Como ya había referido en la entrada anterior, Antonio y el que esto escribe se dirigían apaciblemente, ya que llegábamos con suficiente antelación a la hora prevista, a la sede del partido. Mi buen amigo se encontraba algo nervioso. Era normal, siempre le habían superado los nuevos escenarios y los evitaba hasta el límite de su capacidad de tolerancia. Esta vez, parecía relativamente tranquilo. Como digo, para él era muy importante esta primera reunión, ya que suponía el ingreso efectivo en la comunidad de creyentes (me refiero a los de la base de la pirámide partitocrática, que conste, no al resto...) y la posibilidad de consagrar sus esfuerzos y desvelos a intentar cambiar el mundo que le rodeaba con su pequeña aportación simbólica.
Sé que parezco un cínico redomado (quizás lo sea, no me quito méritos sobre este particular) pero es que en estas páginas de mi diario puedo escribir, sin tapujos, dobleces o artificiosidad, lo que pasa por mi cabeza. No existe el prisma censor que a todos, sin excepciones, nos limita a la hora de relacionarnos con terceros, donde siempre intentamos agradar y complacer o, al menos, no disgustar a los que tenemos enfrente. Por tanto, quiero dejar constancia -por si existiese alguna duda al respecto- que mi conducta prosocial en tanto en cuanto asumía el rol de acompañante de mi amigo era absolutamente prudente y acomodaticia a las circunstancias; comedida y respetuosa. Opté por hablar poco para no meter la pata, lo estrictamente necesario.
Avistamos la puerta del local y pudimos apreciar que una masa informe de acólitos se iba arremolinando lentamente en torno a la puerta. Entre ellos se conocían, por lo que pude ver abrazos, apretones de manos, besos, guiños de complicidad... en fin, todo el despliegue habitual entre vecinos y parroquianos que comparten un momento festivo y que no se ven todos los días. Antonio, como era previsible, no conocía prácticamente a nadie. Bueno, claro está, con la excepción de sus avalistas (los que le prestaron su aval para permitirle su ingreso en la hermandad aquel aciago día), a los que se dirigió con presteza, esbozando una franca sonrisa en los labios. Éstos, me temo que no lo reconocieron inmediatamente, le devolvieron un frío, cortés y efímero apretón de manos cuando Antonio, presa de una emoción contenida, se dirigió a ellos para saludarlos efusivamente. Supongo que asistía a los rudimentos básicos de un protocolo social largamente consolidado con el paso de los años en el que cualquier aspirante a la comunidad tenía que pasar por ciertas pruebas de manera inexcusable para ser admitido, de facto, por el resto de fieles a la causa. Al parecer, los hechos lo evidenciaban, Antonio no había atravesado el espejo aún. Dándome cuenta del ligero desaire al que había asistido, desplacé a mi amigo amablemente del lugar donde se había quedado clavado como una cariátide del Partenón. No lo sé con exactitud, pero supongo que Antonio anhelaba que sus nuevos hermanos en la fe lo acogieran con hojas de palma y cánticos espirituales; es lo que tiene la iconografía mitinera cuando vemos imágenes de reuniones políticas en televisión. Aquello, y no había hecho más que comenzar, comenzaba a parecerse al escenario que yo me había imaginado. En cualquier caso, no quise desilusionar al nuevo militante con mis críticas y apreciaciones ácidas.
Deambulamos apaciblemente por los alrededores intercambiando primeras impresiones, sin atrevernos a entrar en el local, porque todo el mundo parecía no tener prisa. Ya me temía yo que esto no iba a ser cuestión de una o dos horas. El caso es que tras más de veinte minutos pasada la hora de la convocatoria, se adentró en el espacio público de la plaza un buen mozo de fisonomía enjuta y espesas cejas que ya peinaba canas. Pelo largo y revuelto, de mirada altiva y disciplente, venía rodeado por un pequeño grupo de personas en actitud rastrera y aduladora; se dirigían hacia donde estábamos. El tal mozo, me enteré más tarde, era diputado por esa demarcación territorial y, al parecer, militante de base (él se definía así, pero su base era más que cuestionable) de aquella agrupación. A medida que se acercaba al grupo de hermanos congregados en la puerta del local, unos y otros dirigieron sus miradas, sonrisas y disposición corporal de anhelada bienvenida hacia el mesías, encarnado en el apuesto político de pose chulesca y ademanes ampulosos. Hasta tal punto fue digno de ver el espectáculo que yo mismo no logré explicarme, en esos momentos, a qué se debía tal despliegue de interés por la presencia de alguien. Julio, así se llamaba nuestro hombre, se acercó a la masa congregada y comenzó a dar estudiados apretones de manos (agarrando con la diestra y reforzando, en el antebrazo, con la zurda), guiños, besos, cachetadas.... impresionante. Hasta a mí, que no me conocía de nada, me dedicó una estudiada sonrisa y me endilgó, por toda la cara, un saludo más efusivo que si de un familiar cercano se tratase. "Me alegro mucho de verte", me dijo. Sonreía como una marioneta pero sus ojos escrutadores a buen seguro que intentaban ubicarme en el microcosmos de la hermandad allí congregada. Como posiblemente esbocé mi aspecto más simiesco y aborregado (sí, creanme, es posible esa paradógica dualidad facial en mi persona) se alejó rápidamente de mi vista para proseguir su paseíllo taurino resguardado en su transitar peripatético por una ristra de esforzados compinches y aduladores.
