28 mayo 2015

Todo controlado.

Relato corto.

Bajó la escalera del edificio donde vivía saltando los peldaños de dos en dos. Llegaba tarde a su clase de esgrima, cosa inusual en él, y no podía permitírselo. La impuntualidad, tal y como le habían inculcado desde muy temprana edad, era un vicio reprobable que había que evitar a toda costa. Salió del portal como una exhalación y avanzó por la estrecha calle dando grandes zancadas. Miró su reloj y calculó mentalmente la distancia que lo separaba del sitio donde recibía sus clases . A buen ritmo, calculó, y sin necesidad de correr, llegaría justo a tiempo. Esa sensación de control le tranquilizaba y templaba los nervios. Además, estaba cada día que pasaba más seguro de que nunca podría sustraerse a ella. Era superior a sus fuerzas y, bien pensado, todo el mundo tenía sus particulares manías y rituales. Ser un obseso de la puntualidad no le convertía, de manera automática, en un demente. 



Miró de soslayo, por cuarta vez en los últimos cinco minutos, su preciado cronógrafo de pulsera. Aumentó el ritmo de su paso. Sin saber cómo, tropezó con un bordillo y fue a dar de bruces contra el tronco de un árbol. Gracias a sus afilados reflejos, adiestrados por sus habituales ejercicios de esgrima, pudo evitar partirse la cara. Interpuso el brazo derecho en la trayectoria que seguía su cabeza, directamente hacia el árbol, y el golpe quedó amortiguado. Aún así, no pudo evitar caer al suelo. Una caída sin la mayor importancia. Estaba más dolido por el ridículo encontronazo con el árbol y el patético batacazo que por el impacto de su brazo contra el árbol. En ese preciso momento, afortunadamente, la calle se encontraba desierta. Eso evitó el bochornoso espectáculo que hubiese supuesto que algún samaritano bienintencionado se acercase presuroso para ayudarle a incorporarse. Se dispuso, sin más dilación, a proseguir su apurada marcha. Aún podría llegar a tiempo si se daba prisa. Todo estaba bajo control.

Al poner su mano en el suelo con objeto de incorporarse tocó algo metálico. Se fijó con más detalle y descubrió una moneda relativamente grande. La cogió entre sus dedos y la miró con curiosidad. Se percató en seguida de que no era de curso legal en su país. Era una moneda rara y parecía, a primera vista, antigua. Ya tendría tiempo de averiguar su procedencia si seguía interesado en ello. Se la guardó despreocupadamente en el bolsillo de su camisa y se olvidó del asunto. Ahora su objetivo prioritario era llegar a tiempo y lo iba a conseguir.


Llegó al local con el tiempo justo de cambiarse de atuendo, acorde con el rigor exigido por el entrenamiento al que se iba a someter. Se cambió el pantalón y el calzado. Cogió la careta protectora de rejilla metálica y se puso el peto, que estaba un tanto ajado y con visibles signos de deterioro por el uso. Tendría que procurarse uno nuevo en cuanto dispusiera de algún tiempo. No se iba a poner cualquier modelo o marca de los que estaban a disposición de los esgrimistas noveles e inexpertos. Por ello, prefirió el suyo en vez de tomar prestado alguno de los que había en el vestuario. Con la funda que contenía su florete, se dirigió a la galería con paso apresurado. Dentro aguardaban ya el resto de sus compañeros de clase. 



En ese preciso instante entró el maestro y cerró la puerta tras de sí. Al tratarse de un deporte entre caballeros, la puntualidad constituía la primera regla que tenía que ser observada a rajatabla, por lo que todo aquel que pretendiese entrar en el recinto tenía que hacerlo necesariamente antes que el maestro. De no ser así, podía dar por perdida su clase. A más de uno le había pasado, provocando la sonrisa de hiena de alguno de sus compañeros de armas. Todos ellos, sin excepción, se enorgullecían de su puntualidad obsesiva, como signo incontestable de distinción. Tras los saludos rituales y protocolarios de rigor comenzó la clase. El maestro comprobó el equipamiento y los floretes de sus alumnos para cerciorarse de que todo estaba en perfecto estado de revista, especialmente el botón protector de la punta. Al llegarle su turno, pudo percibir cierta mirada de reprobación del maestro cuando palpó su chaleco, a lo que respondió asintiendo indicando que tomaba nota mental de ello. Una vez cumplido ese trámite obligado, procedió a emparejar a los contendientes. Le hubiese gustado dilatar un poco más su enfrentamiento, para poder calmarse tras la accidentada travesía, pero la voluntad del maestro quiso que fuese el primero en batirse. Lo haría con otro joven de su misma altura y complexión, algo impetuoso en el trato. Podía haber sido peor. 

El asalto entre los contendientes no constituía un mero ejercicio físico, les repetía continuamente el maestro. El "fair play" que debía caracterizar cualquier actividad deportiva se elevaba a la enésima potencia en el caso de la esgrima y convertía cada enfrentamiento en un lance de honor entre caballeros. Tras saludarse mutuamente ambos contendientes adoptaron la posición clásica de combate. Con suavidad no exenta de firmeza sostenía la empuñadura de su florete. Al tiempo, flexionó ambas piernas. La derecha, como marcaban los cánones, estaba adelantada. Las hojas de acero chocaron suavemente y ambos comenzaron a evolucionar a lo largo de la iluminada galería, bajo la atenta mirada del maestro y de sus condiscípulos. El ruido metálico producido por el choque de ambos aceros repiqueteaba continuamente. Ambos recibieron varios botonazos en sus respectivos petos protectores. Nada de importancia; meros rudimentos del lance. El ejercicio evolucionó sin ninguna incidencia. Tras varios minutos, decidió que era un buen momento para dar un toque de estilo al enfrentamiento. A la media estocada de su contrincante respondió desenganchando y tirando en cuarta. Éste, a su vez, paró también en cuarta. Recordó, como si la estuviera mirando en esos momentos, la estampa número XIII del Nuevo arte de esgrima, un clásico que había estudiado a fondo y prácticamente memorizado. Se dispuso a tirar una estocada en Flanconada, adoptando la mejor posición posible que facilitase su ejecución. La punta de su florete se encontraba en Cuarta baja, por debajo del puño del contrario. En un rápido movimiento, tomó la parte débil del florete de su contendiente, sin abandonarla, y dirigió su punta al costado bajo el codo. Justo en la mitad de la evolución requerida, al inclinar la estocada hacia abajo con objeto de evitar la contraria en segunda, estuvo a punto de dar un traspiés que lo desequilibró momentáneamente. 


