Salió apresuradamente por la puerta de la iglesia como alma que lleva el diablo, nunca mejor dicho. A pesar de que tenía su pequeño piso a pocos metros de la iglesia, llegó sudando a mares, como si hubiese participado en una persecución desesperada. Se sentía como una presa acosada por un cazador fantasma. No recordaba haber sufrido tal grado de excitación ni ansiedad desde hacía muchos años. Parecía mentira que aquel pequeño trozo de papel que llevaba guardado en el bolsillo, bien agarrado con la mano, le hubiese generado tanta zozobra e intranquilidad. En principio, etiquetó su malestar atribuyéndolo a una pequeña indigestión. No obstante, nadie puede engañarse a sí mismo durante mucho tiempo; sabía que esa vana excusa no resistiría su hábil escrutinio. Sus ojos y demás sentidos estaban bien entrenados. Practicaron durante años la búsqueda y desbroce de la malignidad alojada en lo recovecos del alma de sus semejantes. Le habían adiestrado para reconocer señales e indicios ínfimos que reflejaran la ponzoña que los infelices miembros de su rebaño pretendían hurtar a su ojo clínico profesional.
Aunque la ingesta de alcohol no constituía uno de sus hábitos rutinarios, tuvo que tragar dos copas del añejo coñac que guardaba en la estantería del salón. Con ello intentó paliar los estragos anímicos que le había causado la anómala situación recientemente vivida. Sentándose en el amplio butacón, con la copa entre las manos, pudo relajarse y aminorar la profunda inquietud en la que se había sumido. Lo extraño era que ni tan siquiera había desenrollado el papel. Si con el hecho de tenerlo entre las manos había sucumbido de esa manera tan brutal a sus maléficos efluvios, se dijo, no quería ni tan siquiera imaginar lo que podría ocurrirle si leía el contenido del mismo. El rollo de papel, atado con un delgado lazo negro, reposaba cuidadosamente en la pequeña mesa que tenía justo enfrente. Pudo apreciar que desprendía un suave olor a jazmín. No sabía, a ciencia cierta, si tal aroma era producto de una especial intencionalidad de su autora o un mero efecto accidental propiciado por el hecho de agarrarlo entre sus manos durante algún tiempo antes de introducirlo, subrepticiamente, por uno de los huecos de la celosía del confesionario.
Tras idas y venidas por el pequeño salón, decidió no abrirlo. Su curiosidad era máxima pero no se encontraba con la suficiente fuerza de voluntad como para poder sobrellevar su reacción al contenido del mismo. Sabía que su proceder era irracional pero había visto cosas muy extrañas a lo largo de los años y prefería extremar la cautela en todas aquellas situaciones, incluidas las de su propia vida, en las que no controlaba todos los parámetros que pudieran interferir en sus acciones. Tampoco quiso quemarlo o arrojarlo a la basura, aunque lo había sopesado. Ello hubiese escenificado ante su propia conciencia un miedo ridículo al poder de unas letras que no estaba dispuesto a sobrellevar ni admitir en el futuro. Por tanto, optando por la vía intermedia y rememorando a Santo Tomás, decidió ocultar el escrito en un lugar discreto de su habitación. Si bien era cierto que era altamente improbable que alguien lo encontrase, no quería dejar nada al azar y encontrarse con la sorpresa que la señora que atendía la limpieza de su casa varias veces en semana se topara y leyese el contenido del escrito, cualquiera que fuese. La curiosidad era una endiablada y recurrente ocupación de la ciudadanía. Por tanto, lo guardó dentro del último cajón de su mesita de noche, hábilmente disimulado entre los calcetines que allí descansaban apaciblemente.
