Relato (1ª parte)
Lo que peor llevaba de aquella farsa en la que se había convertido su vida era el espejo. Más concretamente, el reflejo de su imagen especular que le devolvía aquel ingrato e inanimado objeto. Había prescindido de todos los que se encontró en su modesto alojamiento, excepto de aquel que estaba ubicado, como era natural, en el cuarto de baño. Incluso había experimentado, para evitar, en lo posible, enfrentarse a su túrbida mirada matutina, intentando afeitarse en la ducha. Poco diestro en las faenas manuales, perdía más tiempo reparando el inevitable estropicio que, sin excusar una sola mañana, perpetraba contra su ya arrugado y maltrecho rostro. Además, estaba harto que le repitiesen continuamente, en tono aparentemente afable, la poca destreza que parecía desplegar en una labor tan simple y rutinaria. Hizo de tripas corazón y evitó mirarse fijamente a los ojos mientras se enjabonaba rápidamente el rostro con la espuma de afeitar, al objeto de evacuar con la máxima celeridad posible ese obligado trámite.
Aún a fuerza de ser indulgente consigo mismo, no conseguía desprenderse del oleoso sello de cobardía que taponaba cada poro de su piel. Sí, ahora ya no cabían excusas ni circunloquios bizantinos. Era, simple y llanamente, un cobarde redomado. Hasta hace poco tiempo siempre había encontrado sutiles recovecos para justificar su inexcusable doble vida y, por ende, doblez moral. Conociendo a la perfección todos los preceptos éticos y morales que debía escrutar en el comportamiento de los demás, no le era difícil encontrar lagunas recónditas y áridos escasamente cartografiados en el ámbito de sus conductas para denostar o absolver, lo que fuera preciso en cada caso, aquello que se le trasladaba y que encajaba difusamente en alguna de las categorías estandarizadas. El resto, una vez establecido el marco regulador, era relativamente fácil de aplicar. Tificado el delito, era esto una licencia poética, era capaz de prescribir el tratamiento adecuado y la fórmula magistral que aliviara la tensión subyacente de aquellos corderos, aquí otra apropiada metáfora, que se despistaban del rebaño y escapaban transitoriamente del redil. Aplicado a sí mismo, el rol de perro presa cuadraba mejor con su práctica profesional que el de pastor que, así le enseñaron, procuraba la salvación del pueril rebaño que le habían encomendado vigilar.
Aún a fuerza de ser indulgente consigo mismo, no conseguía desprenderse del oleoso sello de cobardía que taponaba cada poro de su piel. Sí, ahora ya no cabían excusas ni circunloquios bizantinos. Era, simple y llanamente, un cobarde redomado. Hasta hace poco tiempo siempre había encontrado sutiles recovecos para justificar su inexcusable doble vida y, por ende, doblez moral. Conociendo a la perfección todos los preceptos éticos y morales que debía escrutar en el comportamiento de los demás, no le era difícil encontrar lagunas recónditas y áridos escasamente cartografiados en el ámbito de sus conductas para denostar o absolver, lo que fuera preciso en cada caso, aquello que se le trasladaba y que encajaba difusamente en alguna de las categorías estandarizadas. El resto, una vez establecido el marco regulador, era relativamente fácil de aplicar. Tificado el delito, era esto una licencia poética, era capaz de prescribir el tratamiento adecuado y la fórmula magistral que aliviara la tensión subyacente de aquellos corderos, aquí otra apropiada metáfora, que se despistaban del rebaño y escapaban transitoriamente del redil. Aplicado a sí mismo, el rol de perro presa cuadraba mejor con su práctica profesional que el de pastor que, así le enseñaron, procuraba la salvación del pueril rebaño que le habían encomendado vigilar.
