Estaba harto de darle vueltas a la dichosa frase. "Las reglas sólo las puedes romper cuando las conoces", había sido su mantra durante muchos años. Aún no estaba seguro de poder desprenderse de ellas, aunque había progresado últimamente mucho en su oficio y se consideraba, modestia aparte, un refinado artista en lo suyo. Es más, su carácter metódico y altamente controlador le había procurado éxito en cada uno de sus trabajos y una reputada fama o "caché", que se diría en el mundo del arte y la farándula, que le hubiese permitido relajarse un poco. No era posible. El problema o la cuestión era, como siempre, su instinto. Su naturaleza, por más que intentara domeñarla, se imponía siempre sobre cualquier intento de diferir sus encargos y relajarse. Era una ventaja adicional carecer de la más absoluta empatía y del mínimo remordimiento de conciencia. Aquel imbécil, con la pared del gabinete empapelada de títulos y diplomas, se lo había comentado a sus padres en aquella tarde anodina que los citó tras evaluarlo durante varias sesiones. Lo tenía asumido y no le atormentaba especialmente esa peculiaridad de su carácter. En su juventud, tras la innumerable lista de psiquiatras y psicólogos a los que le llevaron sus padres, había aprendido a soslayar hábilmente la indagación de estos profesionales. Aunque, bien pensado, llamarles profesionales en más de un caso era un regalo que algunos no se merecían. Aprendió a escuchar, a poner cara de becerro degollado y a esbozar una tímida y quebrada sonrisa que muchos de estos cantamañanas interpretaban como fruto del éxito terapéutico de sus tediosas sesiones; a su juicio, demasiado onerosas. Sus progenitores desembolsaban alegremente todo lo que les pedían y, por tanto, no era su problema. Suponía que dicho dispendio les tranquilizaba sobremanera la conciencia ya que, en su rutina diaria, no le hacían demasiado caso, siempre tan ocupados con sus múltiples ocupaciones sociales y profesionales. Eso de ser hijo único había resultado ser más cómodo de lo que pensaba.
En su particular concepción del mundo o, como hubiese dicho su tutor alemán, "westalchaung", el caos era el enemigo a batir. Por tanto, habría que hacer en cada momento y lugar todo aquello que fuera preciso para preservar el orden. Se esforzó en una lucha titánica contra ese enemigo intangible que era la entropía. La medida del desorden tenía que ser, preceptivamente, lo más cercana a cero en todo aquello que le rodeara. Era un imperativo categórico que no admitía excepción alguna. Además, necesitaba ese orden con objeto de poder predecir el futuro. Sí, tenía que reconocerlo, había tenido muchas pesadillas a lo largo de su vida. Aún le visitaban esporádicamente. El contenido de las mismas no era nada relacionado con el remordimiento ni con su trabajo, sino con el pánico atávico que amenazaba con destruirle y que venía motivado por su incapacidad para predecir el futuro y poderlo controlar. Por tanto, en esa búsqueda eterna de la seguridad y estabilidad, estableció unos rituales absolutamente insoslayables para cada uno de los hábitos y rutinas que configuraron su vida diaria. Encontró la paz en los detalles y no importaba el trabajo que hiciera, lo importante era el sistema. Una buena organización, se repetía continuamente, puede abordar cualquier escenario vital. La adhesión inquebrantable a las reglas y al orden era, lo sabía de buena tinta, su salvaguarda contra el imperio del caos que amenazaba siempre con destruir su existencia.
En su particular concepción del mundo o, como hubiese dicho su tutor alemán, "westalchaung", el caos era el enemigo a batir. Por tanto, habría que hacer en cada momento y lugar todo aquello que fuera preciso para preservar el orden. Se esforzó en una lucha titánica contra ese enemigo intangible que era la entropía. La medida del desorden tenía que ser, preceptivamente, lo más cercana a cero en todo aquello que le rodeara. Era un imperativo categórico que no admitía excepción alguna. Además, necesitaba ese orden con objeto de poder predecir el futuro. Sí, tenía que reconocerlo, había tenido muchas pesadillas a lo largo de su vida. Aún le visitaban esporádicamente. El contenido de las mismas no era nada relacionado con el remordimiento ni con su trabajo, sino con el pánico atávico que amenazaba con destruirle y que venía motivado por su incapacidad para predecir el futuro y poderlo controlar. Por tanto, en esa búsqueda eterna de la seguridad y estabilidad, estableció unos rituales absolutamente insoslayables para cada uno de los hábitos y rutinas que configuraron su vida diaria. Encontró la paz en los detalles y no importaba el trabajo que hiciera, lo importante era el sistema. Una buena organización, se repetía continuamente, puede abordar cualquier escenario vital. La adhesión inquebrantable a las reglas y al orden era, lo sabía de buena tinta, su salvaguarda contra el imperio del caos que amenazaba siempre con destruir su existencia.
Tenía que reforzar el vínculo con su esposa. Lo había leído en el último libro de autoayuda que se estudió. Lo hacía a menudo, dedicar tiempo a esas chorradas, ya que consideraba necesario ajustar su peculiar comportamiento a lo que socialmente se consideraba armónico, correcto e integrado. Eran simples y ridículas reglas a seguir que le permitían sobrellevar una existencia insustancial y burguesa, que sazonaba esporádicamente con su verdadera pasión, de la que había hecho su auténtico oficio. El otro, su bufete de abogados, le entretenía ocasionalmente y le permitía una cobertura óptima para otras ocupaciones. Disponía de tiempo suficiente para recoger el escenario; lo había planificado con tiempo, dedicación y esmero. En hora y media estaría en el aeropuerto con tiempo suficiente para llegar a casa, comprar un ramo de flores -página treinta y cuatro del estúpido libro aludido- y recoger a su maravillosa y ocupada mujercita del trabajo.
