Relato corto.
Bajó la escalera del edificio donde vivía saltando los peldaños de dos en dos. Llegaba tarde a su clase de esgrima, cosa inusual en él, y no podía permitírselo. La impuntualidad, tal y como le habían inculcado desde muy temprana edad, era un vicio reprobable que había que evitar a toda costa. Salió del portal como una exhalación y avanzó por la estrecha calle dando grandes zancadas. Miró su reloj y calculó mentalmente la distancia que lo separaba del sitio donde recibía sus clases . A buen ritmo, calculó, y sin necesidad de correr, llegaría justo a tiempo. Esa sensación de control le tranquilizaba y templaba los nervios. Además, estaba cada día que pasaba más seguro de que nunca podría sustraerse a ella. Era superior a sus fuerzas y, bien pensado, todo el mundo tenía sus particulares manías y rituales. Ser un obseso de la puntualidad no le convertía, de manera automática, en un demente.
Miró de soslayo, por cuarta vez en los últimos cinco minutos, su preciado cronógrafo de pulsera. Aumentó el ritmo de su paso. Sin saber cómo, tropezó con un bordillo y fue a dar de bruces contra el tronco de un árbol. Gracias a sus afilados reflejos, adiestrados por sus habituales ejercicios de esgrima, pudo evitar partirse la cara. Interpuso el brazo derecho en la trayectoria que seguía su cabeza, directamente hacia el árbol, y el golpe quedó amortiguado. Aún así, no pudo evitar caer al suelo. Una caída sin la mayor importancia. Estaba más dolido por el ridículo encontronazo con el árbol y el patético batacazo que por el impacto de su brazo contra el árbol. En ese preciso momento, afortunadamente, la calle se encontraba desierta. Eso evitó el bochornoso espectáculo que hubiese supuesto que algún samaritano bienintencionado se acercase presuroso para ayudarle a incorporarse. Se dispuso, sin más dilación, a proseguir su apurada marcha. Aún podría llegar a tiempo si se daba prisa. Todo estaba bajo control.
Al poner su mano en el suelo con objeto de incorporarse tocó algo metálico. Se fijó con más detalle y descubrió una moneda relativamente grande. La cogió entre sus dedos y la miró con curiosidad. Se percató en seguida de que no era de curso legal en su país. Era una moneda rara y parecía, a primera vista, antigua. Ya tendría tiempo de averiguar su procedencia si seguía interesado en ello. Se la guardó despreocupadamente en el bolsillo de su camisa y se olvidó del asunto. Ahora su objetivo prioritario era llegar a tiempo y lo iba a conseguir.
Llegó al local con el tiempo justo de cambiarse de atuendo, acorde con el rigor exigido por el entrenamiento al que se iba a someter. Se cambió el pantalón y el calzado. Cogió la careta protectora de rejilla metálica y se puso el peto, que estaba un tanto ajado y con visibles signos de deterioro por el uso. Tendría que procurarse uno nuevo en cuanto dispusiera de algún tiempo. No se iba a poner cualquier modelo o marca de los que estaban a disposición de los esgrimistas noveles e inexpertos. Por ello, prefirió el suyo en vez de tomar prestado alguno de los que había en el vestuario. Con la funda que contenía su florete, se dirigió a la galería con paso apresurado. Dentro aguardaban ya el resto de sus compañeros de clase.