Pasaron los días y las noches, estas últimas prácticamente en vela. No podía quitarse de la cabeza el recuerdo de aquella mujer. Lo que es más, el dichoso trozo de papel que descansaba como un pájaro enjaulado a pocos centímetros de su cabeza parecía llamarlo a gritos. Oía las palpitaciones de sus maltratadas sienes y por más que intentaba conciliar el sueño, no lo conseguía. Terminaba cayendo rendido, tras largas horas de penosa duermevela. Por las mañanas tenía que realizar un esfuerzo sobrehumano para levantarse y sobrellevar la jornada ya que el sueño, a fuerza de prácticamente inexistente, no conseguía reparar los efectos acumulativos y devastadores del cansancio. Comenzó a preocuparse cuando unas profundas ojeras hicieron su aparición y mostraron al mundo unos evidentes e incómodos signos de su actual estado. Llegó, incluso, a plantearse la posibilidad de ponerse un poco de crema "quitaojeras" pero, en última instancia, le pareció demasiado indecoroso. Algo tenía que hacer y pronto. En esas diatribas andaba cuando, tras esta larga agonía existencial, se encontró de nuevo con la ocasión de celebrar el oficio dominical. Cayó en la cuenta esa mañana que la vería de nuevo. La revelación fue como un mazazo que le hizo temblar presa de una incómoda inquietud. La brutal ambivalencia que le generaba esa posibilidad lo descuadró. Por una parte, quería huir como la peste de aquella abominable tentación. Por otra, que iba ganando peso a medida que se acercaba a la hora de empezar la misa, sentía en lo más profundo de su pecho unos deseos arrebatadores de verla de nuevo.
Tras bajarse del púlpito y buscarla, encontró que la jovial y vibrante mirada de Rosa, que le había cautivado la semana anterior, estaba absolutamente apagada. Intentó de manera discreta y reiterada buscar esos ojos mientras oficiaba la liturgia. Ella, de manera inexplicable, no le buscaba la mirada como había hecho hasta el momento. Una dolorosa sensación comenzó a subirle desde la boca del estómago hasta que, atascándose en la garganta, amenazó con impedirle pronunciar palabra alguna. Afortunadamente, estaba a punto de terminar. Principió con el ritual recientemente implantado, dirigiéndose de manera mayestática hacia la puerta. Sin prestar prácticamente atención a los parroquianos que se despedían con gracejo y soltura, sus labios pronunciaban manidas palabras de agradecimiento que no iban más allá de cubrir someramente el expediente en esa faena. Al fin salía ella, junto a su marido. Buscó con ansia y denuedo el iris de sus ojos sin encontrar más que una bruma gris que lo miraba sin verle. Su mano, antes firme y vigorosa, remedaba un paño endeble y sin textura cuando la estrechó en busca de alguna ínfima señal de complicidad. Si terrible había sido la situación durante la semana, a partir de ese momento su espíritu cayó en barrena y a punto estuvo de arrastrar su cuerpo de manera inmisericorde al desgastado suelo que pisaba. Haciendo de tripas corazón, terminó de despedir a sus feligreses. Su monaguillo, joven prudente y avezado, se interesó por la súbita palidez que le sobrevino mientras ayudaba a desvestirlo en la sacristía. Como pudo, planteó una débil excusa y salió cuanto antes de la iglesia. De repente, aquel recinto comenzaba a descargar sobre él una presión tan brutal que amenazaba con aplastarlo contra el suelo. Salió al aire libre y comenzó a caminar sin rumbo pero con paso apacible, al menos en apariencia. No recuerda ni dónde estuvo ni cuánto tiempo pudo invertir en el recorrido. Sólo existe la constancia fehaciente de que aquel día no almorzó. Llegó al cubículo que hacía las veces de hogar bien entrada la noche, absolutamente derrengado y sin fuerzas salvo para tirarse encima de la cama. Quedó profundamente dormido tras dejarse caer, hasta el punto que, sintiendo frío, se despertó a altas horas de la madrugada y se sorprendió a sí mismo al darse cuenta del estado en el que se encontraba. Sentándose en el borde de la cama, comenzó a desvestirse y ponerse el arrugado pijama que guardaba debajo de la almohada.
