Lejos de cualquier lugar y cerca de ninguna parte. Reflexiones canallas y desesperadas.
Relato (2ª parte)
Me sorprendí mirando fijamente a los ojos que había detrás del espejo. Por más que lo intentaba, no podía dejar de ver a un extraño; un rostro exánime y ojeroso que inspiraba un sentimiento palpable de tristeza y desolación. Una porquería de cara, para no andarme con tonterías. Nada que ver con las facciones pétreas, compactas y bien proporcionadas a las que estaba acostumbrado hasta hace pocas semanas. Algo había pasado dentro de mí. No podía reconocer el arrojo y gallardía habituales con los que me enfrentaba cada mañana a mis abluciones. En mi caso, refrescarme la cara no constituía un mero un ritual higiénico, que también. Representaba un hábito simbólico que me permitía renacer de la inacción en la que me sumía el obligado sueño nocturno. Más de una vez había organizado mis horas de descanso para rentabilizar al máximo mi jornada productiva. Había ido mucho más allá, había forzado mis límites. Para eso, apliqué lo que había aprendido en algún que otro curso de gestión del tiempo a los que tan aficionado fui en su momento. El resultado obtenido me llenaba de vanidad y orgullo. Disponiendo de mi cuerpo y mente como si de una coballa se tratase, experimenté con deleite y regocijo mi resistencia física. Era joven, fuerte e indestructible; pensaba. Me acostumbré a descansar sólo cuatro horas cada noche. Ése era el límite que la inútil y estúpida carcasa de piel, huesos y músculos que albergaba esta mente privilegiada me permitía sin desfallecer de agotamiento al día siguiente. Si otros lo habían conseguido, ¿por que yo no? No iba a ser menos que esos cantamañanas que perdían el tiempo con meditación, yoga y otras chorradas similares. Tenía una meta -¿la tengo aún?-: ser el mejor, el más inteligente, laureado, exitoso... Nunca dudé de mis objetivos y puse toda mi voluntad y capacidad de actuación al servicio de esa meta personal que me había fijado hacía ya más de dos décadas.
Tras enjuagarme el rostro, musitaba cada mañana un pequeño mantra que me había impuesto como forma abreviada y efectiva de recordarme lo importante que era. ¿Para qué perder el tiempo en tediosas reflexiones improductivas? Ese rito particular me inspiraba sobremanera y me hacía recordar todas mis fortalezas, que no eran pocas. ¡Qué equivocado estaba! Ahora, por más que ahondo en las dilatadas pupilas que me observan enajenadas desde un palmo de distancia, sólo veo oscuridad. Un pozo sin fondo que me abruma con su negrura insondable. Reprimo con firmeza, la poca que me queda, las ganas de ponerme a llorar. No tengo un motivo concreto ni determinado, simplemente una opresión en el pecho que sube lentamente hacia mis ojos. Me desafía silente y pugna por dejar escapar las escasas lágrimas que deben quedarme. He llorado durante esta travesía innombrable más que en toda mi vida. ¡Estoy harto de hacerlo! Por más que intento analizar con detalle mis últimas semanas, no ha ocurrido nada especialmente grave que me haya golpeado, psicológica o físicamente, para que ahora experimente esta sensación. Parezco un insecto triturado, espachurrado miserablemente y sin la menor consideración. Tampoco el estrés al que, parece ser, estaba muy acostumbrado, me sirve como única explicación del padecimiento que me tortura y me reseca por dentro. Siempre he sido una persona pragmática, luchadora y ávida de respuestas. No había un tema que me interesara, por nimio que fuera, que me resultase irrelevante. Buscaba tiempo de donde no lo tenía para ahondar en el mismo y rescatar aquellas claves que se me resistían al principio. Gracias a esa actitud, eso pienso, he podido evolucionar y acaparar cuantos logros y honores me han acompañado a lo largo de la vida. Ahora, cuando me enfrento al escenario más cruento y vital que he afrontado nunca, no tengo ganas de buscar nada. No encuentro, ni por casualidad, una explicación razonable que me permita salir airoso del marasmo, de la calma chicha en la que me hallo anquilosado. Esta gran paradoja que me intimida sobremanera y amenaza con volverme aún más loco.
Hago el esfuerzo por recordar -me cuesta la misma vida- y me vienen a la cabeza los antecedentes lejanos de esta historia truculenta. Buscando, como siempre hacía, el camino más corto para alcanzar cualquier meta o reto que me plantease, adopté una decisión operativa e inmediata. Lo hice tan pronto como aparecieron los primeros síntomas preocupantes. Ni estaba en mi ánimo, ni podía permitirme demoras ni prolegómenos absurdos e innecesarios. Me entregué con el entusiasmo del neófito -es una manera de hablar, dadas las circunstancias- a la ingestión de las famosas píldoras de la felicidad. Varias personas de mi entorno me habían asegurado que me permitirían proseguir con mis rutinas habituales sin que se resintiese especialmente mi productividad. El trabajo de estas milagrosas píldoras, en los sótanos y cañerías de mi mente, liberaría mi voluntad y conciencia para que siguiera produciendo como siempre había hecho, sin demoras injustificables ni concesiones al remordimiento. Me avisaron que tendría que relajarme un poco. ¿Relajación...? La excusa de los vagos para camuflar su incompetencia y justificar su parálisis crónica. ¡Para relajarme estaba yo!
