25 junio 2015

Un profesional intachable (4)

Relato (4ª parte)

Abrió los ojos sintiendo que sus párpados, seguramente inflamados, emulaban a dos pesadas cortinas de algodón. No le hizo falta encender la pequeña y desportillada lámpara que reposaba sobre su mesita de noche. A juzgar por la claridad que se colaba furtivamente por la persiana, debía haber amanecido hace algún rato. Sintió frío ya que no se había tapado con la roída manta que cubría su cama. ¡Maldita austeridad!, pensó, para arrepentirse acto seguido por expresión tan inadecuada e irreverente.

Rememoró entre brumas los retazos de aquella carta que danzaban furiosamente por el laberinto de su memoria. Si bien Rosa había sido extremadamente pulcra y pudorosa, al menos en apariencia, la intrahistoria de su carta, aquello que sólo podía entreverse en el trasfondo de sus enigmáticas líneas, destilaba un torrente de posibilidades que evocaban escenarios confusos y tenebrosos, a su modo de ver. Aquel terreno inhóspito e inexplorado para él, representaba un mundo de insondables misterios en los que se resistía, con todas sus fuerzas, a profundizar. Careciendo de una cartografía adecuada, su penoso estado anímico estaba inequívocamente relacionado con el vértigo que le producía navegar por el proceloso mar de las pasiones, cuyas puertas le abría esa carta que había estado leyendo hacía pocas horas y que reposaba debajo de sus gafas, sobre la mesa de noche. En esta ocasión, echaba de menos una detallada carta náutica que le permitiese trazar una derrota impecable, al abrigo de cantos de sirenas y peligrosos arrecifes. Eso era algo que nunca, hasta este preciso instante, le había ocurrido. A lo largo de sus tres décadas de intensa dedicación a su labor pastoral se habían dado algunas circunstancias, por denominarlas de manera discreta, que pudieron hacer peligrar su estabilidad emocional. A fin de cuentas, nada humano le era ajeno y había sentido palpitar agitadamente su corazón más de una vez. Siempre había concluido esos desvaríos, incompatibles con su vocación eclesial , acrecentando las penitencias que se autoimponía de manera rigurosa cada vez que la voz diabólica que le incitaba a pecar le acechaba e invitaba a sucumbir a sus pasiones más feroces y soterradas. En alguna que otra ocasión, no había tenido más remedio que sofocar su tempestuosa naturaleza con los rudimentos habituales que aliviaran la intensa actividad fisiológica que acompañaba inseparablemente a sus pensamientos más insanos. En cualquier caso, nunca había considerado aquellos esporádicos alivios manuales como algo más que una simple anécdota, un trámite necesario, un mal menor que le permitía evitar descender algún peldaño más en la tenebrosa y empinada escalera que le conduciría sin remisión al averno. 


Tras estas primeras reflexiones, se dio cuenta que lo realmente preocupante, al menos por ahora, nada tenía que ver con el plano físico y carnal. Su probada capacidad para domeñar las pasiones, ese tempestuoso e irracional mundo, junto al inevitable apaciguamiento hormonal al que su naturaleza y edad le tenían ya habituado, lo inmunizaban prácticamente contra cualquier tentación a ese respecto. No era eso. Pero tampoco sabía exactamente qué había despertado dentro de su corazón ese rugido atávico que amenazaba con hacerle perder la cordura. Había leído, estudiado y catequizado sobre todo lo referente al amor y sus manifestaciones mundanas. Adecuadamente canalizado, ese sublime prodigio constituía, a un tiempo, el bálsamo y la preciada argamasa que nos unía a todos en comunión espiritual con el Gran Hacedor. 