Deambulamos apaciblemente por los alrededores intercambiando primeras impresiones, sin atrevernos a entrar en el local, porque todo el mundo parecía no tener prisa. Ya me temía yo que esto no iba a ser cuestión de una o dos horas. El caso es que tras más de veinte minutos pasada la hora de la convocatoria, se adentró en el espacio público de la plaza un buen mozo de fisonomía enjuta y espesas cejas que ya peinaba canas. Pelo largo y revuelto, de mirada altiva y disciplente, venía rodeado por un pequeño grupo de personas en actitud rastrera y aduladora; se dirigían hacia donde estábamos. El tal mozo, me enteré más tarde, era diputado por esa demarcación territorial y, al parecer, militante de base (él se definía así, pero su base era más que cuestionable) de aquella agrupación. A medida que se acercaba al grupo de hermanos congregados en la puerta del local, unos y otros dirigieron sus miradas, sonrisas y disposición corporal de anhelada bienvenida hacia el mesías, encarnado en el apuesto político de pose chulesca y ademanes ampulosos. Hasta tal punto fue digno de ver el espectáculo que yo mismo no logré explicarme, en esos momentos, a qué se debía tal despliegue de interés por la presencia de alguien. Julio, así se llamaba nuestro hombre, se acercó a la masa congregada y comenzó a dar estudiados apretones de manos (agarrando con la diestra y reforzando, en el antebrazo, con la zurda), guiños, besos, cachetadas.... impresionante. Hasta a mí, que no me conocía de nada, me dedicó una estudiada sonrisa y me endilgó, por toda la cara, un saludo más efusivo que si de un familiar cercano se tratase. "Me alegro mucho de verte", me dijo. Sonreía como una marioneta pero sus ojos escrutadores a buen seguro que intentaban ubicarme en el microcosmos de la hermandad allí congregada. Como posiblemente esbocé mi aspecto más simiesco y aborregado (sí, creanme, es posible esa paradógica dualidad facial en mi persona) se alejó rápidamente de mi vista para proseguir su paseíllo taurino resguardado en su transitar peripatético por una ristra de esforzados compinches y aduladores.
Poco a poco, con más de cuarenta minutos de retraso sobre la hora prevista, la gente comenzó a entrar en el local sin dejar de charlar entre ellos. Mi amigo me miraba un tanto desesperado, con cierto agobio por el retraso, pero le resté importancia. Total, ya había asumido que tenía la tarde-noche perdida. Todo sea por la amistad; Antonio se merecía eso y más. Mientras tanto, poniendo el oído aquí y allá pude reconstruir un poco la biografía del tal Julio. Parece ser que, además de diputado por la provincia, era miembro -militante de base, le gustaba decir- de dicha agrupación local. Eso es lo oficial y públicamente conocido por todos. La intrahistoria, la parte más jugosa y sugestiva que sólo compartían los iniciados y algunos periodistas que se dedicaban a este ámbito sectorial de la información, venía a ser que el referido mozo lideraba una de las facciones, familias, clanes -como quieran llamarlo, pero es absolutamente verídico lo que les cuento- del partido en la localidad. Hasta tal punto que dicha familia, dentro de la hermandad, constituía un círculo absolutamente reservado y hermético que, emulando a los Capuletos y Montescos de la tragedia shakespeariana, dedicaba horas, recursos y esfuerzos compartidos para meterle permanentemente el dedo en el ojo al clan rival, sí, lógicamente, del mismo partido. Todo esto me lo malicié a partir de los breves intercambios comunicativos que tuve ocasión de compartir con los militantes presentes en aquel acto. No sé si Antonio se percataba de ello, pero no estaba en mi ánimo, en cualquier caso, romper su cáscara de prístina inocencia política. Ya tocaría hablar de ello, si se terciaba la ocasión.
