A determinadas personas la inclusión de estos dos términos, honradez y honorabilidad, en el breve elenco de elementos indispensables con los que debería de estar llena la mochila de todos aquellos que se dedican al ejercicio de funciones directivas, podría parecerles trasnochada y anacrónica, más propia de tiempos heróicos pasados. Por el contrario, de ahí este artículo, soy de la opinión que ambos conceptos reflejan una serie de cualidades esenciales para cualquier líder que se precie y que, fruto de su vocación de servicio y respeto hacia los demás, pretenda ejercer el cargo que le ha tocado desempeñar con las mejores garantías de éxito y respaldo corporativo.
La persona honorable es aquella que actúa con honradez y que, como resultado de esa actitud, suele ser respetada por todos aquellos que le rodean, ya que es digna y merecedora de tal respeto. No se trata de la adulación endeble, frágil y endémica a la que estamos acostumbrados en las corporaciones. Me refiero a la retahíla de falsos cumplidos y piropos que pelotas y "trepas", de rancia estirpe y acrisolada ralea, dirigen a los que mandan, los que ostentan el poder, sin que éstos acrediten ni hayan desplegado los méritos suficientes como para ser dignos acreedores de tal reconocimiento. Se trata de una adulación servil y absolutamente quebradiza, que no suele resistir el paso del tiempo si los destinatarios de la misma no practican, como suele ser habitual, un ejercicio honrado, honorable y digno del puesto que ostentan en dicha organización.
El líder honrado desempeña su labor sin apartarse de las normas éticas y morales en su relación con los demás. Es justo y no tiene por qué engañar a nadie para obtener beneficios personales o profesionales. Por tanto, dice la verdad y cumple la palabra y los compromisos adquiridos. Ello no quita para que ajuste su comportamiento a la estrategia más adecuada en cada momento y combine la honradez con la prudencia y la capacidad de "regatear en corto" cuando es preciso para que los objetivos que ha de cubrir en el desempeño de sus funciones puedan ser alcanzados. Podríamos resumirlo con el aserto siguiente: "el fin no justifica siempre y en todo momento los medios". A buen seguro, todos hemos conocido personas que han desempeñado funciones directivas cuyo comportamiento se ha caracterizado por la doblez moral más simplona y abyecta. Manipuladores sin escrúpulos que, lejos del más mínimo recato moral, han jurado con gesto contenido de emoción una cosa para, tras terminar la reunión correspondiente, adoptar una decisión absolutamente en contra de lo que han comprometido con sus interlocutores. Su único objetivo, simple y burdo como ellos, era seguir avanzando y huyendo de manera despavorida hacia un futuro incierto pero menos complicado, desde la cortedad de miras de su prisma, que el presente que les tocaba gestionar. En ese viaje no han dudado en quemar de manera irresponsable sus naves, ya que confiaban ciegamente en que su meteórica carrera profesional o política ascendente les eximiría de rendir cuentas a las personas a las que habían defraudado de manera tan pueril y desvergonzada. Muchos de estos saltimbanquis (que me perdonen los profesionales circenses aquí) de la política o las corporaciones han quedado sobrecogidos cuando el lejano eco de sus promesas desmesuradas ha llegado a tierras que aún no habían cartografiado y les ha impedido reproducir su burdo "modus operandi" con nuevos incautos.
Un líder que falta a su palabra proporciona, de manera automática, un mensaje de gran nitidez para sus interlocutores que viene a ser, aproximadamente, éste: "No soy una persona de fiar. Prometo lo que sea con tal de salir del paso y obtener una satisfacción efímera y temporal en los incautos que se fían de mí." Olvida, ese aprendiz de dirigente, que la importancia de su palabra es proporcional a su valor y que le define no sólo en el presente sino en cualquier situación futura en la que pueda encontrarse. Ignora también que la palabra dada reviste gran importancia en tanto en cuanto es interpretada como un acuerdo vinculante entre las partes, partiendo del principio de la buena fe.
