Su corazón estuvo a punto de dar un vuelco cuando saludó y estrechó la mano a uno de los nuevos feligreses. A decir verdad, se trataba de una pareja. Agarrada suavemente al hombro de aquel sujeto anodino que le tendía una mano blanda y sudorosa se encontraba ella. Si Leonardo hubiese vivido en esta época, difícilmente podría haber escogido como modelo de su Gioconda a otra mujer que la que, ahora, le estrechaba su mano firme y delicada, a un tiempo, mientras le agradecía con enigmática sonrisa las edificantes palabras que, a través del sermón, les había trasladado desde el púlpito. En este punto, sus recuerdos le traicionan porque, a buen seguro, el estado de excitación que le embargó en ese instante, difuminó la exactitud de los mismos. No obstante, podría haber jurado por la salvación de su alma (he aquí, nunca mejor dicho y en este particular contexto, una frase meramente retórica) que aquella inocente mujer, en apariencia, retuvo y presionó su mano durante un breve lapso de tiempo que excedía, de manera significativa, de lo habitual en aquellos intercambios y rudimentos sociales al uso.
Debiendo atender la cola de personas que esperaba pacientemente para estrechar su mano y abandonar el templo, no tuvo más remedio que despedirse de aquella pareja con cierta premura. En ese momento no pudo retener las melifluas y ridículas palabras de agradecimiento que el marido pronunció. Durante ese día y alguna que otra noche en la que le fue imposible conciliar el sueño, no pudo dejar de evocar, con todos los matices vocales que las adornaron, las brevísimas frases que ella, Rosa se llamaba, le había comentado al despedirse. "Es usted un hombre excepcional con una magnífica capacidad para transmitir sus pensamientos. Si me lo permite, un profesional intachable..." En otro contexto y momento, habría desmenuzado en tiempo real aquellas curiosas frases y, sacando el endiablado sofista que llevaba dentro, sonsacado a su interlocutora una explicación razonable de las mismas. Sus reflejos, ahora lo sabía, quedaron anulados como por arte de ensalmo y pudo hacer poco más que balbucear algunas difusas, inconexas y diplomáticas expresiones de agradecimiento al uso.
Sus desvelos no hicieron más que acrecentarse cuando una semana después, mientras esperaba pacientemente dentro del confesionario la aparición de alguna oveja descarriada, ocurrió algo que, debiendo habido evitar, le despeñó por el precipicio en el que aún se encontraba, en plena caída libre. No fueron tanto las palabras, puras fórmulas de rigor, como el timbre y el tono de la voz susurrante que se dirigía a él de manera apacible a través de la oscura celosía. Sus abotargados sentidos, tras más de media hora sin mediar comunicación alguna con otro ser humano, se activaron como si hubiesen sido percutidos por un resorte. ¿Ella? No era posible. Quizás estaba tan obsesionado con aquella enigmática mujer que la veía y, obviamente, la escuchaba en todas partes. Prestó atención y no albergaba ya la más mínima duda al respecto. Se dispuso, pues, tras contestarle al requerimiento como era preceptivo, a escucharla. En ese momento no supo con exactitud si agradecer al Altísimo su suerte o maldecir al Maligno por su desgracia. Ya iría viendo; confiaba en sus probados y sinuosos recursos para afrontar prácticamente cualquier situación compleja que se le había planteado a lo largo de su vida.
La conversación transcurrió por los derroteros habituales. Pecados intrascendentes, veniales si acaso, que no requerían mayor terapia reparadora que algún que otro Ave María precedido, eso sí, por el obligado arrepentimiento de, en este caso, la pecadora. De improviso, sin solución de continuidad alguna con relación al tenor y magnitud de los pecados confesados hasta el momento, ocurrió algo que le galvanizó. El calambrazo que recibieron sus expectantes sentidos fue de tal magnitud que, incluso, dejó caer sin darse cuenta el rosario de ébano que agarraba entre sus tensionados y sarmentosos dedos. Tras el ataque de incómoda tos que le sobrevino, logró enhebrar torpemente unas palabras para que su feligresa tuviera la amabilidad de explicarse mejor ya que, a buen seguro, había él malinterpretado algunos confusos términos de la confesión de la buena señora.