Al principio todo evolucionó magníficamente. No sé si fue debido al efecto placebo o a la efectividad real de los fármacos, que comencé a consumir disciplinadamente. Lo cierto es que no tuve que ralentizar el ritmo durante demasiados días. A la semana de comenzar el tratamiento ya había retornado el ritmo habitual que imprimía a mi jornada diaria. En la medida en que me encontraba absolutamente recuperado -¿lo estaba realmente?-, no veía motivo alguno para prolongar mi estatus de "animal vegetativo". A decir verdad, tampoco estuve nunca en ese estado "vegetal". Es una analogía, por supuesto, no sé si especialmente acertada, pero yo me entiendo. Ni estaba acostumbrado, ni tenía sentido alguno -¿para qué? me encontraba estupendamente- modificar mis hábitos diarios. ¿Perder una hora en almorzar? ¿Hacerlo a horas razonables? ¡Estaba harto de escuchar esas idioteces! Siempre las había criticado como excusas vanas de necios, vagos e incompetentes. Nunca me habían afectado ni las horas ni la cantidad ingeridad. Había entrenado mi organismo para adaptarse a cualquier contingencia del entorno. Con disciplina férrea todo se consigue. A modo de ejemplo, había parado sólo quince minutos, a las doce de la mañana, para tomar algo durante aquella temporada que pasé en Róterdam para, sin solución de continuidad, incorporarme a la rutina autóctona, tras volver a casa. Aquí combatía el hambre devorando un sandwich, bocadillo o dulce, acompañado de una lata de refresco; light, por supuesto. Todo ello, sin horario fijo, entre las tres y las cinco de la tarde y sin que me resintiera lo más mínimo. Mi único vicio, si así pudiéramos denominarlo, era el trabajo y la productividad. Era la única manera que conocía de seguir avanzando a lo largo de mi carrera profesional. Así me lo habían enseñado y de esa forma tan simple lo había asumido. No había pretexto ni excepción alguna que valiese a este respecto.
No era un santo. Ni lo fui nunca, ni lo pretendí. Liberaba toda la tensión acumulada con intensas sesiones de ejercicio aeróbico, nunca antes de las nueve de la noche. En ellas quemaba las tensiones y escasas calorías adicionales que escapaban a mi riguroso control dietético. Los esporádicos excesos alcohólicos que me regalaba nunca me habían provocado el menor malestar, ni físico ni moral. Prácticamente todos mis colegas soltaban esa tensión de la misma forma, durante alguna noche del fin de semana. Nos olvidábamos de todo y pillábamos más de una borrachera. Nunca pasaron de ser episodios meramente anecdóticos, tolerados socialmente. Esas cogorzas, bajo ningún concepto, nos etiquetaban como alcohólicos. Todo lo más, cuando la juerga había sido especialmente intensa, me quedaba postrado en la cama algún domingo por la mañana, soportando estoicamente la inevitable resaca. Todo ello, no me da pudor decirlo, a pesar de las pastillas de vitamina B que había tragado durante la ingesta la noche anterior para evitar, en lo posible, los efectos adversos del alcohol e incrementar mi resistencia al mismo. Un buen resacón culminaba con un broche de oro las exiguas horas de excesos y descontrol que me permitía muy de vez en cuando.
Seguía ensimismado con la imagen que me devolvía el espejo. Todo esto que acabo de rescatar de la memoria me sacudía la mente sin que, esta vez, tuviese que realizar un esfuerzo desmedido por traer a la memoria esos recuerdos del pasado. Ni un solo segundo dejé de contemplar, impávido y en estado catatónico, la inerte figura que me observaba hieráticamente desde el espejo. Perder la noción del tiempo era algo a lo que, desgraciadamente, me estaba acostumbrando, no sin cierto pesar. Ni que decir tiene que no puedo calcular el tiempo exacto que permanecí en ese estado. Al no haberme secado la cara, el agua había chorreado abundantemente por el cuello hasta empapar la camiseta blanca que me había puesto. Tendría que cambiármela, y pronto. Se me hacía tarde y no quería deteriorar aún más mi situación laboral retrasándome. Mi jefe, al que no había podido ni querido confesarle mi estado anímico, había comenzado a mirarme con cierto distanciamiento. Ese cambio de actitud estaba lejos de la aparente y simulada afabilidad con la que se dirigía habitualmente a todos los empleados. No quería empeorar aún más la situación por lo que me tomé las pastillas, la primera dosis del día. Me dispuse a comenzar la tortura diaria y transitar por el valle de lágrimas, que habría dicho si fuese creyente, en el que se había convertido mi existencia. A duras penas, recordé la conversación que había mantenido ayer mismo con un compañero del trabajo. Seguía rumiando algunos comentarios que intercambiamos en un pequeño receso del trabajo. Retorné, cansinamente y arrastrando los pies, hacia el dormitorio. Me senté nuevamente en la cama, antes de ponerme el pantalón, mirando embelesado las persianas venecianas que cubrían la ventana...