Con pulcritud y esmero limpió el afilado cuchillo que había utilizado para degollar al imbécil que le habían encargado eliminar. Constituía esto último un ritual que acompañaba, como obligada coda, todas sus actuaciones. Tendría que deshacerse discretamente del mismo en algún lugar alejado, antes de coger el avión. La cara de pánico y asombro que se le puso al odontólogo, su objetivo, cuando lo abordó desde abajo mientras estaba sentado en disposición de que éste le revisara la dentadura, impoluta, por cierto, no tenía precio. Tuvo que eliminar, gajes del oficio, a la incómoda enfermera que le asistía en el trámite. Las gotas de sangre de la primera incisión salpicaron, afortudamente, en el protector que le había puesto el difunto y que llevaba colgado del cuello. No tuvo, por tanto, que hacer uso de la camisa de repuesto que, para urgencias en casos similares, llevaba siempre en su pequeña bolsa de mano. Tras evacuar todos los trámites, discretamente, salió de la consulta. No le había costado demasiado esfuerzo que le dieran cita a última hora de la mañana. Así evitó la presencia incómoda de pacientes que pudiesen reconocerle. Utilizó el metro, mucho más impersonal y anónimo que cualquier taxista inoportuno con especiales dotes memorísticas y, cuando llegó al aeropuerto, transitó diligentemente por la puerta de embarque. La globalización había traído sus ventajas indudables y podía trasladarse en menos de tres horas a cualquier punto alejado de la tranquila y apacible casa de campo que constituía su residencia habitual. Le encantaba la naturaleza y respirar aire puro. Había hecho, como hombre metódico y cumplidor que era, de la necesidad virtud. Integrar su peligrosa sociopatía en una vida plena y productiva era uno de sus mayores logros. Se enorgullecía de ello cada vez que culminaba una actuación con éxito. Esbozó lo más parecido a una sonrisa que sus neuronas le permitieron dibujar mientras agradecía a la bellísima azafata la botella de agua mineral que le ofreció durante el vuelo. Así daba gusto trabajar...
Con pulcritud y esmero limpió el afilado cuchillo que había utilizado para degollar al imbécil que le habían encargado eliminar. Constituía esto último un ritual que acompañaba, como obligada coda, todas sus actuaciones. Tendría que deshacerse discretamente del mismo en algún lugar alejado, antes de coger el avión. La cara de pánico y asombro que se le puso al odontólogo, su objetivo, cuando lo abordó desde abajo mientras estaba sentado en disposición de que éste le revisara la dentadura, impoluta, por cierto, no tenía precio. Tuvo que eliminar, gajes del oficio, a la incómoda enfermera que le asistía en el trámite. Las gotas de sangre de la primera incisión salpicaron, afortudamente, en el protector que le había puesto el difunto y que llevaba colgado del cuello. No tuvo, por tanto, que hacer uso de la camisa de repuesto que, para urgencias en casos similares, llevaba siempre en su pequeña bolsa de mano. Tras evacuar todos los trámites, discretamente, salió de la consulta. No le había costado demasiado esfuerzo que le dieran cita a última hora de la mañana. Así evitó la presencia incómoda de pacientes que pudiesen reconocerle. Utilizó el metro, mucho más impersonal y anónimo que cualquier taxista inoportuno con especiales dotes memorísticas y, cuando llegó al aeropuerto, transitó diligentemente por la puerta de embarque. La globalización había traído sus ventajas indudables y podía trasladarse en menos de tres horas a cualquier punto alejado de la tranquila y apacible casa de campo que constituía su residencia habitual. Le encantaba la naturaleza y respirar aire puro. Había hecho, como hombre metódico y cumplidor que era, de la necesidad virtud. Integrar su peligrosa sociopatía en una vida plena y productiva era uno de sus mayores logros. Se enorgullecía de ello cada vez que culminaba una actuación con éxito. Esbozó lo más parecido a una sonrisa que sus neuronas le permitieron dibujar mientras agradecía a la bellísima azafata la botella de agua mineral que le ofreció durante el vuelo. Así daba gusto trabajar...
4 comentarios:
Me gusta el relato, parece que la historia continua, ¿hay una parte anterior de esta misma historia? no me quedó claro "¿quien le mandó a eliminar a su víctima y por qué? o ¿simplemente estaba en su cabeza obsesivamente perversa? saludos Laura
Me ha encantado este relato. La técnica de la flecha tensada es una de mis preferidas.
Un desenlace sorprendente pero, por otro lado, familiar. Las pistas narrativas nos desvenlan datos pero sin que los lleguemos a procesar conscientemente, de modo que sin saberlo nos preparan para algo que de algún manera era posible, natural pero no averiguamos porqué. He ahí la grandeza de saber jugar con la literatura y con el subconsciente. La mente siempre va unos pasos por delante de nosotros y quien lo sabe, también . Felicidades. ;)
Hola, laura. Este, en concreto, es un relato cerrado en sí mismo. Como todos los relatos cortos, esboza un antes y prefigura un después; ahí reside, si se consigue, la magia del texto. Contar mucho en tan poco espacio. Gracias por tus palabras. Me alegra que te haya gustado. :-)
Me ha gustado mucho.
Siempre menciono que es todo un mérito,
hacer que el lector esté expectante frente a un relato de tan poca magnitud, donde son pocas las palabras para enganchar al lector.
En un libro normal, esto sólo sirve de introducción.
Así que te felicito, enhorabuena por tu fantástico relato.
Saludos.
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