El
espejo le devolvió una mueca estúpida y rastrera; no se aguantaba
ni él mismo. Apartó cansinamente la mirada y arrancó el coche tras
ponerse el semáforo en verde.
Tendría que hacerle caso a su esposa
y plantearse un cambio de imagen. Incluso para un asesino a sueldo,
la estética había llegado a ser imprescindible.
Se sacudió con
asco los restos de pólvora de la camisa y condujo apaciblemente. No
era cuestión de levantar sospechas.
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