Durante toda la mañana había quedado paralizado en el marasmo más desesperante. Huyendo de aquel espejo que le devolvía toda la inmundicia que habitaba en el fondo más oscuro de su alma, retornó al presente, a su particular desierto. A diferencia del episodio de la vida de Jesús narrado por el evangelista Mateo en el Nuevo Testamento, su periplo no duraba sólo cuarenta días. ¡Qué más hubiese querido! Desde aquella mirada magnética y hechizante de Rosa, durante aquel oficio dominical que no olvidará en su vida, habían pasado varios meses en los que se había visto envuelto en una espiral absolutamente arrolladora de pasiones. Lo absolutamente paradógico e inusitado del fenómeno, por buscarle un nombre con intención de racionalizarlo, era que no había cometido ningún acercamiento carnal a su feligresa. Ella tampoco lo planteó nunca. Si acaso, lo rehuyó expresamente cuando él, que habría estado dispuesto a llevarlo a efecto presa de su desesperación y locura, hubiera dado todo por perdido si hubiese tenido la oportunidad de rozar su piel, besar sus carnosos labios e impregnarse de sus fluidos. Se resistía a pensar que ella hubiera tendido sus redes y él hubiese caído como un incauto, quedando atrapado en una vorágine de pensamientos que no dejaban de asaltarle cada minuto de su existencia. A lo máximo que había llegado, sabía que esto era ridículo, era a intensificar el apretón de manos que, obligadamente, daba a toda su grey cuando los despedía cada domingo. Había quedado cautivado por aquellos ojos insondables, ahora lo sabía. Cuando agarraba su mano durante esos segundos eternos, una corriente eléctrica lo galvanizaba hasta consumir sus entrañas. Ella lo sabía, estaba seguro, y no conseguía comprende cómo podía sobrellevar con naturalidad ese mundo pasional que a él le invadía y amenazaba con destruirle. Su aparente hieratismo y la compostura que ella exhibía en todo momento, lo dejaba absolutamente anonadado. Aunque se resistía a profundizar en ese pensamiento, no podía dejar de sentirse muchas veces como si fuese una marioneta rota en manos del libre albedrío y la voluntad de Rosa. Su corazón le decía que no era el caso, pero la duda era humana y divina, al mismo tiempo; no podía evitarla.
Desde aquel lejano domingo, las visitas periódicas al confesionario generaron un hábito que consiguió convertirle en adicto a los susurros y fragancias que Rosa emitía desde el otro lado de la celosía. Aunque ocasionalmente su virilidad le compelía a culminar un alivio inmediato a su desazón, su férrea voluntad conseguía domeñar la satisfacción de sus instintos más primarios en aquel cubículo en que se encontraba recluído. Todo comenzó con escritos absolutamente inocuos desde el punto de vista moral ya que ella, con una gran capacidad para expresar por escrito sus ideas, le trasladaba sus cuitas y pesadumbres y le invitaba a plasmar por escrito sus recomendaciones, que evacuaba en calidad de asesor espiritual. Hasta ahí nada raro aunque, a fuerza de ser sincero, esa manera de proceder revestía una particularidad a la que no estaba acostumbrado como confesor. Se autoconvenció de que los tiempos cambiaban y que el instrumento utilizado para difundir el mensaje evangélico y reconducir a las almas en penumbra por el camino del bien podría ser ése. ¿Por qué no? Por tanto, con gusto y regocijo procedió a redactar curiosas epístolas donde, inspirado por los escritos que Rosa le pasaba subrepticiamente por el hueco de la celosía, reflejaba su parecer y le trasladaba recomendaciones prudentes y mesuradas. Aunque su sólida formación académica le había llevado a leer y fagocitar centenares de libros, nunca había tenido la costumbre de reflejar por escrito sus reflexiones, salvo alguna nota marginal en una ajada agenda con objeto de esbozar las ideas dispersas que después articulaba en sus sermones. Por tanto, siendo novedosa dicha experiencia, le reconfortó sobremanera descubrir que disfrutaba escribiendo y plasmando por escrito sus pensamientos. Que la destinataria de los mismos fuese una mujer tan especial no le desazonaba en esos momentos. Hombre prudente, nunca firmaba sus escritos y estaba seguro que, llegado el caso, siempre podría negar su autoría si un hipotético, aunque improbable, comportamiento desleal de su interlocutora pretendiese utilizar esas cartas con algún fin innoble. Aún así, no se sentía cómodo. Ella le había reiterado hasta la saciedad que, una vez leídas, sus cartas eran quemadas para evitar el más mínimo desliz que pusiera en peligro su posición. Él, hombre previsor, guardaba copia de todas las misivas de las que se desprendía. En una antigua caja fuerte, alojada en el último cajón del mueble donde guardaba su ropa, mantenía al resguardo de ojos indiscretos su delicada correspondencia. Esa misma caja, abierta, la tenía ahora encima de la mesa del salón. Repasó todas las cartas allí contenidas, una tras otra.