Su adversario aprovechó ese contratiempo para encajar en el minúsculo hueco que dejó su defensa una estocada certera, tirándose a fondo. La mala suerte, porque no es posible otra explicación alternativa, hizo que durante el lance que mantenían, el pequeño botón que protegía la punta del florete de su contrincante se desprendiera sin que ninguno de los dos esgrimistas se percatase de ello. Ni tan siquiera el maestro lo apreció. Tan certera fue la estocada que penetró limpiamente en el chaleco a la altura del pecho que todos se quedaron sobrecogidos y el maestro dió un grito desgarrado para que cesara el combate de inmediato. Se acercaron los presentes a rodearlo, ya que yacía desorientado en el suelo. El maestro, extrañado, introdujo lentamente su dedo por el agujero que había dejado la punta desnuda del florete en el peto protector. Con la cara desencajada, no daba crédito a lo que encontró. Su dedo índice palpó la dureza de una chapa metálica que había evitado el letal desenlace como consecuencia de un accidente absolutamente fortuito. Tras quitarse el peto y el chaleco con cuidado, pudo apreciar un limpio agujero que atravesaba su camisa justo delante del lugar que ocupaba la moneda que guardó apresuradamente en la calle, cuando la encontró al caerse. ¿Todo controlado...?




25 mayo 2015

Estación de término.

Microrrelato.


Curiosamente, el traqueteo del camión me relajaba. A pesar de lo accidentado de la marcha por aquella pista forestal, nunca habría imaginado que mis nervios estarían tan templados cuando llegase la hora. Por mi trabajo en el hospital, como enfermero, había visto a mucha gente despedirse de sus familiares cuando eran desauciados y un atisbo de consciencia brillaba todavía en sus ojos. La tónica general, en casi todos los casos, era la serenidad. Una aceptación estoica y prudente del hecho inaplazable que su tren estaba a punto de llegar a la estación de término. Por eso, pensaba, no me sorprendía en absoluto comprobar las maneras tan diversas y particulares que tenía cada cual de pasar por ese obligado trance. 

A mi lado, un joven barbilampiño, que no tendría más de dieciocho años, gimoteaba con la cabeza agarrada entre las manos. Justo detrás, un mocetón de constitución bastante fornida tarareaba desde que nos montamos en esta pocilga ambulante un bonito fandango cortijero que, según me aclaró al preguntarle, era habitual en las fiestas campesinas que frecuentaba en la comarca. Por mi parte, sabiendo el final cercano, me había invadido una sensación de calma extraña en mí, de natural inquieto y bastante nervioso. Afortunadamente, puedo decir, no tenía familia ni mujer de la que despedirme. Eso me ahorraba. Me descubrí contemplando el cielo a través de un aparatoso descosido de la lona que cubría aquel destartalado y apestoso vehículo. Las nubes conformaban un caprichoso tapiz multicolor a medida que el sol naciente, al desperezarse, las iba atravesando lentamente. Sería, sin lugar a dudas, un bonito día para pasear.


Llegamos a nuestro destino, según pude colegir por la brusca parada y los gritos aguardientosos de aquellos infelices que nos conminaban, fusil en mano, a descender del camión. Tuve que ayudar al muchacho que había a mi lado ya que se había quedado rígido como un gato muerto. A empujones, nos indicaron que teníamos que acercarnos a un muro prácticamente destrozado, en el que se veían múltiples impactos de proyectiles y, en su base, abundantes casquillos de balas. Pude ver de reojo, mientras avanzaba en fila, un trapo sucio y cochambroso que ondeaba atado a un improvisado mástil, encima del muro de aquel convento abandonado. Con un poco de imaginación, podríamos deducir que representaba la bandera y los ideales de aquellos que, sin el menor remordimiento y con menor conocimiento aún de los estúpidos dogmas que supuestamente representaba aquel trapo deshilachado, nos iban a despachar en unos minutos.
En un susurro, seguía sonando el fandango en aquella voz rota y desgarrada. Tenía arrestos, sí señor, mi compañero de fatigas. El desastrado que, con un fusil colgado del hombro, se acercó a nosotros, nos entregó una venda para taparnos los ojos. En en sus orígenes debió ser blanca; ahora incorporaba la mugre y el sudor de aquellos que nos habían precedido en esta estúpida ceremonia. La mayoría accedieron, atemorizados, llorosos y confundidos. Mi compañero, al cante, y yo, sin guitarra, decidimos afrontar a cara descubierta el final de la película, apañado por el ridículo coro de acólitos desarrapados que constituían el improvisado pelotón de fusilamiento. Miré al cielo y pude ver, más allá de las nubes, que la única bandera por la que había vivido, soñado y amado no podrían arrebatármela aquellos pobres diablos, aunque me matasen diez veces. Suspiré...
¡Fuego!


22 mayo 2015

Real... como la vida misma.


A continuación, dos microrrelatos elaborados a partir de la primera frase del mismo.


Cuestión de números.


Ya no podíamos contar con él, aunque nadie lo lamentara. Sólo las cuatro plañideras de turno gimotearon durante un buen rato cuando se hizo oficial la noticia. Que se quitara de en medio cortándose las venas era comprensible; ya no le quedaba nada a lo que aferrarse. Que lo hiciera estropeando la mullida alfombra persa de su despacho no tenía perdón. Habría que redecorarlo todo de nuevo. Una persona tan leal a los principios de austeridad que él mismo había instaurado en la empresa se lo tendría que haber pensado dos veces o bien despedirse en el retrete. Curiosamente, la venganza siempre fue su plato favorito.

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Ante todo, organización.

Y las azules, las del abuelo. Supongo que verían al pobre hombre con sus pañales y tuvieron la amabilidad de entregarnos unas sábanas para que la orina no empapase el ajado colchón de espuma donde tendría que pasar las noches. Fueron las últimas indicaciones que recibí antes de que cerrara la puerta aquella señora achacosa. Si bien era de agradecer la iniciativa de aquella organización, el desahucio me había dejado noqueado. Nos metieron a todos en un pequeño cuarto y nos apañamos para organizar los pocos enseres que habíamos podido sacar cuando la policía nos desalojó sin miramientos de nuestra casa. Cerré los ojos.





20 mayo 2015

Vivo sin vivir en mí.