Aquella escultural e impresionante mujer, no podía quitársela de la cabeza, era la mismísima reencarnación del maligno. No había otra explicación razonable ni posible que pudiera, a un tiempo, explicar el despliegue inconmesurable de sus encantos y su propia incapacidad para lograr resistirse a los mismos. Él no podía ser tan débil ni tan perverso; había necesariamente algo demoníaco en ella que le despertaba sus más bajos instintos. Por más que había intentado domeñarlos, aplicando todas las técnicas que estaba en disposición de utilizar, sus múltiples intentos habían devenido en un rosario de continuos y penosos fracasos, a cual más desagradable. Sólo le restaba practicar algún exorcismo, aunque desechó rápidamente esa ocurrencia, no por inapropiada sino por escandalosa. A buen seguro, saldría trasquilado él mismo si llegara a impulsar esta salida a la situación. Ello, además, evidenciaría su más absoluto fracaso personal. Recurrir al bloqueo de la fuente de sus desvelos, pudiendo ser de utilidad, le recordaría de por vida su nula capacidad de autocontrol. Por tanto, por el momento, dejó la partida en tablas. Lo más sensato sería pedir al obispo, su superior jerárquico, un discreto traslado, cuanto más lejos mejor, que justificaría por el cambio de aires que necesitaba de manera urgente su ajada salud. Así evitaría el peligro latente que su práctica extraoficial, por llamarla de alguna manera medianamente presentable ante su propia conciencia, interfiriese de manera desastrosa en el oficio que, tampoco podía olvidarlo, le procuraba sustento y solaz. No quería ni siquiera plantearse la hipotética posibilidad de abandonar todo aquello que, con esfuerzo, tesón y mucho trabajo, había construido sistemáticamente durante más de tres décadas.
De manera recurrente, asaltaban su memoria los recuerdos de aquel día, cuando la conoció. Su mirada recatada y sumisa no dejaba de intranquilizarle. A duras penas pudo terminar aquel sermón, aliñando de manera inconexa las frases que, a modo de guía, había anotado la tarde anterior en su pequeño cuaderno. Desde el púlpito, su trono, dominaba con destreza y efectividad cada puesta en escena que oficiaba. Siendo importante el contenido, cuidaba especialmente el continente, adornando con voz trémula, firme o sutilmente modulada, según la ocasión lo requiriese, aquellos preceptos que pretendía inculcar de manera indeleble en la mente del dócil rebaño que debía guardar y guiar por la senda del bien; ¡como Dios mandaba!
No fue, la de ella, una mirada desafiante o altiva; todo lo contrario. El trasfondo evanescente y furtivo de aquellos ojos grises se le había grabado a fuego en su retina. Ese infausto día, a punto estuvo de tartamudear en algún momento de su homilía mientras acechaba, de reojo, la delicada figura que lo observaba sin pestañear desde la tercera fila de bancos, sin exteriorizar muestra alguna de abatimiento, afectación o cansancio.
Había incorporado recientemente la costumbre, observada en sus últimos viajes a una diócesis irlandesa, de saludar personalmente y despedir a toda su feligresía en la puerta de la iglesia. Constituía ese proceder una costumbre nada ortodoxa en aquel pueblo, donde su antecesor en el puesto se resistió como "gato panza arriba" a modificar su práctica litúrgica preconciliar y perseveró durante algún tiempo en el hábito de oficiar el ritual de espaldas a la grey, chapurreando las acrisoladas y manidas fórmulas rituales mientras deslizaba más latines de los que los nuevos tiempos recomendaban y prescribían durante el oficio litúrgico. Tras evacuar discreta consulta a su ordinario, aprovechando una visita del prócer a su parroquia, obtuvo la preceptiva aunque oficiosa autorización para incorporar esa pequeña innovación. Evidentemente, no fue preciso ni recomendable abundar en la heterodoxia originaria de la misma, todo ello en aras de conseguir incrementar la exigua feligresía que, hasta donde se había encontrado al llegar a su nuevo destino, consistía básicamente en un puñado de viejas beatas -viudas y solteronas, la mayoría- que, ante la imposibilidad material de matar las horas en el casino del pueblo o el "Círculo de labradores", asistían con británica puntualidad y estoica paciencia a todos los oficios, sin faltar uno solo, que semalmente se celebraban en su parroquia.