Sin saber ni cómo ni cuándo, todo comenzó a enredarse el día que ella deslizó, dentro de uno de los escritos que comenzó a remitirle, algunas frases que, siendo honesto, no le escandalizaron pero sí le excitaron más allá del decoro. Entendió que su labor pastoral podría, en un caso excepcional, extenderse a los ignotos terrenos que le sugería tan aventajada feligresa. Le pedía, sin más, su colaboración para comprender sus íntimas zozobras y remediarlas en el futuro ya que la desazón que la invadía amenazaba con volverla loca. Todo ello, en un tono un tanto desvergonzado y picante que, paradógicamente, no le escandalizaba lo más mínimo. Siempre le quedaba el cilicio de púas si llegaba el caso que tuviese que mortificarse para apaciguar los hipotéticos excesos de imaginación que tendría que poner en juego para estar a la altura de los escritos solicitados. Abrió aquella carta que tenía marcada con lápiz rojo en su extremo superior derecho. Evidentemente, había motivos suficientes, a juzgar por su contenido, para significarla con relación al resto de la correspondencia. Releyó, la tenía entre las manos en ese momento, aquel primer párrafo que despertó dormidos instintos atávicos en su naturaleza. Tras abordar diversos temas insustanciales, principió Rosa el cuarto párrafo de la misiva con estas palabras:
"Te ruego que, mi querido amigo, ya que entramos en confesiones íntimas, no te escandalices por la naturaleza de mis cuitas. El caso es que cuando estoy yaciendo con mi esposo, ya me entiendes, no puedo culminar con éxito las exigencias que mi tempestuosa naturaleza me demanda, debiendo recurrir a remedios autónomos y velados para aliviar la desazón que, invariablemente, me invade tras esos insatisfactorios encuentros amorosos. Supongo que esta circunstancia no será exclusivamente imputable a la incapacidad de esta humilde sierva. Se limita, el muy patán, a cubrir de manera superficial el expediente, cumpliendo de manera metódica y taylorista con lo que él entiende que es el obligado débito conyugal, olvidándose de mis propios tiempos, necesidades y satisfacciones. Desconoce que mi naturaleza interna es suave y cálida; que suficientemente excitada, posibilitaría una lubricación que le permitiría resbalarse dentro de mí y perderse en sus vigorosas embestidas. Es más, llegado el caso, yo misma podría estimularle sin necesidad de que él moviese un solo músculo. En un acto que no tendría que envidiarle nada a las prácticas del tantrismo más esotérico, sería capaz de movilizar mi interior, envolviéndole acogedoramente hasta que perdiese la noción del tiempo y se nublasen sus sentidos. El caso es que, sé que esto es un atrevimiento que roza la desvergüenza por mi parte, no tendría inconveniente en liberarme por mis propios medios de este infierno interior en el que me hallo. Me falta, he de reconocer, la inspiración necesaria que me permitiese aliviar al completo mis anhelos y necesidades más perentorias. A tales efectos, te ruego que me aconsejes cómo proceder ya que mi naturaleza convulsa podría incurrir en alguna situación de pecado mortal de no mediar algún tipo de alivio a mi desazón. Si pudieras aconsejarme..."