- Doctor, ¿está seguro que me quedan dos meses de vida?
- Es lo que puede interpretarse de las pruebas que le acabo de realizar. Es un cálculo aproximado, ciertamente. Pero sí, estoy convencido. Su corazón dejará de latir entonces. 
- ¿No podría hacer algo para evitarlo?
- No es fácil, créame. Aunque la ciencia médica ha avanzado mucho en los últimos años, lo suyo tiene un origen genético, una extraña mutación cromosómica. Por resumir y para que me entienda, podríamos decir que se trata de una cita programada. Además, permítame ilustrar el caso sin ánimo ofensivo, usted ha colaborado activamente con su sedentarismo, ingesta desaforada de grasas, azúcares, hipertensión y poco espíritu...


- ¿Espíritu, a qué se refiere exactamente?
- Bueno, hombre, es una manera de hablar. En cualquier caso, en estos momentos le vendrá bien carecer del mismo; evitará que se agobie en exceso o llegue a la desesperación.
- Entiendo. Por cierto, doctor, ¿me dolerá mucho?
- Pues mire, por lo que me han contado, dependerá de algunos factores...
- ¿Factores? ¿Qué quiere decir?
- En su caso, no debe preocuparse demasiado. Será un mero evento mecánico, un acontecimiento físico, prácticamente indoloro. Además...
- ¿Sí, doctor?
- No se impaciente, buen hombre. Le decía que lleva usted varios años muerto. Su cuerpo se ha limitado a sobrevivir mecánicamente al entorno.
- Me tranquiliza usted, doctor.
- Ya se lo decía yo, lo suyo no tiene mayor importancia. Si supiera lo que tenemos aquí en consulta todos los días...
- Me hago cargo...
- Deje de preocuparse y limítese a vegetar como lleva haciendo desde hace más de tres décadas. Siga enchufado al televisor y disfrute de sus efluvios narcotizantes, le mantendrá relajado...
- Si me lo permite, es usted un ángel...
- Lo sé. Buenas tardes y anímese...
- Gracias, doctor.
- ¡Siguiente!

18 mayo 2015

Una imagen en sepia.



Releyó por última vez aquellos trazos irregulares de tinta desvaída que había transcrito en las primeras páginas de su cuaderno, ajado por el uso. Hacía ya demasiados años, no recordaba exactamente cuándo. Sus anotaciones, a lo largo de su vida, habían devorado paulatinamente aquel bonito ejemplar, adquirido una lluviosa tarde otoñal en París. La recordaba como si le hubiese pasado hace unos días. Para protegerse del feroz aguacero, se introdujo en el primer establecimiento que encontró a su paso en la búsqueda desesperada de cobijo. Aquella vieja librería mostraba en un pequeño estante una rica variedad de cuadernos y plumas de los que se enamoró al instante. A pesar de que llevaba empapado el traje, se dirigió al dependiente que lo observaba perspicaz tras unas pequeñas gafas de concha. Sacó un arrugado billete del bolsillo e hizo que le preparase un paquete con varios de aquellos cuadernos. Le habían acompañado desde entonces. Volviendo al presente, deslizó suavemente su sarmentoso dedo sobre aquellos caracteres al tiempo que susurraba lentamente uno de los mantras que habían guiado su procelosa existencia. “Para todos los males, hay dos remedios: el tiempo y el silencio.” Paladeó el exánime sonido que sus labios pronunciaron.

El silencio, pauta obligada en su delicado oficio, se había convertido en su fiel aliado. Lejos de aquellos remordimientos de juventud, que le impelían a contarle a cualquier colega los desmanes que hubo de cometer para sobrevivir, hacía mucho tiempo que se había reconciliado con la prudencia. Por otra parte, el tiempo había terminado por soterrar muchas de las cicatrices de su espíritu, incluso aquéllas que estuvieron a punto de hacerle cometer alguna tropelía. Dumas tenía razón cuando escribió esa frase y, sin saberlo, había sido su secreto confidente y leal compañero de viaje.

Cerró el cuaderno y se deleitó contemplando la fotografía una vez más, posiblemente la última. Aquel recuerdo, inmortalizado en la imagen sepia que le había acompañado, muda y cómplice, durante las últimas décadas, sería lo último que sus gastadas pupilas contemplarían. Era su homenaje postrero a un tiempo que prefiguraba todo lo que había llegado a ser en su vida. No representaba un final rastrero para lo que había sido su azarosa biografía. Algunos colegas suyos no habían disfrutado de una despedida tan apacible y discreta. Por tanto, a fin de cuentas, se podía considerar un hombre afortunado.

Aspiró con delectación el áspero aroma que emanaba de la taza humeante que cobijaba entre sus manos. Para conseguir el resultado esperado había tenido que vaciar completamente la botella de elixir que guardaba celosamente en su armario en previsión de que su uso fuese necesario algún día. Ahora lo era. Las infusiones, desde su temprana juventud, fueron su perdición. Paradógicamente, esta última sería su salvación. Todo menos aguantar la molesta e indecorosa agonía que le aguardaba sin remisión alguna. Las olía y saboreaba con esmero y cariño. No había viaje del que volviese con las manos vacías. Siempre había un hueco en su pequeña bolsa para un paquete que contenía la más rara de las hierbas del lugar; algunas fragantes y con propiedades balsámicas, otras con sabores imposibles e inexplicables. 

Amante de la escenografía hasta el final, se recostó plácidamente sobre la deslucida alfombra oriental que presidía su pequeño salón, recuerdo de uno de sus primeros viajes al continente asiático. Lenta y ceremoniosamente, se acercó la taza a sus labios y sorbió sin premura el tibio elixir aromatizado que le permitiría alcanzar la liberación. La imagen de la foto le devolvió una mirada cómplice mientras que, mansa y apaciblemente, se fue quedando dormido.

12 mayo 2015

Lejos de cualquier lugar y cerca de ninguna parte (4).

Lejos de cualquier lugar y cerca de ninguna parte. Reflexiones canallas y desesperadas.
Relato (4ª y última parte)


El susurro de las olas le acompañaba mientras permanecía tumbado sobre la arena, encima de su pequeña toalla. Había apagado el móvil para disfrutar apaciblemente de ese rato al que se estaba acostumbrando, dos o tres veces por semana, y no pensaba renunciar a ese espacio de tiempo por nada del mundo. Decididamente, había cambiado de manera radical su relación con el dichoso artefacto sin necesidad de adoptar posturas maximalistas, como quemarlo, tirarlo desde la azotea del edificio o meterlo en una olla hirviendo. Por el contrario, poco a poco, consiguió reconstruir su "modus vivendi" a este respecto y podía decir que el teléfono había llegado a ser una valiosa herramienta que él utilizaba, que estaba a su servicio, y no a la inversa. Recuperar la soberanía en esa engorrosa parcela, como en muchas otras de su vida, le costó un denodado esfuerzo, ya que erradicar determinados hábitos sepultados en los oscuros recovecos de su atormentada psique no fue cosa fácil ni inmediata. Aún así, el relativo éxito obtenido a las pocas semanas de tomar esa determinación le animó para seguir avanzando en la recuperación del territorio que había perdido o le habían arrebatado, que para el caso es lo mismo. Ese pequeño logro, una nueva muesca en su revólver, abrió definitivamente la espita para poder alcanzar otros más importantes.


