erradicar en la práctica del buen liderazgo corporativo."
3 comentarios:
Muy buen post Juan Antonio.
Que razón tienes en tratar de acabar con la soberbia. Ese gran mal que acontece a aquellos malos jefes que lo único por lo que luchan es por mantener su puesto, olvidándose de ser trabajador y persona.
Muy buena descripción de ese elemento que siembra discordia en esos ámbitos donde el liderazgo debe estar bien posicionado. Nos encontramos aún hoy día con muchos personajillos que representan perfectamente esos roles descritos.Por suerte han cambiado las cosas y ya no es como antaño, no hace tanto tiempo, en el siglo XX donde alcanzar un puesto de liderazgo en la cultura empresarial, política, era el sueño de los soberbios.
Es tremendo el carácter que describes. Yo he tenido relación directa con una persona de este tipo, y me hizo polvo porque ella (también era mujer) no estaba en una corporación o en un negocio, era educadora y trataba con niños. ¡Y cómo los trataba! Coincido en que, a veces, no queda otra que poner tierra de por medio porque es imposible solucionar el problema de otra manera. Con respecto a este tipo de caracteres, mi "respuesta emocional" es despegarme de ellos y sentir una profunda lástima por su pobre valor espiritual y su mezquindad.
Me ha encantado tu entrada, Juan, es estupenda.
Nos leemos. Besitos.
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