27 abril 2021

El imperio de la postverdad

Asistimos embobados y estupefactos a un escenario mediático global donde todo aquel que tiene la menor oportunidad “miente como un bellaco”, valga la expresión clásica, pero, al menos oficialmente, pretende proyectar cercanía, humanidad y convicción. El resultado de este neopopulismo es devastador para la ciudadanía, a la que ya no le sorprende nada porque ha perdido, si es que alguna vez la tuvo, la capacidad de análisis crítico.


La postverdad no es más que una distorsión, deliberada y dolosa, de cualquier realidad que se narra o describe. Eso sí, manipula hábilmente las emociones de los destinatarios, apelando a sus creencias esencialistas, todo ello con objeto de medrar e influir en las actitudes de los sujetos ante los discursos bañados del bálsamo de la postverdad.

Si bien la manipulación de masas no es un fenómeno novísimo, el origen contemporáneo del término postverdad es atribuible a un bloguero, David Roberts, que acuñó el concepto en el año 2010, en una de sus publicaciones.

Aquí, los hechos objetivos pierden importancia y, por ende, influencia en la ciudadanía, ya que el bombardeo continuo de mensajes que apelan a emociones y creencias banales logra amoldar y modelar la opinión pública y, como consecuencia de esto, se consigue influir poderosamente en las actitudes sociales de los ciudadanos.

Son verdades simples, enlatadas, maliciosas y sazonadas convenientemente con la salsa de la emotividad más meliflua. Apelan a ella muchos políticos, advenedizos y trepas diversos que, utilizando las estructuras corporativas de empresas y administraciones, solo pretenden justificar su presencia, en ausencia clamorosa de la auctoritas latina, para aprovecharse y obtener beneficios del río revuelto en que se ha convertido la jungla social que nos ha tocado vivir.


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