Poder disfrutar del mar y la playa en pleno mes de mayo se le antojaba lo más cercano al paraíso que había estado nunca. Antes de aquel cambio radical en su vida, no recordaba un solo año en el que pudiese descansar o irse de vacaciones más de una semana seguida. No es que se lo impidiese su trabajo en la empresa, que también, se trataba de algo más. Había llegado a interiorizar un desagradable sentimiento de culpa las contadas veces en que era consciente que no estaba produciendo, que alguna de sus actividades o pensamientos no estaban directamente relacionados con su objetivo prioritario y vital: ascender y lograr el reconocimiento que merecía por su esfuerzo y valía. Eso le generaba, como mínimo, una potente descarga de adrenalina y podía llegar a sentir la benéfica droga circulando velozmente por sus venas y arterias. Era un líder nato y había conseguido conciliar su potente carga genética, eso pensaba, con un duro adiestramiento que le había permitido escalar sin ninguna dificultad todos los peldaños de la empinada escalera que había comenzado a subir hacía más de dos décadas.

Día apacible, con una ligera brisa de poniente y el sol radiante en lo alto. ¿Qué más se podía pedir? Sin lugar a dudas, casi nada más. Perezosamente, se dio la vuelta para sentir el calor del sol en sus párpados. Enseguida se tornaron tibios y se deleitó, sin prisas, en sentirlos. Escuchaba periódicamente el áspero graznido de algunas gaviotas que revoloteaban por la orilla. Una vez, incluso, recuerda divertido que una de ellas, intrépida, le arrebató de las manos el bocadillo que comía distraídamente mientras contemplaba el eterno devenir de las olas. Aunque se llevó un buen susto, seguidamente comenzó a reír a carcajadas ante tal ocurrencia etológica. Definitivamente, la desvergüenza había llegado incluso a las aves, descendiendo muchos peldaños en la escala zoológica. Se sorprendió a sí mismo ante tal ataque de risa que le salió de las vísceras. Hacía mucho tiempo que no reía con tantas ganas. Incluso, llegó a llorar mientras lo hacía. A partir de ese día, recordaba, cuando se escapaba un rato a la playa, no olvidaba meter en su bolsa de mano unos trozos de pan duro que eran atrapados al vuelo por las asilvestradas gaviotas cuando se percataban de su presencia. Parecía un adiestrador y eso le divertía sobremanera.


Mudarse hace más de un año a esta pequeña localidad había sido una espléndida decisión; cada día lo tenía más claro. No le quita mérito el hecho de que fue una resolución obligada, cuando llegó el momento adecuado, pero podía haber elegido otras opciones. Y lo hizo. A decir verdad, se planteó diversas alternativas entonces, decantándose finalmente por el mar y la luz de aquella maravillosa costa. Ciertamente, no olvidaba que iba a trabajar y a emprender una nueva vida, pero su mente comenzaba a restañar heridas sangrantes y uno de los bálsamos que fue descubriendo paulatinamente era la posibilidad de combinar su trabajo con el disfrute de otros placeres, no necesariamente más caros ni exclusivos. Estaba harto del esnobismo insustancial en el que había estado envuelto y le asqueaba, aunque no se arrepentía de todo, gran parte del marco de referencia en el que había vivido hasta hacía dos años. Desde que lo tuvo claro, pocas semanas después de aquel amanecer, comenzó a disponer adecuadamente todas las piezas del puzle que terminaron por encajar seis meses después; hace año y medio. A medida que su mente comenzaba a clarificar toda la pesada bruma que le rodeaba comenzó a experimentar un alivio gradual, no explicable en términos externos o imputables a una mayor ingesta de medicación; es más, comenzó a reducirla paulatinamente.  Podríamos decir que su restablecimiento siguió una progresión directa con respecto a liberarse de las ataduras que lo mantenían firmemente anclado a su existencia. Se desprendió paulatinamente de todo aquello que había podido definir como amenaza a su integridad, física y mental. Esas cadenas fueron rompiéndose, aunque algunas se resistieron hasta el final. A veces le cuesta explicarse cómo consiguió desatar esos gruesos nudos ya que, en un principio, ni por sí mismo ni con ayuda externa pudo trazar una carta náutica decente que le permitiese trazar la adecuada derrota para arribar a buen puerto. Más de una vez, durante aquellos fatídicos meses, el proceloso mar por el que navegaba estuvo a punto de engullirlo y arrojarlo a las simas más oscuras y profundas. 

La soledad, que hasta hace relativamente poco tiempo era un suplicio a evitar a toda costa, se había convertido en su fiel aliada, en una compañera apacible y honesta con la que compartía ratos maravillosos. En esos momentos, sin prisas y con todo el sosiego del que era capaz, repasaba mentalmente toda su biografía y analizaba con calma la vorágine en la que su vida se convirtió, hasta caer en barrena a velocidad de vértigo. Dialogaba consigo mismo y encontraba la paz que nunca había tenido. Esa sensación era nueva y absolutamente gratificante. Antes, evitaba a toda costa tener un minuto de silencio interior ya que sus fantasmas no paraban de atemorizarle y empujarle, en una carrera frenética, hacia ningún sitio; hacia adelante y sin tener un minuto para reflexionar. ¡No había tiempo! Esos fantasmas, es una forma de hablar, no habían desaparecido completamente. Aún así, se había reducido de manera considerable su magnitud e importancia, representando sólo una ínfima parte del territorio de su conciencia que dominaron durante gran parte de su vida. Sin realizar ningún esfuerzo especial y como si fuese ayer mismo, evocaba con frecuencia aquel amanecer. Habían transcurrido dos años desde aquel día, pero algo hubo de ocurrirle en su mente, en su cerebro, en sus células... para que recordase cada instante, cada segundo que vivió al disponerse a comenzar aquella nueva jornada. 

