Despertó esa mañana, un día más, lamiendo sus lágrimas salobres, sin poder contener la pena que la embargaba desde hacía ya demasiado tiempo, más del que quería y podía recordar. A pesar de la nube de afecto en que la envolvía el grupo, en su fuero interno comenzaba a gestarse una pena gélida, un dolor antiguo que, en esos momentos, sólo afloraba a su conciencia en los momentos más inesperados. Se trataba de una sensación, aunque pasajera, incómoda y difícil de encajar en el marco de su aparente normalidad. De ahí la inquietud, de ahí el ahogo y las ganas de escapar a la intemperie, lejos del calor anestesiante y del afecto mercenario que, ahora estaba segura de ello, había impregnado su corazón desde que comenzó a frecuentar la fraternidad, o como quisieran llamarla esos ectoplasmas sonrientes y melifluos que acariciaban su ego cada semana, en los encuentros de meditación que el "Maestro" -sonreía con amargura al referirse a ese infame sujeto, en esos manidos y arquetípicos términos- hábilmente dirigía frente a sus incondicionales y acólitos.
Algo estaba cambiando dentro de ella. Algo que, en primer lugar, le generaba una gran desazón ya que suponía, como mínimo, avanzar a hurtadillas fuera de esa cómoda zona de confort en la que se había instalado a raíz de sus extasiantes y narcóticas experiencias grupales. Cierto es, tampoco hay que quitarles todo el mérito a sus compañeros de fatigas, que el trato humano había podido ayudarla a mitigar su eterna ansiedad; ese amargor crónico que, subiéndole desde la boca del estómago hasta la garganta, enturbiaba sus días y, especialmente, sus insomnes e interminables noches.
Ya había tenido momentos de incomodidad parecidos en los últimos años. Siempre, con la ayuda de esos de los que ahora empezaba a renegar, había conseguido reconducir la turbidez de su espíritu y, es lo que cedía en contrapartida por tal generosidad, se había adentrado cada vez más en esa cueva cálida y reconfortante que la mantenía en una nube de amor fraterno y universal. Que la experiencia subyugante le costase la donación de ciento cincuenta euros mensuales, en concepto de gastos diversos, era lo de menos. Los regalaba con gusto si podía disfrutar de lo que se había convertido en su particular, habitable y pequeña parcela del universo. Todo controlado, la felicidad enlatada... ¿por qué aspirar a más?
Sin embargo, algo estaba cambiando. Aún no podía cartografiarlo con nitidez, delimitar sus bordes, aprehenderlo con su entendimiento... pero llevaba días extrañamente serena, a pesar de que su eterna amargura había comenzado a transitar, una vez más, por la interminable senda de sus días. Comenzaba a cansarse, por una parte, del eterno ciclo de vaivenes anímicos que sólo amainaban cuando recibía una dosis extra de cariño envasado. Por otra, percibía una extraña fuerza interior, aunque parezca paradógico dada su fragilidad, tanta veces reconocida y aceptada, que pugnaba por emerger a pesar de la losa que, sin pausa ni descanso, no dejaba de crecer en torno a su vida y espíritu.
No habría marcha atrás una vez más, era lo único que tenía claro. Llorando, esta vez de alegría, y sacando fuerzas de donde no las había, de lo más recóndito del pequeño agujero en el que se había convertido su voluntad... DESPERTÓ.