Perlas de sudor resbalaron por su frente al releer este fragmento. Bebió un sorbo de la copa que se había servido generosamente y que le acompañaba en ese preciso instante. No encontraba explicación alguna para comprender la cadena de acontecimientos que se precipitaron tras leer el párrafo anterior, hacía ya varios meses. La reacción lógica y decente hubiese sido otra. Por ejemplo, romper inmediatamente la carta y arrojarla a la basura; pero no lo hizo. Sabía que era fuerte y no le preocupaba profundizar en las insinuantes y sibilinas líneas que tenía delante. Incluso, se recogijó al volverlas a leer. Que una mujer tan excepcional se hubiese fijado en alguno de sus dones y atributos como hombre no le dejaba indiferente. Sabía que, dadas sus circunstancias personales, no era lo correcto, pero su conciencia podría sobrellevar ese pequeño pecado venial. Pensó que ningún daño hacían esas letras y que, siempre y cuando controlase la situación, toda esa parafernalia constituiría un agradable divertimento que haría sus largas tardes de invierno mucho más llevaderas. A nadie, pensaba, hacía mal con su conducta. Si podía hacer algún bien aliviando la inquietud de su feligresa, mejor. Tendría que haber quedado paralizado en esos momentos; fulminado por un rallo. No obstante, justificando lo injustificable, atendió la súplica epistolar y le escribió a Rosa lo que sigue en la siguiente carta que intercambiaron furtivamente en su particular cubículo:
"Mi querida amiga, llamarte otra cosa resultaría extraño en estas circunstancias, te entiendo a la perfección. Apelo, en primer lugar, a tu prudencia y discreción ya que estas líneas no tienen otro objeto que reflexionar conjuntamente y hacerte ver que la vida es sumamente compleja, más cercana a la belleza poliédrica de un diamante tallado que a la diáfana claridad y simpleza de una gota de agua. A estas alturas, como podrás entender, no seré yo quien te ilustre al respecto de dicha complejidad. Aunque estas cosas no se pueden decir públicamente, por el escándalo que supondría, sabrás que aquello que la sociedad y cultura al uso pueden considerar pecaminoso no tiene por qué serlo, necesariamente, si lo miramos desde el fondo de nuestros corazones y no incurrimos en daño a terceros. Entre personas inteligentes y con criterio, pretender convencerlas de lo contrario sería un disparate. Además, supondría alejar irremisiblemente del rebaño a muchas mentes nobles y cultivadas que, respetando el marco general establecido, son capaces de canalizar sus naturales impulsos dentro del estricto ámbito de su privacidad, con el debido respeto y decoro que no escandalice con su publicidad a los miembros más dóciles e inocentes de la grey. Por ello, he de decirte que me han sorprendido tus palabras. No tanto por los términos utilizados sino por la audacia con que los utilizas y te diriges a mí. Como fácilmente podrás comprender, no soy perito en la materia aludida desde el punto de vista de la praxis pero el adecuado ejercicio de mi labor pastoral exige que nada humano me sea ajeno. Es por ello por lo que te sugiero que, si lo tienes a bien, acojas estas palabras que te escribo con el ánimo que me embarga al redactarlas, que no es otro que el profundo respeto que me inspiras y la iluminación de las sombras que aquejan tu maltrecho espíritu. Dicho todo lo anterior, y dejando bien sentado que me pongo estrictamente en el lugar de tu esposo, en todos los sentidos, lo que me despiertan tus sugerentes palabras es lo que pretendo contarte a continuación. A fuerza de ser preciso, tendría que decirte que la humedad tibia que acogió mi ser paralizó mis sentidos, dejándome absolutamente trastornado. Mi cuerpo al completo, como si fuese una extensión de mi extenuado miembro, había vibrado al unísono con tus firmes impulsos, no exentos de sensualidad y delicadeza. Tus labios, esos pétalos tibios y perfumados, me habían provocado placeres indescriptibles, haciendo que me perdiese en tus fluidos. Poco a poco, a medida que iba recuperándome, te atraje suavemente hasta rozar nuestras pieles. Compartimos con amor nuestros labios y nos fundimos en un lento y apasionado beso. Nuestras manos, adquiriendo vida propia, jugaron con nuestros cuerpos y, suavemente, te invité a dar la vuelta, quedando tendida sobre la cama. La turgencia de tus senos me sugería innombrables espacios para perderme en sus cimas y mesetas, por lo que opté por incorporarme suavemente. Al separarme, busqué la luz de tus ojos. Tú, con una pericia ancestral, incardinada a lo largo de los siglos en tu naturaleza, dirigiste tus fulgurantes pupilas hacia la parte más íntima de tu ser, aquella gruta primitiva, indicándome el camino a seguir hasta el paraíso. Cerraste los ojos suavemente y comenzaste a gemir al tiempo que, con prudencia, mesura y fortaleza, me abandoné a mis demonios más salvajes permitiendo que aquello que tuviese que volver a ocurrir no se demorase más que lo justo y necesario."