Con parsimonia, media sonrisa y teatralidad bien estudiada, se dirigió por el pasillo central a la puerta de entrada que, en ese preciso momento, terminaba de abrir su fiel monaguillo. Una vez instaurado ese curioso hábito, ninguno de los asistentes se movió de su banco hasta que hubo alcanzado su destino y se dispuso a despedir amablemente al creciente número de nuevos parroquianos, sin duda como producto tangible de sus novedosas incorporaciones escénicas al ritual, que se disponían a salir apaciblemente del sagrado recinto.
Continuará...
De manera recurrente, asaltaban su memoria los recuerdos de aquel día, cuando la conoció. Su mirada recatada y sumisa no dejaba de intranquilizarle. A duras penas pudo terminar aquel sermón, aliñando de manera inconexa las frases que, a modo de guía, había anotado la tarde anterior en su pequeño cuaderno. Desde el púlpito, su trono, dominaba con destreza y efectividad cada puesta en escena que oficiaba. Siendo importante el contenido, cuidaba especialmente el continente, adornando con voz trémula, firme o sutilmente modulada, según la ocasión lo requiriese, aquellos preceptos que pretendía inculcar de manera indeleble en la mente del dócil rebaño que debía guardar y guiar por la senda del bien; ¡como Dios mandaba!
No fue, la de ella, una mirada desafiante o altiva; todo lo contrario. El trasfondo evanescente y furtivo de aquellos ojos grises se le había grabado a fuego en su retina. Ese infausto día, a punto estuvo de tartamudear en algún momento de su homilía mientras acechaba, de reojo, la delicada figura que lo observaba sin pestañear desde la tercera fila de bancos, sin exteriorizar muestra alguna de abatimiento, afectación o cansancio.
Había incorporado recientemente la costumbre, observada en sus últimos viajes a una diócesis irlandesa, de saludar personalmente y despedir a toda su feligresía en la puerta de la iglesia. Constituía ese proceder una costumbre nada ortodoxa en aquel pueblo, donde su antecesor en el puesto se resistió como "gato panza arriba" a modificar su práctica litúrgica preconciliar y perseveró durante algún tiempo en el hábito de oficiar el ritual de espaldas a la grey, chapurreando las acrisoladas y manidas fórmulas rituales mientras deslizaba más latines de los que los nuevos tiempos recomendaban y prescribían durante el oficio litúrgico. Tras evacuar discreta consulta a su ordinario, aprovechando una visita del prócer a su parroquia, obtuvo la preceptiva aunque oficiosa autorización para incorporar esa pequeña innovación. Evidentemente, no fue preciso ni recomendable abundar en la heterodoxia originaria de la misma, todo ello en aras de conseguir incrementar la exigua feligresía que, hasta donde se había encontrado al llegar a su nuevo destino, consistía básicamente en un puñado de viejas beatas -viudas y solteronas, la mayoría- que, ante la imposibilidad material de matar las horas en el casino del pueblo o el "Círculo de labradores", asistían con británica puntualidad y estoica paciencia a todos los oficios, sin faltar uno solo, que semalmente se celebraban en su parroquia.
Con parsimonia, media sonrisa y teatralidad bien estudiada, se dirigió por el pasillo central a la puerta de entrada que, en ese preciso momento, terminaba de abrir su fiel monaguillo. Una vez instaurado ese curioso hábito, ninguno de los asistentes se movió de su banco hasta que hubo alcanzado su destino y se dispuso a despedir amablemente al creciente número de nuevos parroquianos, sin duda como producto tangible de sus novedosas incorporaciones escénicas al ritual, que se disponían a salir apaciblemente del sagrado recinto.
Continuará...
3 comentarios:
Magistral como siempre.... un cordial saludo
Cuánta hipocresía y autorepresión genera esta visión tan poco cristiana que la iglesia católica insiste en mantener con respecto al rol de pastor. Buena imagen la del perro guardián. Es una pena que no se abran corazón y cabeza para dejar que soplen de una buena vez vientos de cambio. Buen relato, Juan.
Un abrazo!
Fer
Excelente narración!! Me llevo la palabra "domeñar", no recuerdo haberla leído u oido jamás.
Un abrazo
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