Por las matemáticas tan enrevesadas y mutables que tiene la geografía política, resulta que el clan de Julio (sé que suena a orquestina de pueblo anunciando un bolo, pero es lo que hay, miren ustedes) tenía su "percha" o "paraguas" con ramificaciones del mismo que llegaban hasta más allá de la provincia. Esto es, que mis buenos convecinos no habían inventado nada ni se habían constituido en cantón independiente con relación a la praxis política al uso. Se trataba de una burda y contextualizada réplica, a nivel local, de un modus operandi absolutamente consolidado y asumido en la práctica consuetudinaria del partido; supongo que de todos los partidos, que aquí no se salva ni el "tato", en lo que viene siendo la faena y rudimentos clientelares y mafiosos. El caso es que la familia dominante, a la que pertenecía Julio, lo era hasta tal punto que su criterio era absolutamente crucial y determinante a la hora de premiar a sus acólitos, los miembros con cierto pedigrí del clan, con prebendas o cargos públicos cuando había ocupado cualquier ámbito de poder. Escuché un porcentaje, no sé si sería cierto o inflado, que algún bocazas me endilgó, presuponiendo que yo era, en primer lugar, hermano en la fe, y, en segunda instancia, un neófito secuaz adscrito al clan de Julio; los "Julianes", se autodenominaban los pobres diablos. Parece ser que la familia ostentaba un nivel de representación cercano al setenta por ciento. ¿De qué?, me preguntaría un hipotético lector de estas líneas. Pues de supuesta representación y, en definitiva, de poder interno o influencia. Sí, tal y como les digo. Eso venía a significar que cualquier lista electoral, cualquier comicio, o designación eventual de un cargo público priorizaba, antes que la capacitación, experiencia u honestidad del afortunado, la fe ciega, exclusiva y excluyente, del premiado hacia la familia que le había cobijado y le permitía ascender en la jerarquía piramidal de las élites, de los elegidos. Daba igual que la nueva figura política fuese un cretino de reconocido prestigio.
Nadie parecía tener prisa para comenzar lo que supuestamente era el acto para el que había sido convocado oficialmente mi amigo Antonio. Esta liturgia previa, porque así era, parecía mucho más importante que el debate en torno al proyecto del programa electoral que mi esforzado amigo se había hartado de estudiar, subrayar y analizar. Pasada una hora desde el comienzo oficial del acto, alguien comenzó a pasar revista disciplinadamente a todos los corrillos (a buen seguro, un joven miembro de la tribu haciendo méritos como auxiliar de organización) e invitándonos a pasar al salón donde había de celebrarse el ya, a estas alturas, anhelado encuentro formativo-espiritual. Hasta yo estaba deseando que empezara, aunque no se lo puedan creer. Poco a poco, la procesión seguía sin tener prisa, fuimos entrando y ocupando las sillas disponibles. Aunque mi amigo Antonio quería ubicarse en la primera fila, escuchó con atención mi sugerencia y ambos nos dirimos a un lugar un poco más discreto, por lo que pudiera pasar. Nos sentamos juntos y él comenzó a desplegar los folios que traía con anotaciones para repasar una posible e hipotética intervención. A medida que lo veía releer enfervorizado las líneas que había emborronado con esmero e ilusión, mi estómago comenzó a ofrecerme una sensación desasosegante, compatible peligrosamente con la aerofagia. Las cosas no iban para mejor, me estaba temiendo que Antonio, a poco que lo pudiese evitar el que esto escribe, podría hacer el ridículo de manera escandalosa en aquel antro. Me persigné internamente y comencé a recitar mentalmente mi mantra para intentar apaciguar mi espíritu.
En esas estábamos cuando el oficiante, un sujeto que tenía pinta de ocupar un rango jerárquico intermedio en la estructura local, se dirigió al estrado y rogó al respetable público asistente silencio para poder comenzar su alocución. El tal Javier, que así se llamaba, lucía una cuidada perilla, jersey desfondado y sus ojos, desmesuradamente orientados hacia el techo del recinto, parecían dirigirse hacia el infinito cuando balbucía las primeras palabras de su monólogo. En ese momento, Antonio dejó de leer los folios, se quitó las gafas y ambos prestamos atención al personaje que principiaba su intervención.
Continuará...