No pudo evitar una vigorosa erección que le sobrevino al releer las líneas que, en la explosión más exultante de sus sentidos, había plasmado por escrito. Al mirarlo retrospectivamente, no podía dejar de sorprenderse ante la absoluta desinhibición que había aflorado de manera súbita y le había permitido expresarse en los términos en los que lo había hecho. Ahora, meses después, le invadía un sentimiento ambivalente. Por una parte, se maravillaba de lo que había sido capaz de trasladar en palabras. Por otra, aunque no había catado su cuerpo ni intimado a nivel carnal con Rosa, su corazón y su mente, esta vez al unísono, le estaban exigiendo una salida, la que fuera, a la brutal desazón que invadía su espíritu. Estaba en pecado mortal elevado a la enésima potencia. Por mucho que adornase con sutilezas bizantinas su actitud y conducta, en lo más hondo de su ser estaba convencido que su proceder distaba mucho de lo que había sido la rectitud que había exhibido durante toda su vida. La zona de confort en la que apaciblemente había vivido durante las últimas décadas se había resquebrajado hasta sus cimientos, mostrándole descarnadamente la podredumbre que habitaba en el fondo de su corazón. Eso era algo para lo que no le habían preparado los profundos estudios teológicos ni la amplia y dilatada experiencia que había desarrollado en el ejercicio de su labor eclesial. Volviendo a su relación epistolar con esta mujer, las sutilezas estilísticas que habían adornado sus escritos, del que este último era una ligera muestra, habían sobrepasado sus fantasías más inefables y amenazaban con despeñarle inexorablemente por el abismo de la locura. ¿Tanto poder tenían las palabras? Ahora sabía la respuesta. Sí, de manera indubitable y sin el menor resquicio de duda. Estaba completamente seguro que la pasión desmedida era, fundamentalmente, un asunto del cerebro en íntima alianza con la naturaleza física, que oficiaba como diligente acólita de los superiores deseos alojados en la mente. Ahora podía ponerse en situación y comprender el calvario por el que habían pasado muchas mujeres y hombres que, acudiendo desesperados en confesión, eran despachados con una disciplencia rayana con el desprecio acudiendo a manidas recetas estereotipadas que pretendían acabar con su íntima y desaforada desazón a golpe de salmodias y rezos. Lloró con el más desgarrado grito interior que nunca había sentido en su corazón. El pecho llegó a dolerle como si fuese a darle un infarto. Pero no podía parar. Tenía que dejar escapar su profunda tristeza y desazón, su angustia existencial. Por encima de todo, era un ser humano que vivía y sufría internamente sin hallar consuelo en ningún recurso o credo externo. Mientras lloraba, depositó el manojo de cartas sobre el fregadero de la pequeña cocina y, rociándolas de alcohol, prendió fuego al único elemento tangible que le recordaba de manera continua, con un martilleo ensordecedor, la más estremecedora situación personal que había vivido a lo largo de toda su vida. Hipnotizado por el fuego, se fue calmando poco a poco. Los últimos gemidos de su llanto acompañaron al gurruño de papel que fenecía, pasto de las llamas, en aquella improvisada pira funeraria. El fuego, una vez más, como metáfora de la purificación; ¿quién lo iba a decir?
Obnubilado por la contemplación de aquella escena no se percató del sonido insistente del timbre de la puerta de su piso hasta que el interesado, quien quiera que fuese, golpeó la puerta de manera inmisericorde. Todo lo rápidamente que pudo, acudió al lavabo y se refrescó la cara, recomponiéndose el demacrado rostro. Acudió a la puerta y al abrir contempló al cartero que, excusándose por su insistencia y brusquedad, le hizo saber que le traía un telegrama urgente a su nombre y que debía entregarlo sin mediar demora. Aclarándose la voz, le agradeció el interés al funcionario y cogió el doblado papel tras firmarle el acuse de recibo. Cerró la puerta y con andar cansino volvió al salón. Extrañado por la perentoriedad del aviso, se dispuso a leerlo. Tras sentarse en el butacón del salón y extraer sus gafas del bolsillo de su camisa rasgó el sobre. Cuando pudo entender el contenido del breve mensaje, que tuvo que releer varias veces, cerró los ojos y, persignándose, se recostó en el sillón respirando profundamente.