Había recurrido con relativa frecuencia a toda la parafernalia y argumentos teológicos de su nutrida despensa intelectual  para desactivar las malsanas y pecaminosas pasiones alojadas en el espíritu de los miembros de su grey. Su probado don de gentes y la facilidad para expresar con términos mundanos y asequibles al vulgo todos aquellos arcanos que constituían la reserva espiritual de su credo le habían conferido una merecida fama de eficiente pastor del rebaño. Tanto es así que su nombre había circulado por los selectos mentideros oficiosos como próximo obispo de la diócesis, habida cuenta de la inminente y merecida jubilación del actual metropolitano, tras largos años de esforzado servicio a la iglesia. Como experto en Derecho Canónico, estaba familiarizado con todos los principios establecido en el código y, siendo cierto lo establecido en el canon 377, donde se establecía que el Sumo Pontífice nombraba libremente a los obispos o los confirmaba cuando habían sido legítimamente elegidos, estaba familiarizado con los procedimientos reales al uso. A este respecto, era conocedor de la obligación de los obispos diocesanos de elaborar una lista actualizada de presbíteros idóneos para el ejercicio del episcopado, escogidos entre sacerdotes considerados dignos, idóneos y especialmente dotados para el ejercicio de tan elevada magistratura. El actual prelado le había comentado, apelando a su máxima discreción, que su nombre estaba incluido en lugar preferente del referido listado, que actualizaba periódicamente y remitía sin demora, una vez actualizado, a la Conferencia Episcopal. Siempre había que estar preparados; una institución que había sobrevivido al Imperio Romano no se caracterizaba, en su modus operandi, por improvisar cuando se trataba de gestionar asuntos tan serios. Aunque sabía que la soberbia no constituía una actitud encomiable, más bien todo lo contrario (un reprobable pecado capital), no había podido evitar un regusto de satisfacción malsana al saberse poseedor de esos dones y posible merecedor de un ascenso tan anhelado. Dicha magistratura, a su modo de ver, podría permitirle culminar con orgullo y satisfacción toda una vida entregada a la iglesia. Es por ello, entre otras cosas, por lo que no estaba dispuesto a poner en grave peligro ni su equilibrio mental ni su futuro en el seno de la institución que le había acogido, siendo un brillante y ambicioso joven deseoso de escapar del destino mediocre e ineludible que le ofrecía la humilde posición social de su familia. Menos dispuesto estaba, si cabe, si dicha circunstancia venía motivada por escuchar y atender los caprichos de una joven acomodada cuyos máximos desvelos residían en elegir el menú que encargaría diariamente a su cocinera y mantenerse al día de los últimos devaneos y frivolidades estilísticas que periódicamente conquistaban a los burgueses de aquella pequeña y conservadora ciudad de provincias. 

Esta última reflexión consiguió enaltecer su abatido estado de ánimo y contemplarse a sí mismo en el papel de un vigoroso soldado de Cristo, absolutamente capaz de afrontar sin desánimo alguno cualquier prueba que la vida y Lucifer, si es que así fuese, pusieran en su camino. Esas dificultades, así lo interpretaba, no serían más que obstáculos en su tránsito que le permitirían fortalecerse. Convertiría las piedras que se encontrase en peldaños que escalar para subir allá donde la Iglesia y su destino habrían de llevarle inexorablemente, pasara lo que pasase. Con la mente más clara a medida que procesaba toda la información, descubrió que su abatimiento parecía diluirse progresivamente. Se vio con fuerzas suficientes como para acometer una nueva lectura de la carta con objeto de diseccionar milimétricamente cualquier sombra de duda que hubiese albergado sobre las intenciones reales de su autora. Más allá de lo explícito, casi siempre, se encontraban los elementos de interpretación necesarios para poder aprehender la esencia o el meollo de cualquier cuestión. Se dispuso a buscar afanosamente la clave de bóveda que necesitaba para construir y afianzar su juicio al respecto. Con paciencia y ponderación, lograría descubrir las intenciones ocultas, si es que las hubiera, que habrían llevado a su descarada feligresa a plantearle tan agudo y espinoso dilema moral.