Con la luz apagada, se tendió en la cama dirigiendo la vista al techo. Era absolutamente inexplicable pretender hacer una interpretación razonable de su estado actual. Siempre se había encontrado por encima de las pasiones humanas y, lo que es más, se enorgullecía de ello con cierto punto de soberbia. Por un lado, quería deshacerse de aquel pensamiento pecaminoso, al menos él lo veía así. Aunque no había imaginado situación extraña ni carnal alguna con su feligresa, le asaltaban continuamente a su atribulada mente el color de sus ojos, la fina y delicada sonrisa y su evanescente perfume. Aquello no podía ser bueno, pero lo contrario, olvidarse de ella, amenazaba con precipitarle en un profundo pozo de abatimiento que no se atrevía, ni tan siquiera, a plantearse. En esas elucubraciones estaba cuando tomó una decisión. Imputó toda la culpa a la incertidumbre. Sabía, por experiencia en otras lides, que la desazón generada por el desconocimiento de cualquier realidad o fenómeno era, la mayoría de las veces, mucho peor que el afrontamiento sereno y estoico de la realidad. Por tanto, en este particular contexto, carecía de sentido seguir enmarañado en la duda con respecto al contenido del rollo de papel ¿Y si hubiese construido un castillo de naipes y la realidad fuese mucho más sencilla de lo que había imaginado? Rumiando este último pensamiento, ya casi convertido en un mantra, encendió la luz de la mesilla de noche y rebuscó a tientas el papel en el último cajón. Sí, allí estaba; donde lo había dejado. Sentándose en el borde de la cama y cogiendo sus gafas, se dispuso a desatar el lazo que lo envolvía. Olió el lazo y apreció que conservaba ese maravilloso y fragante aroma a jazmín, lo que enervó aún más sus sentidos. Con calma, como si se tratase de un papiro sumamente frágil, enderezó el rollo de papel para poder leerlo.
"Querido amigo, en primer lugar, permítememe el tuteo y la forma quizás impropia de dirigirme a ti. Si estás leyendo esto, posiblemente sea debido a que la curiosidad o cualquier motivo que no me atrevería a interpretar ni juzgar te ha llevado a conservar este trozo de papel. Si, por el contrario, no lo lees, será debido a que lo has roto, quemado o te has deshecho de él por cualquier otro medio. En este caso, probable, la botella que lancé desesperadamente al océano se habrá estrellado contra algún arrecife, cosas del destino, y proseguiré con mi mortecina existencia de náufraga en medio de la nada. Valía la pena intentarlo, en cualquier caso.
Quiero ser optimista y pensar en la posibilidad que algún día, espero que no demasiado tarde, puedas leer estas líneas que te escribo. Como habrás podido advertir, ya que te considero un avezado y experimentado observador de las miserias del alma humana, mi cuerpo y mi espíritu fenecen en la situación personal en la que me encuentro. No me interpretes mal, no pretendo recurrir al fácil recurso carnal que, a buen seguro, no arribaría a buen puerto contigo. Nada más lejos de mi intención al escribirte estas líneas. Que mi cuerpo cumpla con sus obligaciones maritales, que el sacramento exige y mi aburrido e industrioso cónyuge demanda de manera indubitable una vez por semana, es algo que me preocupa relativamente poco. Como buena mujer, nacida y criada en el seno de una familia tradicional y con esmerada educación, soy plenamente consciente del rol que me toca ocupar. Aunque no me gusta ni me satisface, lo asumo. Hasta ahí, nada especial. Por tanto, no quiero hablarte de mi cuerpo, quédate tranquilo. Al menos no me refiero a la posibilidad de que nuestras auras se rozen y nuestra piel se funda y entrelace de manera real. Me preocupa, y debería ocuparte también como confesor de esta humilde feligresa, mi espíritu. No hablo de ética o moral. Mis conocimientos teológicos son bastante rudimentarios y no es la intención de este escrito solicitarte asesoramiento a ese respecto. Me embarga y acongoja el deterioro progresivo de mi espíritu vital que, mimetizándose con el ambiente, se ha tenido que plegar al lánguido devenir de los días en esta apacible y anodina ciudad de provincias.