Ella le vino a decir, rememoraba ahora aquellas susurrantes palabras que fluyeron a través de la celosía, que había quedado sobrecogida -ese fue el término que utilizó- tras escucharle. Al parecer, la fluidez, convicción, garra y contenido de los sermones que había escuchado habían despertado en ella la necesidad imperiosa de escucharle, hasta el punto de generarle una profunda desazón el hecho de tener que esperar una semana para volver a repetir la exultante experiencia. Siendo una mujer de natural curiosa y ávida de conocimiento, le confesó, sobrevivía miserablemente a la indolente rutina de un matrimonio que no despertaba en su ser la más mínima pasión ni interés. Ávida de conocimiento, eso no constituía necesariamente una conducta pecaminosa, no la reconfortaban las simplonas lecturas moralizantes a las que podía acceder rutinariamente en la nutrida biblioteca de su marido. Resumiendo, por acortar un monólogo que duraba más tiempo del razonable para estos menesteres, le pedía, imploraba y suplicaba que como confesor, abusando de su prudencia, discreción y profesionalidad, tuviera a bien reconfortarla con algunos escritos de su factura que, convenientemente leídos y releídos por ella en sus eternas horas de soledad, aliviaran el marasmo en el que se había convertido su vida. A cambio, por supuesto, estaba dispuesta a realizar cualquier penitencia, si así lo estimaba, que fuera precisa en concepto de contraprestación contractual por la elaboración y entrega de dichos escritos. Repasaba mentalmente, perplejo y sorprendido, aquella conversación que alimentó, en un primer momento, su ego y soberbia hasta el punto que no pudo articular expresión alguna para impedir que ella siguiera hablando. Entendiendo que su confesor otorgaba al callar, asumió su tácita aquiescencia y, con rapidez inusitada, deslizó el papel enrollado que llevaba guardado en su bolso a través de la polvorienta celosía que fijaba, de manera taxativa, los límites físicos de aquel extraño intercambio de voluntades. Ella escapó rauda del cubículo sin que el perplejo párroco pudiese evitarlo. Sin darle tiempo a reaccionar ni tan siquiera pronunciar la absolución, se encontró con aquel rollo de papel que asomaba por un hueco del enrejado. Más por evitar que pudiese entrar alguien en el confesionario y coger el papel que sobresalía de ambos extremos que por interés en atisbar su contenido, lo cogió con rapidez y lo guardó en el bolsillo de su sotana. Sacó, a continuación, el pañuelo y procedió a enjugarse la frente perlada de sudor. Necesitaba aire. Se levantó con sigilo y, mirando en torno suya cual cazador acechando una presa, salió rápidamente del antiguo y carcomido armazón de madera que ocupaba a la hora de recibir en confesión a sus parroquianos.
Continuará...
3 comentarios:
¡Qué ambiente tan maravilloso has logrado crear! De pronto he vuelto a mis tiempos mozos de bachillera y he recordado La Regenta. Me encantan las iglesias como escenarios de sugerentes y pecaminosos encuentros. En tan solo un rutinaria confesión se me ha antojado una de las escenas más provocativas que he leído últimamente. O a lo mejor es que mi mente goza de una imaginación portentosa, amén de calenturienta . Todo puede ser ;)
Una vez más, enhorabuena.
Difícil luchar con esos sentimientos que surgen de lo prohibido para aparecer en una forma de vivir que no proceden. Una trama muy bien elaborada. Felicidades Juan,un fuerte abrazo.
Intrigada estoy por saber qué pone en ese papel...
Excelente, Juan Antonio.
Un placer leerte. Besos.
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