¿A qué tanta reiteración en trasladarle que no pretendía mantener relación carnal alguna, ahora o en el futuro? ¿No resultaba sumamente extraño que hubiese repetido varias veces dicha aclaración a lo largo del escrito? Por experiencia en esas lides, la interpretación de arcanos y exploración del alma ajena, estaba lo suficientemente familiarizado con aquel burdo recurso discursivo, la excusatio non petita...., que sus resortes más profundos se activaron al unísono para concluir que tanto circunloquio al respecto pudiera venir motivado, precisamente, por todo lo contrario a lo que se expresaba formalmente. Aun sin haber catado cuerpo de mujer a lo largo de su vida ni intimado a otros niveles, había escuchado en confesión a miles de feligresas a lo largo de sus años en el oficio y algo conocía de la psicología femenina. Sin ánimo de profundizar en teoréticas rebuscadas, con anclaje en las más diversas escuelas psicológicas, con el mero recurso de su propia experiencia, muy cercana a los rudimentos básicos de cualquier psicoterapia hablada, se bastaba para clasificar aquella carta como extraña, peligrosa y potencialmente diabólica. No obstante, no podía dejar de reconocer con un deje de admiración la osadía de Rosa al plantearle su particular escenario personal de una manera tan poco ortodoxa y sumamente extraordinaria. El detalle de la clave referido en la carta, la epístola de Pablo de Tarso, no hacía más que añadir una curiosa práctica novelesca a tan pintoresca proposición. Aviado estaba, aquí esbozó para sus adentros un atisbo de sonrisa, si a todas sus feligresas les diera por la literatura y su confesionario se convirtiese en un misterioso y oscuro cubículo para intercambiar confidencias epistolares que nada tendrían que envidiar a las más reputadas novelas del género de intriga y espionaje. Su ánimo se encontraba mucho mejor tras este arduo e intenso proceso introspectivo. Siempre le había resultado más fácil y enriquecedor cuestionarse a sí mismo y encontrar las respuestas a sus cuitas que recurrir a otros colegas del gremio para que interpretaran sus propios demonios. Se bastaba solo para oficiar el exorcismo personal que su atribulada conciencia necesitaba en cada momento.

La semana transcurrió apaciblemente sin mayores sobresaltos. Aunque había vuelto repetidas veces al tema de Rosa, en cada uno de esos repasos no había hecho más que reiterarse a sí mismo la conveniencia de soslayar diplomáticamente el asunto y afrontar con discreción una elegante salida del escenario del conflicto si la feligresa, en cualquier momento u ocasión y utilizando algún medio a su alcance, le reiterase el asunto o le pidiese cuentas sobre su indolencia y laxitud al respecto. Esta fue su última reflexión cuando, tras terminar de vestirse en la sacristía, se disponía a dar comienzo al oficio dominical. Con elegancia y majestad, al menos esas eran sus pretensiones, comenzó su breve periplo desde las dependencias donde se encontraba hasta el altar. Todos los feligreses, sin excepción, se pusieron de pie para recibirle, tal y como mandaban los cánones. Una vez ubicado en la presidencia del acto y tras pasar revista someramente al rebaño allí congregado, como cualquier oficial del ejército hubiese hecho al enfrentarse a sus huestes, se aclaró la voz y comenzó el ritual. 


Tras besar el altar y hacer la preceptiva señal de la cruz, saludó a la asamblea allí congregada. Mientras pedía e incitaba a pedir perdón al Señor por todas las faltas oteó discretamente el horizonte y pudo ver a Rosa, junto a su marido, en el banco habitual. Su mirada estaba concentrada en algún punto del horizonte sin determinar. Prosiguió sistemáticamente, como marcaba el ritual, con cada una de las partes de la misa. Tras la alabanza colectiva, el Gloria, y la oración colectiva, se dispuso a principiar la "liturgia de la palabra". Su particular feligresa parecía congelada en el tiempo y el espacio ya que, desde el comienzo del oficio, no había variado un ápice su disposición corporal. Comenzó a preocuparse y se le pasó por la cabeza la posibilidad de que hubiese entrado en algún tipo de crisis catatónica. Se obligó a centrarse en el afán que tenía entre manos; no era cuestión de quedarse bloqueado o equivocarse. Tras la lectura del Antiguo Testamento y el Salmo, avanzó hacia la segunda lectura. Había preparado para ese día una de ellas, marcando la página del libro litúrgico con un separador de metal. Por extraño que pudiera parecer, el separador se encontraba fuera de su sitio, sobre el altar. Un poco nervioso pero sin afectarle especialmente dicho contratiempo, carraspeó disimuladamente mientras sus dedos parecían adquirir vida propia y bailaban por las páginas del libro sin seguir los dictados de su voluntad. Comenzó a invadirle cierta inquietud que cada vez le costaba más controlar. Tenía que encontrarla ya. No podía demorar más de unos segundos la lectura. Cuando una perla de sudor se deslizaba ya por su frente, sus dedos se detuvieron, abrió el libro y comenzó a leer. 