He asistido, sobrecogida, al despliegue de los recursos retóricos y estilísticos con los que adornas tus intervenciones en el oficio. Me ha enamorado, permíteme el término, tu oratoria y uso del lenguaje. Me he dado cuenta que necesito oírte o, al menos, leerte. Sé que esta petición puede resultar obscena ante unos oídos castos por lo que apelo no tanto al sacerdote que lee estas líneas sino al hombre sabio y experimentado cuyos ojos, espejos del alma, he tenido la suerte de cruzarme en mi atormentado camino. Por ello, aún a riesgo de que mi alma arda de manera tormentosa en el infierno hasta el fin de los días, te hago llegar mi petición desesperada. No quiero tu cuerpo, te lo repito, me conformo con tus palabras. No estoy loca, aún, y sé lo que pido. No me conformo con aquellos retazos de tu voz que retengo como una posesa cada domingo, necesito algo más. Por ello, te ruego que tengas a bien aceptar esta petición, por extraña, heterodoxa y estrambótica que pudiera parecerte. Quiero finalizar estas líneas sin sugerirte nada más, al menos por el momento. Creo que he excedido, con creces, mis pretensiones iniciales y tu infinita paciencia. Si has llegado hasta el final de este escrito, cosa por la que rezo cada minuto del día, te diré que espero impaciente tu contestación para seguir avanzando, si ha lugar, en esta relación epistolar. Rayando la desvergüenza, me atrevo a sugerirte una clave que me permita atisbar una mínima esperanza de ser oída. Si tienes intención de escuchar mis cuitas y, respetando la máxima reserva y prudencia, tienes la amabilidad de atender mis súplicas, quedaré enterada de ello si en el próximo sermón dominical haces alguna alusión, por efímera que sea, a la "epístola a los filipenses". Aunque pudiera parecer frívolo e inexplicable, he descubierto en la figura y escritos de Pablo de Tarso un bálsamo para mis pesares. En el contexto, el único, en que nos podemos cruzar, creo que sería la manera más discreta de percibir esa señal por mi parte y de exponerla por la tuya. En el supuesto que decidas olvidar estas palabras y arrojar mi atormentada alma al más profundo de los avernos, te entenderé; no te quepa la menor duda. Asumo mi condenación eterna a costa de la salvación de mi alma temporal, valga la expresión, mientras mi cuerpo transite por este valle de lágrimas. Que Dios me perdone si entiende, en su infinita bondad, que he pecado. Gracias por tu amabilidad, tiempo y comprensión. Rosa."
Una fina y picuda letra, pulcramente caligrafiada, representaba la losa más pesada que su espíritu había soportado desde el comienzo de los días. Dejando las gafas y la carta encima de la mesilla, apagó la luz y, encogiéndose en un gurruño, comenzó a sollozar mientras le invadó una profunda y oscura pena.
Continuará...
Aunque la ingesta de alcohol no constituía uno de sus hábitos rutinarios, tuvo que tragar dos copas del añejo coñac que guardaba en la estantería del salón. Con ello intentó paliar los estragos anímicos que le había causado la anómala situación recientemente vivida. Sentándose en el amplio butacón, con la copa entre las manos, pudo relajarse y aminorar la profunda inquietud en la que se había sumido. Lo extraño era que ni tan siquiera había desenrollado el papel. Si con el hecho de tenerlo entre las manos había sucumbido de esa manera tan brutal a sus maléficos efluvios, se dijo, no quería ni tan siquiera imaginar lo que podría ocurrirle si leía el contenido del mismo. El rollo de papel, atado con un delgado lazo negro, reposaba cuidadosamente en la pequeña mesa que tenía justo enfrente. Pudo apreciar que desprendía un suave olor a jazmín. No sabía, a ciencia cierta, si tal aroma era producto de una especial intencionalidad de su autora o un mero efecto accidental propiciado por el hecho de agarrarlo entre sus manos durante algún tiempo antes de introducirlo, subrepticiamente, por uno de los huecos de la celosía del confesionario.
Tras idas y venidas por el pequeño salón, decidió no abrirlo. Su curiosidad era máxima pero no se encontraba con la suficiente fuerza de voluntad como para poder sobrellevar su reacción al contenido del mismo. Sabía que su proceder era irracional pero había visto cosas muy extrañas a lo largo de los años y prefería extremar la cautela en todas aquellas situaciones, incluidas las de su propia vida, en las que no controlaba todos los parámetros que pudieran interferir en sus acciones. Tampoco quiso quemarlo o arrojarlo a la basura, aunque lo había sopesado. Ello hubiese escenificado ante su propia conciencia un miedo ridículo al poder de unas letras que no estaba dispuesto a sobrellevar ni admitir en el futuro. Por tanto, optando por la vía intermedia y rememorando a Santo Tomás, decidió ocultar el escrito en un lugar discreto de su habitación. Si bien era cierto que era altamente improbable que alguien lo encontrase, no quería dejar nada al azar y encontrarse con la sorpresa que la señora que atendía la limpieza de su casa varias veces en semana se topara y leyese el contenido del escrito, cualquiera que fuese. La curiosidad era una endiablada y recurrente ocupación de la ciudadanía. Por tanto, lo guardó dentro del último cajón de su mesita de noche, hábilmente disimulado entre los calcetines que allí descansaban apaciblemente.