Cartografiaba mentalmente en silencio, mientras disfrutaba de ese rato de descanso, cada uno de los pasos que dio aquella lejana mañana y los días ulteriores. Aunque no lo sabía a ciencia cierta, en aquel momento todavía le quedaban muchas noches de insomnio y llanto desconsolado. Noches en vela, rodeado de un silencio desapacible que parecía cobrar aliento vital y le afeaba constantemente su miserable estado. Ni por asomo su mejoría, si en esos precisos términos podemos hablar ahora, fue producto de un efecto mágico que modificara abruptamente su química cerebral hasta el punto de poder seguir actuando y desenvolviéndose como había hecho hasta ese momento. Es más, a poco que se reflexione sobre ello, si la mejora en su estado anímico hubiese sobrevenido rápidamente, con celeridad, muy posiblemente hubiese reiniciado el eterno ciclo en el que no había dejado de moverse durante toda su vida. La noria en la que estaba montado, como cualquier adicción que se precie, ejercía un papel apasionado, fascinante y seductor. Se resistía, una vez que había cobrado su presa, a abandonarla. Bastante había invertido en lograr esa adquisición. No es tan fácil encontrar a un descerebrado, por muy inteligente que sea, por lo que una vez hallada la víctima propiciatoria, perseverará para evitar su mejoría o curación. Sé que es ridículo hablar de esta circunstancia como si tuviese vida propia, dotándola de rasgos anímicos humanos, pero es lo que siento. En esos momentos veía que algo dentro de mí había adquirido un pálpito vital. No hablo de ectoplasmas o elementos paranormales; la demencia no me había llevado, aún, por ahí. Me refiero a una entidad figurada, metafórica, a la que había alimentado inconscientemente con cada uno de los pasos que había dado hacia, supuestamente, el éxito personal. 

No había ni una sola de mis actuaciones que no estuviese, eso creía con orgullo, encaminada a procurarme un logro, reconocimiento o premio. Mis metas y objetivos, siempre externos y tangibles, determinaban una trayectoria que no admitía variación alguna. No había tempestad, problema, circunstancia personal o de mi entorno más o menos cercano que me impidiese avanzar firmemente con objeto de lograr la consecución del camino que me había trazado. Ahora lo veo con mucha mayor claridad y nitidez; entonces ni lo apreciaba. Alimentaba al monstruo y éste me halagaba continuamente. Le daba de comer hasta que, finalmente, se rebeló contra mí y no supe enfrentarme. No sabía cómo hacerlo y no tenía agallas. No había hecho otra cosa en mi vida que cultivarlo y darle alas. Ahora tenía músculos, osamenta y envergadura suficiente para domeñarme sin apenas esfuerzo, con desprecio. Mi yo consciente, lo que muy en el fondo intuía que era, no podía hacerle frente, así que se dejó llevar animado por el éxito y los reconocimientos externos. Todo ello configuró una bonita armadura que sustituyó cada milímetro cuadrado de mi piel y se adaptó miméticamente a la misma. Nadie, ni yo mismo, era capaz de distinguirla de la verdadera y todos alababan su belleza, su complexión. Musculatura bien formada y tonificada, bronceado a tono con mi estatus social, peinado a la última moda, trajes de chaqueta lo suficientemente caros como para establecer una nítida frontera de separación con el vulgo que, ocasionalmente, pretendía camuflarse tras ellos para aparentar lo que no eran. Todo era una pantalla tras la que algo, ahora lo sé, se escondía sin poder salir. El aire viciado penetró, eso sí lo sé, en todas y cada una de mis células hasta el punto que rebosó el recipiente y, cada vez estoy más convencido de ello, llegó el fatídico día en el que se enfrentaron el monstruo que había creado con la minúscula marioneta rota en la que me había convertido. La desgarró con sus portentosas fauces y la devoró sin conmiseración ni remordimiento alguno. Eso sí, indulgente en su perversión, le permitió la desaforada ingesta de narcóticos diversos para hacer más dulce la amarga travesía por la que llevaba a rastras sus despojos, firmemente sujetos y sin posibilidad de revolverse. 

Es curioso. Soy capaz de reflexionar sobre todo esto sin que mi organismo se rebele. Sin palpitaciones, mareos o sudoración excesiva. Mi trabajo me ha costado, sin lugar a dudas. Aquella mañana, una vez que tomé conciencia del infame agujero donde me encontraba, tuve un momento de conciencia o lucidez, como queramos llamarlo. Un breve instante, un germen que empezó a crecer dentro de mí y que se parecía a un grito desgarrado desde mi interior. Un alarido sordo que pugnaba por escapar de mi apaleado y maltrecho cuerpo, pero que no tenía suficiente volumen para conseguirlo. Luché por interpretarlo, aunque no fue fácil. Había demasiadas distracciones en mi entorno y la maldita noria seguía dando vueltas a velocidad de vértigo. Ni podía detenerla ni era viable saltar en marcha. El malestar, anímico y físico, en el que me encontraba me había dejado absolutamente postrado, en un estado de absoluta devastación que no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Tuve claro que por más ayuda externa que recabara o recibiese, no conseguiría salir de allí salvo que asumiera mi propio papel en ese rescate. Mi dignidad, quizás lo único que me quedaba, me ayudó en esos oscuros y tenebrosos momentos. 



Aunque no sé, a ciencia cierta, cómo lo hice. Comencé a masticar lentamente pequeños y anecdóticos cambios de actitud que me permitieron sobrellevar medianamente el trabajo e intentar procurarme cierto alivio. O lo hacía o me moría. Cara o cruz; no había posición intermedia. No podía dejar de trabajar, aunque lo hubiese hecho si hubiera tenido la oportunidad. Dicho simple y ramplonamente, tenía que seguir viviendo y necesitaba esos ingresos. Por tanto, realicé pequeños cambios en mis hábitos y rutinas diarias que me procuraron, poco a poco, cierto respiro. Apliqué a mi recuperación toda la constancia y entusiasmo que había regalado anteriormente a proyectos que me eran ajenos y con los que comprometí estúpidamente mi existencia. Regalé no sólo mi trabajo sino mi vida e ilusiones a personas sin escrúpulos que, ahora sí me daba cuenta, me habían utilizado como mero instrumento para seguir creciendo ellos mismos, sin importarles mis sueños, esperanzas o desvelos. De esa forma, abandoné las prisas por primera vez en mi vida. Transitar lentamente por lo que había sido la vorágine de mi existencia me permitió apreciar matices que habían pasado desapercibidos hasta ese momento. Regocijarme y detenerme en la contemplación de pequeñas cosas, nada especial, comenzó a procurarme un atisbo de paz interior que no era producto de la ingesta de sofisticadas sustancias o de reputadas técnicas de control psicológico. Fue todo, aunque parezca increíble, mucho más simple. Saqué lo que ya tenía dentro de mí. No necesitaba buscar fuera denodadamente, como siempre había hecho, lo que empecé a encontrar gracias al simple hábito de reducir el ritmo y escucharme tranquilamente. Describir con detalle estos meses de tránsito, donde también hubo recaídas y altibajos, sería largo y, posiblemente, tedioso. Prefiero seguir disfrutando de aquello que estoy consiguiendo ser. Sigo en la senda en la que me reencontré de nuevo y persevero cada minuto, sin ser un santo ni exageraciones histriónicas, en no abandonarla.

