Crónicas con pulsera y sin misericordia.
Todo empezó con un número redondo: 10.000. No 8.937, que quizá sería más honesto, ni 12.402, que igual funcionaba mejor. No. Diez mil. Una cifra zen, pulcra, con aire de proverbio. Fue en el Japón de los sesenta, del siglo XX..., con las calles todavía oliendo a Juegos Olímpicos y a futuro, cuando a algún genio del márketing se le ocurrió que si el país caminaba, habría que ponerle contador. Así nació el manpo-kei, algo así como “contador de pasos del deber patrio”, o eso entendimos después de tres sake.
Y desde entonces, medio planeta vive con la sospecha íntima de ser un vago. Lo que arrancó como campaña publicitaria de podómetros se volvió dogma de fe sudorosa: no eres nadie si no has paseado, corriendo, 10.000 veces al día, aunque sea por el pasillo, en pijama y con las bolsas del Mercadona. Porque si el reloj no lo marca, no ha pasado. Literal.
Pero ¿quién decidió que 10.000 era la cifra mágica? ¿Un médico? ¿Un comité de sabios? ¿Un chamán fit de TikTok? Spoiler: nadie. Lo parió una campaña de márketing y lo convirtió en mantra esa ansiedad contemporánea que necesita saber cuánto vale un paso, un beso, una siesta. El Monpo es eso: la monetización del movimiento. El negocio de la culpa cardio.
Y aquí estamos: siglo XXI, a las doce menos cinco de la noche, caminando en círculos como penitentes para que el anillo del smartwatch se cierre y el alma se libere. Respiramos por apps, dormimos por apps, caminamos por apps. Y luego nos preguntamos por qué estamos tan cansados.
No se trata de criminalizar al andarín. Caminar es sano, sí. Lo era ya cuando ni existía el calzado. Pero el cuerpo humano sabe más que tu Fitbit. Sabe cuándo moverse, cuándo estirarse, cuándo decir “no voy al gimnasio porque estoy hasta el moño”. El problema es que hemos externalizado la sabiduría corporal. Preferimos que nos lo diga una pantalla con voz de coach escandinavo.
Este artículo no es un alegato contra los pasos. Es una tregua. Mi reloj, por cierto, mientras escribo esto, ha vibrado con autoridad moral y me ha exigido levantarme. Le he dicho que hoy no. Que estoy escribiendo sobre él. Que se calle. Que hoy haré 7.493 pasos. Por insurrección. Por salud mental. Por venganza....
Con este texto inauguramos una serie amable, sí, pero también con ceja arqueada y sonrisa ladeada, sobre los delirios del bienestar moderno. No vamos a desmontarlos (qué va), pero al menos vamos a mirarlos de frente y con ironía. Porque quizá el bienestar no consista en andar 10.000 pasos, sino en saber cuándo sentarte… y no volver a levantarte hasta que lo diga tu cuerpo o tu mente, mejor ambos, no tu reloj.
No hay comentarios:
Publicar un comentario