Pasaron los días y las noches, estas últimas prácticamente en vela. No podía quitarse de la cabeza el recuerdo de aquella mujer. Lo que es más, el dichoso trozo de papel que descansaba como un pájaro enjaulado a pocos centímetros de su cabeza parecía llamarlo a gritos. Oía las palpitaciones de sus maltratadas sienes y por más que intentaba conciliar el sueño, no lo conseguía. Terminaba cayendo rendido, tras largas horas de penosa duermevela. Por las mañanas tenía que realizar un esfuerzo sobrehumano para levantarse y sobrellevar la jornada ya que el sueño, a fuerza de prácticamente inexistente, no conseguía reparar los efectos acumulativos y devastadores del cansancio. Comenzó a preocuparse cuando unas profundas ojeras hicieron su aparición y mostraron al mundo unos evidentes e incómodos signos de su actual estado. Llegó, incluso, a plantearse la posibilidad de ponerse un poco de crema "quitaojeras" pero, en última instancia, le pareció demasiado indecoroso. Algo tenía que hacer y pronto. En esas diatribas andaba cuando, tras esta larga agonía existencial, se encontró de nuevo con la ocasión de celebrar el oficio dominical. Cayó en la cuenta esa mañana que la vería de nuevo. La revelación fue como un mazazo que le hizo temblar presa de una incómoda inquietud. La brutal ambivalencia que le generaba esa posibilidad lo descuadró. Por una parte, quería huir como la peste de aquella abominable tentación. Por otra, que iba ganando peso a medida que se acercaba a la hora de empezar la misa, sentía en lo más profundo de su pecho unos deseos arrebatadores de verla de nuevo.
Tras bajarse del púlpito y buscarla, encontró que la jovial y vibrante mirada de Rosa, que le había cautivado la semana anterior, estaba absolutamente apagada. Intentó de manera discreta y reiterada buscar esos ojos mientras oficiaba la liturgia. Ella, de manera inexplicable, no le buscaba la mirada como había hecho hasta el momento. Una dolorosa sensación comenzó a subirle desde la boca del estómago hasta que, atascándose en la garganta, amenazó con impedirle pronunciar palabra alguna. Afortunadamente, estaba a punto de terminar. Principió con el ritual recientemente implantado, dirigiéndose de manera mayestática hacia la puerta. Sin prestar prácticamente atención a los parroquianos que se despedían con gracejo y soltura, sus labios pronunciaban manidas palabras de agradecimiento que no iban más allá de cubrir someramente el expediente en esa faena. Al fin salía ella, junto a su marido. Buscó con ansia y denuedo el iris de sus ojos sin encontrar más que una bruma gris que lo miraba sin verle. Su mano, antes firme y vigorosa, remedaba un paño endeble y sin textura cuando la estrechó en busca de alguna ínfima señal de complicidad. Si terrible había sido la situación durante la semana, a partir de ese momento su espíritu cayó en barrena y a punto estuvo de arrastrar su cuerpo de manera inmisericorde al desgastado suelo que pisaba. Haciendo de tripas corazón, terminó de despedir a sus feligreses. Su monaguillo, joven prudente y avezado, se interesó por la súbita palidez que le sobrevino mientras ayudaba a desvestirlo en la sacristía. Como pudo, planteó una débil excusa y salió cuanto antes de la iglesia. De repente, aquel recinto comenzaba a descargar sobre él una presión tan brutal que amenazaba con aplastarlo contra el suelo. Salió al aire libre y comenzó a caminar sin rumbo pero con paso apacible, al menos en apariencia. No recuerda ni dónde estuvo ni cuánto tiempo pudo invertir en el recorrido. Sólo existe la constancia fehaciente de que aquel día no almorzó. Llegó al cubículo que hacía las veces de hogar bien entrada la noche, absolutamente derrengado y sin fuerzas salvo para tirarse encima de la cama. Quedó profundamente dormido tras dejarse caer, hasta el punto que, sintiendo frío, se despertó a altas horas de la madrugada y se sorprendió a sí mismo al darse cuenta del estado en el que se encontraba. Sentándose en el borde de la cama, comenzó a desvestirse y ponerse el arrugado pijama que guardaba debajo de la almohada.