Lenta y pausadamente abrí los ojos y me incorporé. Tras sacudirme la arena de la ropa y recoger mi bolsa y la toalla, me despedí ese día del mar regalándome varias inspiraciones profundas. Mañana sería otro día. Comencé a caminar de nuevo...


FIN 












11 mayo 2015

UN GOLPE DE SUERTE


Estaba harto del negocio que se traía entre manos y deseaba, más que nada en el mundo, quitárselo de la cabeza cuanto antes para poder descansar. Al salir de su casa percibió una suave llovizna en el rostro. Difícilmente podía pasar desapercibido el abultamiento en el bolsillo derecho  de su desastrado gabán. Éste, como casi todo su "fondo de armario", tendría que ser renovado con perentoriedad, so pena que fuese confundido con un indigente. En cualquier caso, su cabeza no estaba para desvaríos estilísticos. 

El peso del Magnum 44 que llevaba guardado lo anclaba a la realidad más inmediata y evitaba que su mente divagase pensando en minucias. Ya habría tiempo para eso cuando finiquitara este escabroso asunto. Había escogido ese revólver, con un calibre más que suficiente para matar a un oso, porque estaba harto de aficionados y contratiempos sobrevenidos. Esta vez lo haría él mismo y no quería fallar. De ahí, entre otras cosas, la elección del arma; un revólver necesariamente letal disparado a bocajarro. El destinatario del regalo se había librado, por dos veces, del destino al que su indiscreción y escasa lealtad le habían abocado. Un oportuno chaleco antibalas y la impericia de los estúpidos advenedizos con pistolas de juguete a los que se les encargó la faena, habían dejado el trabajo a medio hacer y eso era algo imperdonable en su oficio. El prestigio de su nombre había quedado malherido y había que restañar esa herida sangrante por la que su orgullo se estaba desangrando a marchas forzadas.

Pudo reconocer a su presa en la esquina del callejón cuando salía del garito en el que habituaba a dejarse los cuartos. Llovía con desgana. Aún así, prefirió no usar un paraguas ya que podría entorpecer sus movimientos. Ya habría tiempo luego de secarse, cuando volviese a casa. Rapidez y precisión eran su lema. Siempre había funcionado con pocas palabras y gestos precisos. Ahora, precisamente en este momento, no iba a cambiar de táctica. 

Apresuró la marcha para seguir de cerca a su víctima mientras ésta se adentraba en el oscuro callejón con paso acelerado, como si tuviera prisa o estuviese huyendo de alguien. Sacó discretamente el poderoso arma de su bolsillo. La sensación de poder que emanaba de empuñar su revólver le tranquilizó un poco. Justo en el momento en que cruzaba la carretera, el destinatario de la bala se volvió con el gesto demudado aunque, en la oscuridad, pudo atisbar en su semblante un extraño esbozo de sonrisa que le descolocó un instante.  

Se disponía a cumplir su misión, ya que sólo tres metros le separaban de su objetivo. Ahora tocaba ser rápido y letal. En ese preciso instante, al intentar evitar un charco y subir al bordillo de un salto, resbaló aparatosamente sobre la calzada. Aturdido por el golpe, no le dio tiempo a levantarse cuando un coche sin luces apareció de la nada y acabó en un segundo con todas sus preocupaciones. Podía descansar en paz; ya era hora.



05 mayo 2015

Lejos de cualquier lugar y cerca de ninguna parte (3).

Lejos de cualquier lugar y cerca de ninguna parte. Reflexiones canallas y desesperadas.
Relato (3ª parte)

Mientras miraba embobado las persianas de mi habitación, me di cuenta de que aún no había amanecido. Quizás no era tan tarde como había imaginado. Definitivamente, había perdido la noción del tiempo. Me encontraba desarbolado y confuso; lo mismo pasaban cinco minutos que media hora y mi percepción no era capaz de diferenciar esos intervalos con nitidez. Tal era mi estado nebuloso, flotando todo el día. Mis sentidos no se encontraban, ni muchísimo menos, tan afinados como siempre. En otro momento de mi vida me hubiese preocupado sobremanera este aturdimiento; ahora, me daba igual. Total, ¿se podía estar peor? Por más que buscaba algún indicio que me permitiese interpretar y descifrar las señales que percibía no lo hallaba. ¿Dónde estaba yo?


Desde que me volví a sentar en la cama para ponerme los pantalones, rumiaba una de las frases que Javier me había comentado ayer: "¿Puede una persona plenamente adaptada e integrada en una sociedad o corporación enferma ser considerada sana?". La respuesta era, obviamente, no. En este caso particular, el criterio de adaptación determinaba, por su propia naturaleza, la aceptación de la infección; la transmisión de la toxicidad desde el entorno organizativo o social hacia esa persona. Como si de unos vasos comunicantes se tratase, su proceso de mimetización con el ambiente le forzaba a tragarse toda la porquería, metabolizarla y seguir viviendo como si nada ocurriese. Era algo que hacíamos todos los días. Era algo que, nos decían, demostraba nuestra portentosa capacidad de adaptación. Éramos los más fuertes, en una jungla corporativa en la que los débiles e inútiles perecían. Nosotros, los supervivientes, éramos los mejores. No sólo nos habíamos adaptado sino que habíamos salido exitosos de todas las batallas. ¡Éramos invencibles...! Eso, forzosamente, no podía ser bueno; pero no te dabas cuenta mientras corrías desaforadamente hacia ninguna parte. Lo importante era correr. La noria giraba a tal velocidad que la ilusión del éxito nos acompañaba en nuestro tránsito y no había ni un segundo que perder. ¿Pararse a reflexionar? ¿Para qué? Eso era cosa de pusilánimes y cobardes. A la luz de todo esto que me está pasando me doy cuenta de que esta dinámica se podría tolerar a corto plazo, pero en el largo recorrido, me apostaba algo, podría haber consecuencias. La vorágine diaria en la que andábamos siempre liados actuaba como un potente anestésico que nos impedía valorar, por ejemplo, estos detalles. Esta reflexión tan simple no había pasado nunca por mi cabeza. Tuvo que ser un compañero, y en un contexto informal, el que me hiciera ver la luz en este sentido. 


