Hace ya algún tiempo que no reflejo en estas páginas las impresiones que, a menudo, cruzo con mi buen amigo Manolo. No es que haya desaparecido de la faz de la tierra, todo lo contrario. Otros temas, diversos y dispersos, han ocupado mi mente durante las últimas semanas. Fiel a mis planteamientos iniciales, he reflejado aquí todo aquello que me deja cierto poso para la reflexión, por su interés o impacto en mi psicología, que hubiese dicho mi terapeuta. Por tanto, tranquilidad; ni he matado a Manolo, ni se ha muerto, ni estoy en condiciones, anímicas ni laborales, de abandonarlo. Dicho todo este preámbulo, me dispongo a reflejar aquí una de las últimas conversaciones que he mantenido con él. En el trabajo, cómo no; mejor dicho, en el descanso para el desayuno. Éste tiene tintes peripatéticos, en tanto en cuanto empezamos a charlar y reflexionar desde el momento mismo que dejamos el despacho para dirigirnos al bar donde habituamos a tomar nuestra salutífera tostada de campo con jamón ibérico. Todo un lujo para nuestros paladares del que, ambos, nos negamos a prescindir por mucha tensión, estrés o sobrecarga que se nos imponga en nuestras cotidianas agendas. En esa estábamos cuando llegamos al bar y nos sentamos en una de las mesas que solíamos ocupar para tomar reposadamente el ágape.
Tenía muy reciente la última conversación que mantuvimos en casa con mi cuñada Toñi y su marido. Casualmente, el hermano de Manolo, Damián, era también maestro y ejercía la dirección de un colegio público en un pueblo cercano. Debido a esta circunstancia, Manolo estaba bastante familiarizado con el ambiente y cultura de los docentes ya que, me consta fehacientemente, mantenía unas fluidas relaciones con su familia y más de un fin de semana quedaban entre ellos para almorzar y pasar el rato juntos. Andaba yo rumiando y reflexionando internamente sobre el último asunto que habíamos comentado, el tema de la envidia en el ámbito docente (ver post: Diario de un perfecto imbécil (21): mi cuñada Toñi y sus historias -2-). Me había llamado mucho la atención la historia que nos relató Toñi. Por tanto, y como no había otro tema de mayor enjundia o interés que referirle a Manolo, le conté, con pelos y señales, el pequeño relato que nos hizo llegar en casa mi cuñada. Manolo, cómo no, escuchó atentamente todos los detalles de la historia, asintiendo periódicamente, y preguntándome sobre pequeños matices para fijar el contexto. También le trasladé, para culminar la faena, la historia del supuesto acoso laboral que había sufrido la tal Caridad (ver post: Diario de un perfecto imbécil (22): mi cuñada Toñi y sus historias -3-), otra maestra del colegio. Me dejó charlar hasta el final mientras él saboreaba su tostada con deleite y fruición. Cuando entendí que le había hecho partícipe tanto de los hechos como de mi propia reflexión le pregunté sobre su impresión al respecto.
Me dijo que nada de lo que le había comentado le era ajeno. Al parecer, Damían solía compartir con él batallitas sobre las innumerables historias que tenían lugar en su colegio a lo largo del curso académico. Su análisis, el de Manolo, coincidió con el mío ya que ambos éramos de la opinión que cualquier conflicto de cierto calado, entre gente inteligente y con recursos, podía adquirir tintes rebuscados a poco que alguien se empeñara en complicar el asunto. Damían era, tras más de diez años en la dirección, un experto mediador en todo tipo de conflictos escolares, en lo que se refiere a los docentes, administración, familias y alumnado. Lógicamente, tambien en lo concerniente a todas las posibles combinaciones entre estos agentes educativos. Desde su experiencia, había sufrido algún conato de insubordinación, valga el término como analogía aproximativa, de algún docente que olvidaba, en su fuero interno, que por muy maestro o maestra que fuese, ello no le eximía del cumplimiento de sus obligaciones administrativas, que las tenía. Al parecer, hay personas que piensan que pueden hacer lo que su santa voluntad entienda más oportuno sin tener que rendir cuentas ante nadie; ni familias, ni dirección ni, por supuesto, administración. Esa circunstancia, afortunadamente menor, le había ocasionado varios quebraderos de cabeza a lo largo de estos años. En concreto, Manolo me refirió el caso de una bronca que tuvo su hermano con un maestro, aguerrido y chulesco en sus formas este último, que se negaba a informar con detalle a las familias de la marcha académica de sus hijos. El muy patán, porque otro nombre no tenía, creía que su labor se circunscribía y terminaba en los límites de la puerta del aula y que un boletín de notas, escueto y raquítico, suponía el máximo esfuerzo que estaba dispuesto a tolerar como medio de comunicación con las familias de sus alumnos. Damián tuvo que intervenir un día en que un padre indignado se le enfrentó a dicho maestro y le exigió explicaciones por su desidia a la hora de informarle sobre su hijo. El aguerrido docente, trasmutado en conejo huidizo en esos momentos de zozobra, se quitó de en medio sin atender al sufrido progenitor ya que, en su opinión, no tenía por qué hacerlo. Afortunadamente, el hermano de Manolo pudo mediar y, tras apaciguar al padre ofuscado, buscó al maestro para explicarle y hacerle ver que dentro de sus obligaciones tutoriales se encontraba aquella de procurar que fluyese la información sobre la evolución de sus alumnos a las familias. Además, se le pagaba por ello, por lo que no debía de considerar ni como un favor ni un lujo la posibilidad de atender, como se merecían, a los usuarios del sistema.