En ese preciso instante entró el maestro y cerró la puerta tras de sí. Al tratarse de un deporte entre caballeros, la puntualidad constituía la primera regla que tenía que ser observada a rajatabla, por lo que todo aquel que pretendiese entrar en el recinto tenía que hacerlo necesariamente antes que el maestro. De no ser así, podía dar por perdida su clase. A más de uno le había pasado, provocando la sonrisa de hiena de alguno de sus compañeros de armas. Todos ellos, sin excepción, se enorgullecían de su puntualidad obsesiva, como signo incontestable de distinción. Tras los saludos rituales y protocolarios de rigor comenzó la clase. El maestro comprobó el equipamiento y los floretes de sus alumnos para cerciorarse de que todo estaba en perfecto estado de revista, especialmente el botón protector de la punta. Al llegarle su turno, pudo percibir cierta mirada de reprobación del maestro cuando palpó su chaleco, a lo que respondió asintiendo indicando que tomaba nota mental de ello. Una vez cumplido ese trámite obligado, procedió a emparejar a los contendientes. Le hubiese gustado dilatar un poco más su enfrentamiento, para poder calmarse tras la accidentada travesía, pero la voluntad del maestro quiso que fuese el primero en batirse. Lo haría con otro joven de su misma altura y complexión, algo impetuoso en el trato. Podía haber sido peor.
El asalto entre los contendientes no constituía un mero ejercicio físico, les repetía continuamente el maestro. El "fair play" que debía caracterizar cualquier actividad deportiva se elevaba a la enésima potencia en el caso de la esgrima y convertía cada enfrentamiento en un lance de honor entre caballeros. Tras saludarse mutuamente ambos contendientes adoptaron la posición clásica de combate. Con suavidad no exenta de firmeza sostenía la empuñadura de su florete. Al tiempo, flexionó ambas piernas. La derecha, como marcaban los cánones, estaba adelantada. Las hojas de acero chocaron suavemente y ambos comenzaron a evolucionar a lo largo de la iluminada galería, bajo la atenta mirada del maestro y de sus condiscípulos. El ruido metálico producido por el choque de ambos aceros repiqueteaba continuamente. Ambos recibieron varios botonazos en sus respectivos petos protectores. Nada de importancia; meros rudimentos del lance. El ejercicio evolucionó sin ninguna incidencia. Tras varios minutos, decidió que era un buen momento para dar un toque de estilo al enfrentamiento. A la media estocada de su contrincante respondió desenganchando y tirando en cuarta. Éste, a su vez, paró también en cuarta. Recordó, como si la estuviera mirando en esos momentos, la estampa número XIII del Nuevo arte de esgrima, un clásico que había estudiado a fondo y prácticamente memorizado. Se dispuso a tirar una estocada en Flanconada, adoptando la mejor posición posible que facilitase su ejecución. La punta de su florete se encontraba en Cuarta baja, por debajo del puño del contrario. En un rápido movimiento, tomó la parte débil del florete de su contendiente, sin abandonarla, y dirigió su punta al costado bajo el codo. Justo en la mitad de la evolución requerida, al inclinar la estocada hacia abajo con objeto de evitar la contraria en segunda, estuvo a punto de dar un traspiés que lo desequilibró momentáneamente.
Su adversario aprovechó ese contratiempo para encajar en el minúsculo hueco que dejó su defensa una estocada certera, tirándose a fondo. La mala suerte, porque no es posible otra explicación alternativa, hizo que durante el lance que mantenían, el pequeño botón que protegía la punta del florete de su contrincante se desprendiera sin que ninguno de los dos esgrimistas se percatase de ello. Ni tan siquiera el maestro lo apreció. Tan certera fue la estocada que penetró limpiamente en el chaleco a la altura del pecho que todos se quedaron sobrecogidos y el maestro dió un grito desgarrado para que cesara el combate de inmediato. Se acercaron los presentes a rodearlo, ya que yacía desorientado en el suelo. El maestro, extrañado, introdujo lentamente su dedo por el agujero que había dejado la punta desnuda del florete en el peto protector. Con la cara desencajada, no daba crédito a lo que encontró. Su dedo índice palpó la dureza de una chapa metálica que había evitado el letal desenlace como consecuencia de un accidente absolutamente fortuito. Tras quitarse el peto y el chaleco con cuidado, pudo apreciar un limpio agujero que atravesaba su camisa justo delante del lugar que ocupaba la moneda que guardó apresuradamente en la calle, cuando la encontró al caerse. ¿Todo controlado...?