Me comentaba Javier el caso de Marcelo, un colega de la empresa. Éste, de la misma categoría que nosotros pero perteneciente a otro departamento, era un empleado ejemplar. Y digo era porque ya no lo es. Ha quedado para el arrastre y puede dar gracias al cielo de que sigue entre los vivos. Permanece clavado a una cama en el hospital mientras que espera sedado, acompañado de su esposa, a que la situación crítica en la que se encuentra evolucione. Los médicos le han dado ciertas esperanzas de supervivencia, pero desconfían que vuelva a recuperarse plenamente. Empleado del año, algo más joven que yo, casado y dos niños pequeños, casa con jardín, coche espectacular, chalet en la playa... Vamos, el sueño de todo currante que se precie. La semana pasada tuvo un grave accidente de vuelta a casa. El coche, un sedán negro nuevo, quedó para la chatarra; él también. Parece ser que un ictus, según han dicho los médicos, le pudo provocar un desvanecimiento que tuvo como consecuencia la pérdida del control del vehículo en el que viajaba. Podía haber sido peor.  El accidente cerebrovascular podría haber ocurrido en otro área del cerebro más crítica, le dijeron a Marga, su mujer. Supongo que pretendían consolarla. Ella, en cualquier caso, se encontraba desolada. Al perder el control, el vehículo colisionó contra la mediana de la autovía y dió varias vueltas de campana. Afortunadamente, no atropelló a nadie. Quedó absolutamente destrozado y los bomberos tardaron más de una hora en liberarlo de la jaula en la que se había convertido el habitáculo del coche. Enseguida llegaron los servicios de emergencia, que pudieron realizar su evacuación tras estabilizarlo. 


Marcelo, como todos nosotros, se creía imprescindible y único. Nada más lejos de la realidad. Al día siguiente, de manera provisional y sin mayores complejos, nombraron a otro empleado para desempeñar sus funciones. Lógicamente, le costó un poco adaptarse, pero a la semana ya se había hecho con el control del negocio. Era lo previsible y lo normal, a nadie se le escapa. No obstante, tienen que ocurrir este tipo de cosas para que nos demos cuenta que somos elementos absolutamente prescindibles dentro de un engranaje que nos engulle y metaboliza nuestros restos como si de cualquier desecho orgánico se tratase. Es algo que está fuera de toda duda. Replicantes clónicos polivalentes que sirven para todo. Lo peor es lo que nos hacen creer, que somos únicos, singulares e irrepetibles. ¡Mentira! Dejamos el sudor y todo el esfuerzo del que somos capaces para nada. Acometemos el desarrollo de tareas que asumimos como si asuntos de vida o muerte se tratase y al final,... ¿qué? Nadie es imprescindible.

24/7 repetía continuamente el imbécil de mi jefe y lo había marcado en rojo en la pizarra a través de la que se comunicaba con nosotros. ¿He podido llamarle imbécil sin albergar remordimiento alguno? Seguramente lo había leído en alguno de los libros de autoayuda que tapizapan su exigua biblioteca. Bueno, a decir verdad, la mía no disponía de muchos ejemplares; ¡ni siquiera tenía tiempo para leer! Con ese estúpido término pretendía resumir simbólicamente la dedicación plena que debíamos de tener hacia el trabajo en la empresa. ¡Éramos los elegidos y para eso se nos pagaba! Estábamos abducidos como en una película clásica de extraterrestres. Nuestra voluntad, si es que existió en algún momento, se adaptaba mecánicamente al cumplimento de los objetivos marcados. Daba igual que carecieran de sentido. ¿Para qué íbamos a pensar? Ya le pagaban a otros por diseñar la misión de la empresa. Como buenos ejecutivos, hacíamos aquello por lo que nos pagaban: ¡ejecutar! Éramos ejecutores orgullosos de serlo. Mercenarios de élite que mirábamos por encima del hombro a la caterva de inútiles e impresentables que nunca podrían estar a nuestra altura. Habíamos escalado duramente los peldaños que nos separaban de la plebe. Lo seguiríamos haciendo a cualquier coste. Una de las peores cosas era el adiestramiento al que gustosamente nos habíamos sometido. Seríamos, digo yo, la envidia de cualquier domador de circo. Ante cualquier dislate emanado de la superioridad, nos limitábamos a obedecer como un ejército bien entrenado. 


El asunto de las comunicaciones internas también tenía su miga. A título de ejemplo, todos asentíamos entusiasmados y nos desnucábamos por responder a cualquier mensaje en el móvil en menos de cinco minutos, ya fuese de noche o de día. Hasta para mear o sentarme en el retrete no podía olvidarme el móvil y debía llevarlo incorporado. Me sentía orgulloso de mi capacidad de respuesta inmediata. Nos evaluaban semanalmente con puntos positivos en una pizarra enorme que había en la sala común de la empresa. Aquellos que, como infames traidores, tardaban más de diez minutos en responder a cualquier mensaje de la jefatura (llamada de teléfono, mensaje o correo electrónico) eran penalizados con un punto negativo. Sí, aunque parezca increíble, ese -1 tenía un efecto dinamizador y, al tiempo, penalizador. Como espada de Damocles colgaba sobre nuestras cabezas y era uno de los indicadores mágicos que servían para calibrar y medir nuestra productividad. No había nadie que pudiera ni quisiera evadirse de tal esclavitud postmoderna. Además, imbéciles redomados, todos competíamos contra todos y mirábamos de soslayo la pizarra el lunes por la mañana para comprobar nuestra ubicación en el patético ranking donde se medía nuestro desempeño. Creo que, en el fondo, nos sentíamos un poco avergonzados de caer rendidos ante esa dinámica pueril. Ese día se actualizaban los datos semanales y he de reconocer que sentía una aguda punzada de envidia cuando alguno de mis colegas me adelantaba en el ranking. Parecíamos cobayas descerebradas que ante el menor reforzador eran capaces de desplegar instintos asesinos hacia otros empleados. A modo de anécdota, incluso alguno llegó a esconderle el móvil a un compañero mientras éste se escapó un minuto al WC. Como resultado de esa proeza estratégica, el incontinente fue penalizado con dos puntos negativos (-2) porque tardó en encontrar el dispositivo más de una hora; el tiempo más que suficiente para que recibiera dos mensajes que, por razones obvias, no pudieron ser contestados. Nos partimos de risa como hienas desalmadas cuando vimos su cara desencajada al visualizar en la pantalla que tenía dos mensajes sin responder. Casi le da un ataque de ansiedad. Lejos de resultarme simpática, esta anécdota viene a mi mente como exponente de la toxicidad más extrema y rastrera a la que podíamos llegar por rasparle algún punto a un competidor en esa estúpida e infame carrera hacia la nada. Tenía que relajarme, me enervaban esos pensamientos y el esfuerzo añadido de ponerme los zapatos me asfixiaba. Opté por incorporarme, aunque permanecí sentado en la cama. Respiré varias veces profundamente y me recuperé un poco. El alba comenzaba a insinuarse en el horizonte. Mi habitación estaba orientada al este y ver amanecer era algo que no se contaba entre mis rutinas, ¿para qué perder el tiempo en esas chorradas improductivas?