Con la luz apagada, se tendió en la cama dirigiendo la vista al techo. Era absolutamente inexplicable pretender hacer una interpretación razonable de su estado actual. Siempre se había encontrado por encima de las pasiones humanas y, lo que es más, se enorgullecía de ello con cierto punto de soberbia. Por un lado, quería deshacerse de aquel pensamiento pecaminoso, al menos él lo veía así. Aunque no había imaginado situación extraña ni carnal alguna con su feligresa, le asaltaban continuamente a su atribulada mente el color de sus ojos, la fina y delicada sonrisa y su evanescente perfume. Aquello no podía ser bueno, pero lo contrario, olvidarse de ella, amenazaba con precipitarle en un profundo pozo de abatimiento que no se atrevía, ni tan siquiera, a plantearse. En esas elucubraciones estaba cuando tomó una decisión. Imputó toda la culpa a la incertidumbre. Sabía, por experiencia en otras lides, que la desazón generada por el desconocimiento de cualquier realidad o fenómeno era, la mayoría de las veces, mucho peor que el afrontamiento sereno y estoico de la realidad. Por tanto, en este particular contexto, carecía de sentido seguir enmarañado en la duda con respecto al contenido del rollo de papel ¿Y si hubiese construido un castillo de naipes y la realidad fuese mucho más sencilla de lo que había imaginado? Rumiando este último pensamiento, ya casi convertido en un mantra, encendió la luz de la mesilla de noche y rebuscó a tientas el papel en el último cajón. Sí, allí estaba; donde lo había dejado. Sentándose en el borde de la cama y cogiendo sus gafas, se dispuso a desatar el lazo que lo envolvía. Olió el lazo y apreció que conservaba ese maravilloso y fragante aroma a jazmín, lo que enervó aún más sus sentidos. Con calma, como si se tratase de un papiro sumamente frágil, enderezó el rollo de papel para poder leerlo.
"Querido amigo, en primer lugar, permítememe el tuteo y la forma quizás impropia de dirigirme a ti. Si estás leyendo esto, posiblemente sea debido a que la curiosidad o cualquier motivo que no me atrevería a interpretar ni juzgar te ha llevado a conservar este trozo de papel. Si, por el contrario, no lo lees, será debido a que lo has roto, quemado o te has deshecho de él por cualquier otro medio. En este caso, probable, la botella que lancé desesperadamente al océano se habrá estrellado contra algún arrecife, cosas del destino, y proseguiré con mi mortecina existencia de náufraga en medio de la nada. Valía la pena intentarlo, en cualquier caso.
Quiero ser optimista y pensar en la posibilidad que algún día, espero que no demasiado tarde, puedas leer estas líneas que te escribo. Como habrás podido advertir, ya que te considero un avezado y experimentado observador de las miserias del alma humana, mi cuerpo y mi espíritu fenecen en la situación personal en la que me encuentro. No me interpretes mal, no pretendo recurrir al fácil recurso carnal que, a buen seguro, no arribaría a buen puerto contigo. Nada más lejos de mi intención al escribirte estas líneas. Que mi cuerpo cumpla con sus obligaciones maritales, que el sacramento exige y mi aburrido e industrioso cónyuge demanda de manera indubitable una vez por semana, es algo que me preocupa relativamente poco. Como buena mujer, nacida y criada en el seno de una familia tradicional y con esmerada educación, soy plenamente consciente del rol que me toca ocupar. Aunque no me gusta ni me satisface, lo asumo. Hasta ahí, nada especial. Por tanto, no quiero hablarte de mi cuerpo, quédate tranquilo. Al menos no me refiero a la posibilidad de que nuestras auras se rozen y nuestra piel se funda y entrelace de manera real. Me preocupa, y debería ocuparte también como confesor de esta humilde feligresa, mi espíritu. No hablo de ética o moral. Mis conocimientos teológicos son bastante rudimentarios y no es la intención de este escrito solicitarte asesoramiento a ese respecto. Me embarga y acongoja el deterioro progresivo de mi espíritu vital que, mimetizándose con el ambiente, se ha tenido que plegar al lánguido devenir de los días en esta apacible y anodina ciudad de provincias.