Los directores escolares se escogen, como difícilmente podría ser de otra manera, entre maestros y profesores en ejercicio. La mayoría suelen ocupar la dirección del centro donde prestan destino efectivo aunque en ciertas ocasiones no es así, por circunstancias que sería largo detallar en esta reflexión informal. Consecuentemente, tienen una labor muy difícil en tanto en cuanto son vistos como compañeros de fatigas del resto de los profesionales docentes del centro al tiempo que jefes de esas unidades docentes-administrativas de la administración. Eso está bien, por una parte, ya que su origen les permite disponer de un conocimiento profundo de la realidad con la que les toca lidiar día a día y, más allá del cumplimiento esclerótico, rígido y descontextualidado de la normativa, consiguen gestionar con solvencia y habilidad la realidad concreta de sus centros. Otro elemento positivo de este sistema selectivo consiste en que, tras años de ejercicio del cargo, vuelven a ocupar el puesto docente de origen a tiempo completo. Hay que decir, a este respecto, que nunca lo han abandonado ya que compatibilizan el ejercicio de las funciones directivas con horas de docencia directa al alumnado del centro, con la lógica reducción en estos menesteres que les permita compatibilizar la gestión del centro con la enseñanza directa a uno o varios grupos de alumnos. El hecho indubitable de que sea un camino de ida y vuelta obliga, y es efectivo en un altísimo porcentaje de los directivos escolares, a que su labor ejecutiva, ejercida como primus inter pares (el primero entre iguales), no olvide nunca el rol y las necesidades de aquellos a los que, circunstancialmente, les toca dirigir o, sería más propio según qué contextos, coordinar. Por tanto, el ejercicio de la dirección exige una combinación particularísima de poder y autoridad (véase, a este respecto, el post publicado en este blog: Auctoritas et potestas...). Diseccionando el binomio anterior, podríamos colegir que mal ejercería ese puesto alguien que careciese de un perfil profesional donde la autoridad no hubiese cristalizado en prácticas ejemplares y solventes. Si, en el peor de los casos, la persona carece de estos rudimentos básicos y pretende erigirse en un director o directora que ejerce meramente el poder, no hay que ser muy despierto para pronosticar que su ejercicio profesional se caracterizará por ser un fracaso estrepitoso. En cualquier caso, suele ser un puesto para cuyo desempeño se precisa madurez profesional y humana. La gran mayoría de los directores y directores dan la talla a este respecto, lo que no les exime de tener que sufrir, en determinados momentos, picos de estrés y tensión considerables.
De la reflexión que me trasladó Manolo pude extraer varias conclusiones. La primera, su conocimiento preciso de una realidad organizativa que poco se parecía a la nuestra, en la empresa. En segundo lugar, la complejidad de las labores que tenían que acometer los centros, en general, y sus direcciones, en particular. Según me contó Toñi, buena amiga de su Directora, en la última década no habían parado de asignarles funciones y programas nuevos sin que el número de recursos disponibles para la gestión de esa sobrecarga de trabajo se hubiese materializado de manera efectiva en la práctica cotidiana. Sin lugar a dudas, una práctica relativamente perversa que permitía, a "coste cero", materializar muchos programas y proyectos contando sólo y exclusivamente con la voluntariedad y buen hacer de los profesionales de la docencia, que lo mismo gestionaban un plan nutricional dentro del comedor escolar, se convertían en afanosos contables -sin tener formación previa en el ámbito de la contabilidad-, o realizaban labores puramente administrativas que difícil encaje tenían con su formación profesional previa. La gran mayoría lo hacía con ilusión y buena disposición de trabajo ya que sabían que el resultado último de sus desvelos y afanes revertía en sus niños y niñas, el alumnado, que no tenían culpa de las palabras huecas y altisonantes de muchos políticos que se llenaban la boca anunciando el paraíso terrenal en la escuela. Todo ello también me hizo reflexionar acerca del prestigio de esa profesión, que a pesar de reinventarse todos los días, tenía que aguantar más de una vez los desmanes y rebuznos de algún usuario mal encarado que se creía poseedor del derecho a zaherir a los maestros y maestras de sus hijos cuando les venía en gana por el simple hecho de ser funcionarios públicos que, supuestamente, tenían la obligación de aguantar sus salidas de tono. Eso es algo que, tanto Manolo como Toñi, me refirieron en sus comentarios. Se trataba de una queja recurrente por parte del profesorado ante la que se consideraban muchas veces desamparados.
Nos levantamos para retomar nuestra labor cotidiana. La verdad es que la cosa estaba muy tranquila en el trabajo. No se habían generado especiales problemas en las últimas semanas. Tampoco era raro este ambiente de "calma chicha" ya que una de las cacatuas más guerreras estaba de baja y el nivel de toxicidad del entorno se redujo enormemente debido a esa ausencia. No le deseaba ni le deseo mal a nadie, que conste, pero igual se podía quedar en su casa una temporadita más, para reposar ella misma y dejar reposar al resto de mortales. Es curioso pero sólo nos damos cuenta plenamente del grado de influencia de una persona, para lo bueno y para lo mano, cuando se ausenta durante una temporada. La vorágine diaria nos hace asumir como naturales algunos comportamientos y dinámicas relacionales que son verdaderamente patológicas. Como propuesta, que no se me olvide comentársela a nuestro delegado sindical, sugeriría que determinados personajes tuvieran un mes sabático al año. El clima de la organización mejoraría espectacularmente durante su ausencia y se podrían liberar todas las miasmas que se acumulan en los rincones de muchos despachos.
"Las organizaciones escolares como sistema complejo e interesante para reflexionar al respecto."