Mientras recuperaba el aliento, tras resollar unos instantes, sentí en la boca de mi estómago un malestar profundo. No se trataba de un dolor físico, ¿o sí? No sé decirlo con exactitud, pero era una sensación muy incómoda. Me daba cuenta de que dentro de mí no había prácticamente nada. El horror al vacío más absoluto comenzó a provocarme un sentimiento de creciente histeria que amenazaba con hacerme estallar. Las sienes comenzaron a palpitar peligrosamente. Un abismo insondable se extendía y por más que intentaba buscar algo, todo estaba vacío. No me refiero a creencias, dogmas, doctrinas... me refiero a algo más simple. No me reconocía a mí mismo, ¿Qué era yo? ¿Quién era? ¿Había algo más en mi vida que desmesuradas agendas repletas de compromisos y alienantes tareas? ¿Títulos u honores externos que adornaban un brillante curriculum? ¿Estúpidas convenciones sociales que había que cumplir para seguir elevándome? ¿Algo que representara, aunque fuese mínimamente, mi esencia más íntima? Me sentía especialmente vulnerable en estos momentos. Sabía, por experiencia, que ese vacío interior podía ser rellenado por cualquiera con la suficiente capacidad de manipulación. Lo había vivido en persona más de una vez... como ejecutor. Me daba cuenta de que no había percibido el abismo al que estaba abocado. Es ahora, al encontrarme en plena caída libre cuando percibo la magnitud de la soledad. No me imagino, curiosamente, cayendo desde un acantilado. Mis pesadillas adoptan la imagen de un astronauta vagando por la nada absoluta del espacio exterior. Un cosmonauta que ha perdido el último cable que le unía a la nave espacial y al que atormenta la ausencia del menor sonido o ruido. ¡Una locura! Por más que miraba no veía más que oscuridad. Mi vida carecía del menor sentido cuando lo tenía, aparentemente, todo. La desolación comenzó a provocarme un llanto lastimero y compungido que, brotando como como un temblor en el pecho, se extendió brutalmente hasta inundar mis ojos de lágrimas. Era un líquido amargo como la hiel que se resistía a dejar de manar de mis ojos. Lloré como nunca antes recuerdo haber llorado. Lloré con rabia, dolor, espasmos y unas intensas ganas de gritar me acompañaron en ese instante de absoluta desolación. Lloré por el pasado, por el presente y por no sé qué más. Me tumbé nuevamente en la cama, buscando el abrigo de la almohada para que mis sollozos pudiesen quedar amortiguados. Me quedaba, al parecer, ese ridículo pudor que impedía, aún estando a solas, dejar escapar sin mesura mi llanto desesperado. 



Tampoco recuerdo el tiempo que transcurrió mientras empapaba la almohada con mi llanto desconsolado. Buscaba respuestas y cada vez estaba más seguro de que no las encontraría en unas pastillas milagrosas. Busqué, como siempre hacía, soluciones rápidas y pragmáticas. Siempre me había funcionado ese sistema. Y, ahora....¿por qué no? ¡Es cuando más lo necesitaba! Terminé de llorar, más por agotamiento que por encontrar consuelo en mis cálidas lágrimas. Siempre me había fascinado la aplicación de los mecanismos adaptativos de la evolución para explicar mi supremacía, mi pertenencia al grupo de los mejores. La inteligencia como estrategia para adaptarse mejor a cualquier ambiente y proseguir la eterna danza de la vida. Poco a poco, me fui incorporando y volví a sentarme mirando al frente. ¿Y si esto que me está pasando no fuese más que un nuevo reto que algo dentro de mí me ha lanzado a la cara? Algo a lo que no consigo ponerle nombre pero que, adquiriendo voluntad propia, ha percibido la estupidez del camino sin retorno al que he estado abocado hasta este momento. La idea que empezaba a rondarme la cabeza generaba, a un tiempo, temor hacia lo desconocido y una difusa línea de luz aún demasiado tenue para que pudiera apreciarla. ¿Y si esto que me había noqueado no fuese, en el fondo, algo tan malo? ¿Pero había algo peor que el estado en el que me encontraba? Rondaba estas preguntas, aparentemente carentes de la mínima lógica y sin ningún sentido ya que no me aportaban respuestas ni soluciones rápidas, que era lo que siempre había buscado. Comencé a trazar mentalmente dibujos y líneas en torno a estas ideas nebulosas. No me encontraba mejor, era imposible, pero algo que aún no podía calificar pugnaba por salir a la superficie de la costra que me envolvía. El sol comenzaba a despuntar tímidamente. Me incorporé y abrí con los dedos dos lamas de la persiana para poder contemplar el curioso espectáculo que llevaba años sin presenciar. Poco a poco, perezosamente, el disco de luz anaranjado se fue elevando sobre el horizonte. Acompasé la respiración al pausado ritmo de su ascensión. Mis labios se estiraron levemente y simularon algo que se parecía lejanamente a un esbozo de sonrisa...

Continuará...









04 mayo 2015

GENTE DE POCA FE


- ¿Quieres dejar de silbar de una vez esa maldita y cansina canción? 

El fantasma lo acechó perplejo y desconcertado. El barquero, haciendo caso omiso del patético espectáculo que le brindaba el ectoplasma, se alejó remando de la isla en su desvencijado bote. Sus podridas cuadernas habían vivido mejores derrotas. Arrebujado en su roído y mohoso abrigo marinero de lana basta, escupió ruidosamente por encima de la borda.


El fantasma, abatido, dejó deslizarse a lo largo del cuerpo sus mutilados miembros presa del desánimo. El oficio de aterrorizar ya no es lo que era. Tendría que reciclarse o morir. Prosiguió su eterno deambular levitando sobre la estela que dejaba la barca en la superficie del agua en busca de gente menos descreída. 



El tigre herido...