He asistido, sobrecogida, al despliegue de los recursos retóricos y estilísticos con los que adornas tus intervenciones en el oficio. Me ha enamorado, permíteme el término, tu oratoria y uso del lenguaje. Me he dado cuenta que necesito oírte o, al menos, leerte. Sé que esta petición puede resultar obscena ante unos oídos castos por lo que apelo no tanto al sacerdote que lee estas líneas sino al hombre sabio y experimentado cuyos ojos, espejos del alma, he tenido la suerte de cruzarme en mi atormentado camino. Por ello, aún a riesgo de que mi alma arda de manera tormentosa en el infierno hasta el fin de los días, te hago llegar mi petición desesperada. No quiero tu cuerpo, te lo repito, me conformo con tus palabras. No estoy loca, aún, y sé lo que pido. No me conformo con aquellos retazos de tu voz que retengo como una posesa cada domingo, necesito algo más. Por ello, te ruego que tengas a bien aceptar esta petición, por extraña, heterodoxa y estrambótica que pudiera parecerte. Quiero finalizar estas líneas sin sugerirte nada más, al menos por el momento. Creo que he excedido, con creces, mis pretensiones iniciales y tu infinita paciencia. Si has llegado hasta el final de este escrito, cosa por la que rezo cada minuto del día, te diré que espero impaciente tu contestación para seguir avanzando, si ha lugar, en esta relación epistolar. Rayando la desvergüenza, me atrevo a sugerirte una clave que me permita atisbar una mínima esperanza de ser oída. Si tienes intención de escuchar mis cuitas y, respetando la máxima reserva y prudencia, tienes la amabilidad de atender mis súplicas, quedaré enterada de ello si en el próximo sermón dominical haces alguna alusión, por efímera que sea, a la "epístola a los filipenses". Aunque pudiera parecer frívolo e inexplicable, he descubierto en la figura y escritos de Pablo de Tarso un bálsamo para mis pesares. En el contexto, el único, en que nos podemos cruzar, creo que sería la manera más discreta de percibir esa señal por mi parte y de exponerla por la tuya. En el supuesto que decidas olvidar estas palabras y arrojar mi atormentada alma al más profundo de los avernos, te entenderé; no te quepa la menor duda. Asumo mi condenación eterna a costa de la salvación de mi alma temporal, valga la expresión, mientras mi cuerpo transite por este valle de lágrimas. Que Dios me perdone si entiende, en su infinita bondad, que he pecado. Gracias por tu amabilidad, tiempo y comprensión. Rosa."
Una fina y picuda letra, pulcramente caligrafiada, representaba la losa más pesada que su espíritu había soportado desde el comienzo de los días. Dejando las gafas y la carta encima de la mesilla, apagó la luz y, encogiéndose en un gurruño, comenzó a sollozar mientras le invadó una profunda y oscura pena.
Continuará...
7 comentarios:
Sin palabras! Qué relato y qué historia tan tremenda. Sentimientos brutales que no se pueden canalizar y gestionar sin "fallar" a terceros.
Al amigo Cortazar me remito: "Las palabras nunca alcanzan cuando lo que vas a decir desborda el alma".
Estoy deseando conocer el desarrollo de la historia pero esta vez, a diferencia de otras ocasiones en las que tus relatos me hicieron entrar al blog en busca de sus continuaciones, no necesito saberlo de forma urgente (no tardes más de tres o cuatro días en darle continuidad, que me da algo, jajaj). Creo que esta vez necesito inventarme yo un final y que acabe como a mí me gustaría... ¡Es extraño! Tengo la sensación de no querer saber "que no pudo ser".
Una bellísima historia de amor tratada con el más absoluto de los respetos. Ficción o realidad, es una gran historia.
Enhorabuena +juantobe1
Muy Bueno!¿Debo esperar una resolución escolástica o mundana?
Ufff...tremendo!! Se me han mezclado los sentimientos de él con mi impaciencia por llegar a la carta. Me ha encantado, Juan Antonio. Deseando continuar esta historia.
Besos.
Que lástima, esto parece un amor imposible, está claro que se aman, ya les nació un corazón en el estómago. Te hormiguea por dentro, escuchando y viendo de una manera peculiar. A ver como acaban. Un abrazo
Buenísimo, me encantó !
Estupenda entrega de este interesante relato, Juan. Me muero por conocer íntegra la historia de Rosa, una mujer con un gran pesar en busca de ayuda...
Veremos qué tal respuesta puede darle este "profesional intachable" :))
Me encantó, quedo a la espera de continuación.
Un abrazo!!
Nos has dejado en ascuas +juantobe, ¿no habrá platicado sobre la "epístola a los filipenses". en su sermón dominical antes de leer la carta y sin saberlo? .... eso tendría perdón de Dios pero jamás se lo perdonaría su corazón enamorado.
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