REVERENDO PADRE, LE COMUNICAMOS FALLECIMIENTO SÚBITO DEL OBISPO DE LA DIÓCESIS, MONSEÑOR PRUDENCIO ESTÉVEZ, LA PASADA NOCHE. TRAS LAS EXEQUIAS DEL FINADO, SÍRVASE PRESENTARSE CON LA MÁXIMA DILIGENCIA Y CELERIDAD ANTE MI PERSONA, EN LA SEDE DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL, PARA COMUNICARLE UN ASUNTO DE SU MÁXIMO INTERÉS Y DE LA DIÓCESIS.
ATENTAMENTE, SUYO EN CRISTO.
FIN
Desde aquel lejano domingo, las visitas periódicas al confesionario generaron un hábito que consiguió convertirle en adicto a los susurros y fragancias que Rosa emitía desde el otro lado de la celosía. Aunque ocasionalmente su virilidad le compelía a culminar un alivio inmediato a su desazón, su férrea voluntad conseguía domeñar la satisfacción de sus instintos más primarios en aquel cubículo en que se encontraba recluído. Todo comenzó con escritos absolutamente inocuos desde el punto de vista moral ya que ella, con una gran capacidad para expresar por escrito sus ideas, le trasladaba sus cuitas y pesadumbres y le invitaba a plasmar por escrito sus recomendaciones, que evacuaba en calidad de asesor espiritual. Hasta ahí nada raro aunque, a fuerza de ser sincero, esa manera de proceder revestía una particularidad a la que no estaba acostumbrado como confesor. Se autoconvenció de que los tiempos cambiaban y que el instrumento utilizado para difundir el mensaje evangélico y reconducir a las almas en penumbra por el camino del bien podría ser ése. ¿Por qué no? Por tanto, con gusto y regocijo procedió a redactar curiosas epístolas donde, inspirado por los escritos que Rosa le pasaba subrepticiamente por el hueco de la celosía, reflejaba su parecer y le trasladaba recomendaciones prudentes y mesuradas. Aunque su sólida formación académica le había llevado a leer y fagocitar centenares de libros, nunca había tenido la costumbre de reflejar por escrito sus reflexiones, salvo alguna nota marginal en una ajada agenda con objeto de esbozar las ideas dispersas que después articulaba en sus sermones. Por tanto, siendo novedosa dicha experiencia, le reconfortó sobremanera descubrir que disfrutaba escribiendo y plasmando por escrito sus pensamientos. Que la destinataria de los mismos fuese una mujer tan especial no le desazonaba en esos momentos. Hombre prudente, nunca firmaba sus escritos y estaba seguro que, llegado el caso, siempre podría negar su autoría si un hipotético, aunque improbable, comportamiento desleal de su interlocutora pretendiese utilizar esas cartas con algún fin innoble. Aún así, no se sentía cómodo. Ella le había reiterado hasta la saciedad que, una vez leídas, sus cartas eran quemadas para evitar el más mínimo desliz que pusiera en peligro su posición. Él, hombre previsor, guardaba copia de todas las misivas de las que se desprendía. En una antigua caja fuerte, alojada en el último cajón del mueble donde guardaba su ropa, mantenía al resguardo de ojos indiscretos su delicada correspondencia. Esa misma caja, abierta, la tenía ahora encima de la mesa del salón. Repasó todas las cartas allí contenidas, una tras otra.