"En fin, mis hermanos, todo lo que es verdadero y noble, todo lo que es justo y puro, todo lo que es amable y digno de honra, todo lo que haya de virtuoso y merecedor de alabanza, debe ser el objeto de sus pensamientos. Pongan en práctica lo que han aprendido y recibido, lo que han oído y visto en mí, y el Dios de la paz estará con ustedes..."

Una sensación de pánico sobrevenido lo invadió a raudales y amenazó con atenazar su garganta. Descubrió aterrado que acababa de leer el capítulo cuarto de la "Epístola a los filipenses". Como pudo, porque no podía hacer otra cosa, concluyó la lectura sin levantar la cabeza del atril donde reposaba el libro. Aclarándose la garganta, levantó todo lo suavemente que pudo su cabeza para indicar a la feligresía la siguiente fase de la liturgia. Sin saber cómo ni por qué, sus ojos quedaron anclados a la figura que desde el tercer banco, a unos diez metros de distancia, lo observaba sin pestañear con unos ojos brillantes como una llama incandescente. Sintió que esa mirada le estaba penetrando hasta alcanzar la más escondida e insignificante de sus células. Era la primera vez en su vida que una mujer lo estaba mirando de aquella manera...


Continuará...

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Disciplinas, cilicio,ayuno y unas buenas duchas con agua helada, para el protagonista!

Anónimo dijo...

Trasfondo de las palabras, sin duda alguna.... entre líneas... no es difícil hacerlo si eres un poco avispado... El cura lo era... Un hombre que siente la llamada del placer mundano... Al fin y al cabo hombre a pesar de las promesas.-
No entendible, alguien me fusilará, o me llamara de cualquier manera, que el hecho de creer en algo deba llevar consigo el celibato.. Que puede haber más sagrado que el amor......
No es compatible el sexo y el amor a dios. Si al final existe de una manera o de otra. Masturbación, abusos o lo que muchos saben y callan...
Siempre lo ha habido y lo habrá. Naturaleza del ser humano sin más......

Amigo tal vez no te guste mi comentario, pero a este respecto es lo que pienso... El relato maravilloso como siempre.... Nos dejas en el umbral.......... besos y sonrisas....

Alicia González.- dijo...

Enhorabuena por la continuación del relato. ¡Ya queda menos para que leamos otra entrega!
Esta historia, tratada desde el más absoluto de los respetos, es una historia que quizá atormenta a alguien en algún lugar y lo hace porque hay insituciones que se legitiman por y con el poder de sobrevivir por encima de las pasiones inherentes al ser humano. Son, ni más ni menos, inventos impuestos desde hace siglos para controlar dichas pasiones, hacernos creer lo que está bien y lo que no y categorizar a los que se "desmadran" con algún calificativo poco refinado para comentario, burla y crítica de los que siguen de forma ortodoxa los principios que guían sus "elevadas" acciones.

Un abrazo +juantobe1.
Espero que nos saques pronto de la duda. ¿Cómo acaba esta historia?

Julia C. Cambil dijo...

Estupenda oontinuación del relato, Juan Antonio. Sin duda es importante saber convecenrse uno mismo de lo más conveniente a cada caso, aunque luego la suerte o la casualidad tenga otros planes y vuelva a trastocar nuestro delicado orden mental.

Veremos cuál es el siguiente paso de Rosa para conseguir sus fines :)

Quedo a la espera de la próxima entrega!!

El tigre herido...