Aquel que no cumple con lo dicho socava su reputación para futuros escenarios, al tiempo que traiciona a todos aquellos que confían en su palabra y le dan una oportunidad para que pueda realizar cuantas gestiones haya prometido para arreglar los problemas que, se supone, está en condiciones de solventar. Líderes inexpertos y con aterradora prisa por escalar los peldaños del poder se olvidan con frecuencia de estos rudimentos básicos de las relaciones humanas. Estos pobres diablos se enfrentan al descrédito público y rechazo social porque no saben ni están dispuestos a practicar el arte de comprometerse sólo con aquello que pueden cumplir. Eso exige tiempo y paciencia. Como tienen tanta prisa por ascender en la pirámide corporativa o política, no pueden perder el tiempo en realizar pequeñas promesas, acordes con sus limitadas y exiguas posibilidades ejecutivas, sino que se convierten en auténticos estafadores sociales que incurren, sin el menor atisbo de vergüenza o remordimiento, en el fraude piramidal. Prometen lo mismo a decenas de personas aún sabiendo que no podrán cumplir ni una décima parte de lo que han prometido. Ese tipo de fraude, bien estudiado por los gurús y estudiosos de la Economía, alcanza un punto de inflexión llegado el cual el frágil castillo de naipes que habían construido de manera vertiginosa se desmorona dejando damnificados por doquier, sobre todo entre las personas de buena fe que confiaron ciegamente, he ahí su error, en la falsa palabra de políticos y líderes trileros que ejercían cotidianamente como tahúres del Mississipi más que como honrados y honestos servidores públicos.
La honorabilidad tiene que demostrarse desde los más ínfimos detalles de una relación social. Tomar un café, reunirse con una persona, comprometerse con un acto, realizar una llamada de teléfono o gestionar un compromiso adquirido son, entre otras, las múltiples ocasiones en las que un líder honesto y honorable demuestra que lo es. No sirven las vanas ni manidas excusas de que su agenda está repleta o que les ha surgido un compromiso inesperado. Todo eso, que en ocasiones puede ser cierto, adquiere matices de opereta bufa cuando se utiliza asiduamente como artimaña para evadirse de los compromisos que se han adquirido en el pasado. Las personas, que toleran y entienden los pequeños contratiempos, comienzan a desconfiar pronto de aquellos líderes que, prometiendo el paraíso, no son capaces de entregarles ni tan siquiera el purgatorio. Por tanto, aún a riesgo de no conseguir el aplauso fácil, el líder honesto no se compromete con aquello que sabe que no podrá atender. Prefiere afrontar el pequeño, o gran, disgusto de plantear las cartas con las que cuenta, que jugar de manera reiterada con las ilusiones e inquietudes de todos aquellos que acuden a él presurosos para que sus cuitas sean solucionadas. Demostrará criterio y mesura cuando sea capaz de explicar que no puede atender en ese momento las demandas que se le plantean y podrá comprometerse a estudiar -y cumplirlo- en el futuro el problema para intentar encontrar una solución.
De todo lo anteriormente mencionado cabe deducir que el líder será digno de confianza en la medida en que sus actuaciones evidencien claramente que cumple con sus compromisos y no actúa con doblez de intenciones en su trato con otras personas. Además, evitará causar daño, de manera deliberada, a terceros e intentará procurarles beneficios siempre que sea posible. En este contexto, un líder que se caracterice por un desempeño deshonroso de sus funciones entenderá que el interés propio y el ajeno son necesariamente excluyentes e incompatibles, buscando en todo momento lucrarse -en todos los sentidos del término- mientras que abandonará a su suerte al resto de incautos que, por torpeza o bonhomía, tuvieron la mala suerte de confiar en su palabra.
La honradez se convierte en un valor esencial que ha de presidir, en todo momento y lugar, el trato del líder honorable con todas aquellas personas con las que se cruza en el desempeño de tu tarea. Esto le permitirá crear y fomentar relaciones productivas y justas que estarán basadas en la confianza mutua. Poco honor se podrá esperar de aquel directivo que no ha hecho de la honorabilidad un principio de actuación.
"La honradez como atributo esencial para el desempeño de funciones directivas."
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