Sin saber ni cómo ni cuándo, todo comenzó a enredarse el día que ella deslizó, dentro de uno de los escritos que comenzó a remitirle, algunas frases que, siendo honesto, no le escandalizaron pero sí le excitaron más allá del decoro. Entendió que su labor pastoral podría, en un caso excepcional, extenderse a los ignotos terrenos que le sugería tan aventajada feligresa. Le pedía, sin más, su colaboración para comprender sus íntimas zozobras y remediarlas en el futuro ya que la desazón que la invadía amenazaba con volverla loca. Todo ello, en un tono un tanto desvergonzado y picante que, paradógicamente, no le escandalizaba lo más mínimo. Siempre le quedaba el cilicio de púas si llegaba el caso que tuviese que mortificarse para apaciguar los hipotéticos excesos de imaginación que tendría que poner en juego para estar a la altura de los escritos solicitados. Abrió aquella carta que tenía marcada con lápiz rojo en su extremo superior derecho. Evidentemente, había motivos suficientes, a juzgar por su contenido, para significarla con relación al resto de la correspondencia. Releyó, la tenía entre las manos en ese momento, aquel primer párrafo que despertó dormidos instintos atávicos en su naturaleza. Tras abordar diversos temas insustanciales, principió Rosa el cuarto párrafo de la misiva con estas palabras:
"Te ruego que, mi querido amigo, ya que entramos en confesiones íntimas, no te escandalices por la naturaleza de mis cuitas. El caso es que cuando estoy yaciendo con mi esposo, ya me entiendes, no puedo culminar con éxito las exigencias que mi tempestuosa naturaleza me demanda, debiendo recurrir a remedios autónomos y velados para aliviar la desazón que, invariablemente, me invade tras esos insatisfactorios encuentros amorosos. Supongo que esta circunstancia no será exclusivamente imputable a la incapacidad de esta humilde sierva. Se limita, el muy patán, a cubrir de manera superficial el expediente, cumpliendo de manera metódica y taylorista con lo que él entiende que es el obligado débito conyugal, olvidándose de mis propios tiempos, necesidades y satisfacciones. Desconoce que mi naturaleza interna es suave y cálida; que suficientemente excitada, posibilitaría una lubricación que le permitiría resbalarse dentro de mí y perderse en sus vigorosas embestidas. Es más, llegado el caso, yo misma podría estimularle sin necesidad de que él moviese un solo músculo. En un acto que no tendría que envidiarle nada a las prácticas del tantrismo más esotérico, sería capaz de movilizar mi interior, envolviéndole acogedoramente hasta que perdiese la noción del tiempo y se nublasen sus sentidos. El caso es que, sé que esto es un atrevimiento que roza la desvergüenza por mi parte, no tendría inconveniente en liberarme por mis propios medios de este infierno interior en el que me hallo. Me falta, he de reconocer, la inspiración necesaria que me permitiese aliviar al completo mis anhelos y necesidades más perentorias. A tales efectos, te ruego que me aconsejes cómo proceder ya que mi naturaleza convulsa podría incurrir en alguna situación de pecado mortal de no mediar algún tipo de alivio a mi desazón. Si pudieras aconsejarme..."
Perlas de sudor resbalaron por su frente al releer este fragmento. Bebió un sorbo de la copa que se había servido generosamente y que le acompañaba en ese preciso instante. No encontraba explicación alguna para comprender la cadena de acontecimientos que se precipitaron tras leer el párrafo anterior, hacía ya varios meses. La reacción lógica y decente hubiese sido otra. Por ejemplo, romper inmediatamente la carta y arrojarla a la basura; pero no lo hizo. Sabía que era fuerte y no le preocupaba profundizar en las insinuantes y sibilinas líneas que tenía delante. Incluso, se recogijó al volverlas a leer. Que una mujer tan excepcional se hubiese fijado en alguno de sus dones y atributos como hombre no le dejaba indiferente. Sabía que, dadas sus circunstancias personales, no era lo correcto, pero su conciencia podría sobrellevar ese pequeño pecado venial. Pensó que ningún daño hacían esas letras y que, siempre y cuando controlase la situación, toda esa parafernalia constituiría un agradable divertimento que haría sus largas tardes de invierno mucho más llevaderas. A nadie, pensaba, hacía mal con su conducta. Si podía hacer algún bien aliviando la inquietud de su feligresa, mejor. Tendría que haber quedado paralizado en esos momentos; fulminado por un rallo. No obstante, justificando lo injustificable, atendió la súplica epistolar y le escribió a Rosa lo que sigue en la siguiente carta que intercambiaron furtivamente en su particular cubículo:
"Mi querida amiga, llamarte otra cosa resultaría extraño en estas circunstancias, te entiendo a la perfección. Apelo, en primer lugar, a tu prudencia y discreción ya que estas líneas no tienen otro objeto que reflexionar conjuntamente y hacerte ver que la vida es sumamente compleja, más cercana a la belleza poliédrica de un diamante tallado que a la diáfana claridad y simpleza de una gota de agua. A estas alturas, como podrás entender, no seré yo quien te ilustre al respecto de dicha complejidad. Aunque estas cosas no se pueden decir públicamente, por el escándalo que supondría, sabrás que aquello que la sociedad y cultura al uso pueden considerar pecaminoso no tiene por qué serlo, necesariamente, si lo miramos desde el fondo de nuestros corazones y no incurrimos en daño a terceros. Entre personas inteligentes y con criterio, pretender convencerlas de lo contrario sería un disparate. Además, supondría alejar irremisiblemente del rebaño a muchas mentes nobles y cultivadas que, respetando el marco general establecido, son capaces de canalizar sus naturales impulsos dentro del estricto ámbito de su privacidad, con el debido respeto y decoro que no escandalice con su publicidad a los miembros más dóciles e inocentes de la grey. Por ello, he de decirte que me han sorprendido tus palabras. No tanto por los términos utilizados sino por la audacia con que los utilizas y te diriges a mí. Como fácilmente podrás comprender, no soy perito en la materia aludida desde el punto de vista de la praxis pero el adecuado ejercicio de mi labor pastoral exige que nada humano me sea ajeno. Es por ello por lo que te sugiero que, si lo tienes a bien, acojas estas palabras que te escribo con el ánimo que me embarga al redactarlas, que no es otro que el profundo respeto que me inspiras y la iluminación de las sombras que aquejan tu maltrecho espíritu. Dicho todo lo anterior, y dejando bien sentado que me pongo estrictamente en el lugar de tu esposo, en todos los sentidos, lo que me despiertan tus sugerentes palabras es lo que pretendo contarte a continuación. A fuerza de ser preciso, tendría que decirte que la humedad tibia que acogió mi ser paralizó mis sentidos, dejándome absolutamente trastornado. Mi cuerpo al completo, como si fuese una extensión de mi extenuado miembro, había vibrado al unísono con tus firmes impulsos, no exentos de sensualidad y delicadeza. Tus labios, esos pétalos tibios y perfumados, me habían provocado placeres indescriptibles, haciendo que me perdiese en tus fluidos. Poco a poco, a medida que iba recuperándome, te atraje suavemente hasta rozar nuestras pieles. Compartimos con amor nuestros labios y nos fundimos en un lento y apasionado beso. Nuestras manos, adquiriendo vida propia, jugaron con nuestros cuerpos y, suavemente, te invité a dar la vuelta, quedando tendida sobre la cama. La turgencia de tus senos me sugería innombrables espacios para perderme en sus cimas y mesetas, por lo que opté por incorporarme suavemente. Al separarme, busqué la luz de tus ojos. Tú, con una pericia ancestral, incardinada a lo largo de los siglos en tu naturaleza, dirigiste tus fulgurantes pupilas hacia la parte más íntima de tu ser, aquella gruta primitiva, indicándome el camino a seguir hasta el paraíso. Cerraste los ojos suavemente y comenzaste a gemir al tiempo que, con prudencia, mesura y fortaleza, me abandoné a mis demonios más salvajes permitiendo que aquello que tuviese que volver a ocurrir no se demorase más que lo justo y necesario."
No pudo evitar una vigorosa erección que le sobrevino al releer las líneas que, en la explosión más exultante de sus sentidos, había plasmado por escrito. Al mirarlo retrospectivamente, no podía dejar de sorprenderse ante la absoluta desinhibición que había aflorado de manera súbita y le había permitido expresarse en los términos en los que lo había hecho. Ahora, meses después, le invadía un sentimiento ambivalente. Por una parte, se maravillaba de lo que había sido capaz de trasladar en palabras. Por otra, aunque no había catado su cuerpo ni intimado a nivel carnal con Rosa, su corazón y su mente, esta vez al unísono, le estaban exigiendo una salida, la que fuera, a la brutal desazón que invadía su espíritu. Estaba en pecado mortal elevado a la enésima potencia. Por mucho que adornase con sutilezas bizantinas su actitud y conducta, en lo más hondo de su ser estaba convencido que su proceder distaba mucho de lo que había sido la rectitud que había exhibido durante toda su vida. La zona de confort en la que apaciblemente había vivido durante las últimas décadas se había resquebrajado hasta sus cimientos, mostrándole descarnadamente la podredumbre que habitaba en el fondo de su corazón. Eso era algo para lo que no le habían preparado los profundos estudios teológicos ni la amplia y dilatada experiencia que había desarrollado en el ejercicio de su labor eclesial. Volviendo a su relación epistolar con esta mujer, las sutilezas estilísticas que habían adornado sus escritos, del que este último era una ligera muestra, habían sobrepasado sus fantasías más inefables y amenazaban con despeñarle inexorablemente por el abismo de la locura. ¿Tanto poder tenían las palabras? Ahora sabía la respuesta. Sí, de manera indubitable y sin el menor resquicio de duda. Estaba completamente seguro que la pasión desmedida era, fundamentalmente, un asunto del cerebro en íntima alianza con la naturaleza física, que oficiaba como diligente acólita de los superiores deseos alojados en la mente. Ahora podía ponerse en situación y comprender el calvario por el que habían pasado muchas mujeres y hombres que, acudiendo desesperados en confesión, eran despachados con una disciplencia rayana con el desprecio acudiendo a manidas recetas estereotipadas que pretendían acabar con su íntima y desaforada desazón a golpe de salmodias y rezos. Lloró con el más desgarrado grito interior que nunca había sentido en su corazón. El pecho llegó a dolerle como si fuese a darle un infarto. Pero no podía parar. Tenía que dejar escapar su profunda tristeza y desazón, su angustia existencial. Por encima de todo, era un ser humano que vivía y sufría internamente sin hallar consuelo en ningún recurso o credo externo. Mientras lloraba, depositó el manojo de cartas sobre el fregadero de la pequeña cocina y, rociándolas de alcohol, prendió fuego al único elemento tangible que le recordaba de manera continua, con un martilleo ensordecedor, la más estremecedora situación personal que había vivido a lo largo de toda su vida. Hipnotizado por el fuego, se fue calmando poco a poco. Los últimos gemidos de su llanto acompañaron al gurruño de papel que fenecía, pasto de las llamas, en aquella improvisada pira funeraria. El fuego, una vez más, como metáfora de la purificación; ¿quién lo iba a decir?
Obnubilado por la contemplación de aquella escena no se percató del sonido insistente del timbre de la puerta de su piso hasta que el interesado, quien quiera que fuese, golpeó la puerta de manera inmisericorde. Todo lo rápidamente que pudo, acudió al lavabo y se refrescó la cara, recomponiéndose el demacrado rostro. Acudió a la puerta y al abrir contempló al cartero que, excusándose por su insistencia y brusquedad, le hizo saber que le traía un telegrama urgente a su nombre y que debía entregarlo sin mediar demora. Aclarándose la voz, le agradeció el interés al funcionario y cogió el doblado papel tras firmarle el acuse de recibo. Cerró la puerta y con andar cansino volvió al salón. Extrañado por la perentoriedad del aviso, se dispuso a leerlo. Tras sentarse en el butacón del salón y extraer sus gafas del bolsillo de su camisa rasgó el sobre. Cuando pudo entender el contenido del breve mensaje, que tuvo que releer varias veces, cerró los ojos y, persignándose, se recostó en el sillón respirando profundamente.
REVERENDO PADRE, LE COMUNICAMOS FALLECIMIENTO SÚBITO DEL OBISPO DE LA DIÓCESIS, MONSEÑOR PRUDENCIO ESTÉVEZ, LA PASADA NOCHE. TRAS LAS EXEQUIAS DEL FINADO, SÍRVASE PRESENTARSE CON LA MÁXIMA DILIGENCIA Y CELERIDAD ANTE MI PERSONA, EN LA SEDE DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL, PARA COMUNICARLE UN ASUNTO DE SU MÁXIMO INTERÉS Y DE LA DIÓCESIS.
ATENTAMENTE, SUYO EN CRISTO.
MONSEÑOR LUCAS DE ALVEAR
SECRETARIO GENERAL
FIN